Opinión /

Paradojas del teatro salvadoreño


Martes, 26 de enero de 2010
René Lovo

De sorpresivo calificaría yo el devenir de la actividad teatral salvadoreña en el 2009. Incluso me atrevo a decir que no hay año anterior con tanta oferta y atrevimiento en la oferta escénica. No voy a enumerar cada una de las creaciones que tanto grupos como individuos ejecutaron en 2009. Pero las cosas están avanzando oportuna y complejamente para los creadores escénicos.

En primer lugar me gustaría colocar la opinión precisamente entre la urgente necesidad de valorar el trabajo teatral con mayor rigurosidad formal y estética, sin que esto sea  una especie de camisa de fuerza para devaluar el trabajo de nadie, ni tampoco un abanico de complacencias innecesarias para el crecimiento artístico de los artistas. Porque da tristeza cuando no risa, conocer comentarios prosaicos y mediocres alrededor del trabajo que hacemos los actores y directores de escena, solo para que se crea que desde la pluma se puede escribir todo lo que se quiera sin entender lo que los cuerpos realizan o no.

El teatro es una actividad creadora, esto contiene mucho o todo lo que se necesita discutir.  En ese sentido vale discernir básicas diferencias entre un teatro creador y un teatro costumbrista.  El pensamiento moderno que hasta hoy impera en la lectura convencional del teatro (incluidos actores, directores y críticos) cree que el teatro es una actividad que depende ineludiblemente de la escritura, de la literatura; entonces una obra se valora a partir del autor que se representa, el estilo al que pertenece, etc.  Primer error. 

De aquí podemos dirimir el segundo aspecto del asunto:  ¿El teatro es representación?  No voy a discutir el caso, prefiero continuar enumerando materia. Lo digo porque precisamente en esto radica para mí el gran “tema” de la teatralidad salvadoreña. Si no resolvemos estos pequeños aspectos en el ejercicio teatral, no sabremos resolver ni crear nuestro teatro.

Voy un poco más adelante.  Revisar la dramaturgia nacional implica encontrarse o no con materiales literarios que nos aporten no solo asuntos temáticos de interés para nuestra actualidad, sino procedimientos formales que asumidos desde la realidad escénica enciendan en los creadores contemporáneos la chispa que hará que explote la tención dramática en el juego teatral. En el país hay dramaturgia no lo vamos a negar, pero en su mayoría está teñida de cierto aire costumbrista y acartonado que no deja de apresar el juego a asuntos muy limitados y de poco desarrollo.  Y es por esto mismo, el teatro no se puede resolver desde la literatura, cuando esto ocurre vemos precisamente cómo la nostalgia o la añoranza de aquello que quisiéramos ver en escena no aparece, está solamente enunciado en el texto. En el caso nuestro,  los que mejor han escrito alguna que otra obra teatral importante son justamente aquellos que desde el escenario crecieron en su desarrollo.  De lo contrario son  escritores, no dramaturgos.  Pero esta es una discusión que creo no es para este artículo.

Entonces al no encontrar dramaturgia nacional de impacto inmediato, los grupos, actores o directores volteamos la mirada a la dramaturgia universal, contemporánea, regional, etc.  ¿Podemos enjuiciar esto?  Naturalmente que no, si esto es lo que se hace en todo el mundo.  Pero vale detenerse un poco para discernir su significado.

Elegimos un autor, muy bien, qué importa: ¿Representarlo? ¿Entender su época? ¿Recrear su estilo? ¿Contar una historia usando a los actores como medios para la puesta en escena? ¿Hacer lo que nos dé la gana con sus palabras, con su estructura? 

Por lo general cuando uno lee una obra de teatro, está inventando otra nueva. Existe una lectura simultánea en el proceso creador, irremediable, toda lectura nos lleva a otra propia o robada, surgida del ejercicio imaginario que produce la misma lectura.  Esto va construyendo un campo asociativo entre la obra y la imaginación del actor, director, artista como se le quiera llamar. Ahí aparecen las primeras disyuntivas. Después vienen las más complejas. Sea el teatro una actividad colectiva o individual, no puede escapar a que es una actividad física, emocional, sonora e intelectual. Así como la lectura produce una doble lectura, el cuerpo produce una realidad autónoma, que no corresponde a ninguna realidad previa, literaria. El teatro nace con fecha de vencimiento, es decir, surge físicamente y desaparece al mismo tiempo. Al no existir ninguna realidad previa al cuerpo del actor, el teatro adquiere autonomía, no corresponde necesariamente a la realidad literaria porque los cuerpos de los actores  toman decisiones propias y construyen una materia que es válida únicamente porque puede ser vista por lo espectadores, de lo contrario no existiría porque no está contenida en el texto, es inefable.

Entonces, de la capacidad que se tenga de construir o elaborar a partir del aparecimiento de esa realidad física en el escenario,  dependerá que aparezcan dos obras: la teatral y la literaria. Del aparecimiento de estas dos realidades simultáneas surgirá un nuevo teatro. Lo mismo podría decirse en la danza, de la capacidad que se tenga de crear a partir de los cuerpos en el espacio, surgirá la coreografía, se verá la creación dancística, de lo contrario se verá la representación de la música.

Lo que suele hacerse en nuestro país es representar las obras, los textos. No las creaciones que surgen a partir de las relaciones asociativas entre los cuerpos, el espacio, los objetos, las ideas temáticas y los textos. Los actores se conforman con saber que la obra ya está escrita con anterioridad, si es clásica mejor, ya es conocida entonces, el esfuerzo creador que requiere el ejercicio teatral se dilata en  el hecho representativo. Independiente de lo poco o máximo que el actor haga en escena, la relación con el texto se vuelve el principal aspecto. Ese es el equivocado paradigma de nuestro teatro, también en otras partes del mundo. Naturalmente es un problema de escuela, de entrenamiento, de enfoque y de concepción. Sobre esto sería importante que los artistas de teatro salvadoreño discutiéramos permanentemente para no evadir errores, sobre todo ahora que viene una etapa superlativa en importancia para la nivelación académica de los artistas y la inédita oportunidad de abrir las escuelas de educación superior en las artes.

Pero el problema no es solamente el actor, aunque es este el que da la cara, porque cuando la obra sale mal el actor pone los créditos, y si la obra tiene éxito entonces el director recoge los méritos. Esta relación tan importante en el teatro: actor-director, es otro aspecto que debe entrenarse y discutirse en nuestro medio. 

Existen muy buenos “anuncios” como mencioné en el primer párrafo de este artículo. Da gusto que están apareciendo nuevos directores y directoras que se atreven a formular un teatro más propio, con una búsqueda más personal de los lenguajes,  porque al final de todo,  los estilos en el arte no existen, son solo una invención académica para llamar el buen trabajo que realizaron algunos excelentes artistas en el pasado.  El estilo más importante es el personal.   Ahora bien, el problema del teatro no es biográfico, comunicacional, tampoco lingüístico y mucho menos didáctico o terapéutico. 

El teatro es una actividad dramática y fundamentalmente artística, su poética se funda en el cuerpo del actor, en la espacialidad y en el discurso que se construye segundo tras segundo.  Lo que importa en la obra de teatro es ver cómo el actor va poniendo su carne en el asador, y con éste viene todo lo metafísico, lo emocional y poético.  Entonces aparece la narración,  lo literario.

Es muy probable que se pueda hablar de una gramática del cuerpo, del movimiento, incluso de las emociones, pero el lenguaje del teatro no se puede medir por la sintaxis como en la literatura, sus leyes están determinadas por la naturaleza del actor en tanto sujeto-objeto que desarrolla comportamientos que sintetizan acciones humanas que no son presentadas como estas son en la vida real.  Las causas que producen la creación dramática no se pueden encajonar en las leyes de la psicología ni de la realidad, sino en la naturaleza del actor como individuo creador que entrena su cuerpo y puede libremente brincar hacia cualquier parte siempre y cuando su acción está sostenida física y emocionalmente. Como dijo Harold Pinter  “mi teatro habla de la realidad pero no se comporta como en la realidad”.  Este es uno de los principios que pone en crisis la idea del teatro psicológico o revivicente, que fuerza a los actores a que se comporten como las personas en la vida real, sin darse cuenta de que lo único que se logra es que el teatro pierda su naturaleza creadora obligándolo a volverse naturalista y por lo tanto costumbrista (reflejo la vida tal cual la vida se supone se comporta en la realidad).

La formación del actor es importante si es vista como entrenamiento. El actor es un creador, es un individuo que debe contar con una técnica que le permita reconocer su cuerpo, sus emociones y su voz.  Con ellas construirá su lenguaje dramático autónomo, sin depender de lo literario.  Entonces los dos campos poéticos, el del cuerpo y el de las palabras, instalarán un universo que narre e impacte al espectador.  Entonces, las salas de teatro, a lo mejor, se comiencen a llenar más al descubrir el público que en esos lugares llamados teatros, se ejecuta un fenómeno físico creador que no tiene comparación ni con la televisión, ni con el cine, solamente con la vida pero de forma poética y conmovedora.  

A lo mejor entonces, decir soy actor, actriz, artista, deje de ser una amenaza y un riesgo de exclusión y racismo en una sociedad como la nuestra, marcada por la idea que los artistas todavía son personas irresponsables, degeneradas, vagos, que no tienen nada que hacer.

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