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Unas lágrimas por los hermanos que no conoció

Después de 26 años, la familia Alemán sepultó, este viernes, a varios de sus miembros asesinados durante una incursión del ejército en el cantón San Cristóbal, en Suchitoto, durante la guerra. 26 civiles murieron en esa ocasión.


Viernes, 5 de marzo de 2010
Frederick Meza / Fotos: Frederick Meza

La pequeña Anahí, sentada sobre una tumba, llora quedita y se tapa la cara para que no la vean descompuesta. A la par, su mejor amiga, Caro, la consuela. La abraza y le soba la cabeza, pero eso no basta para que el llanto cese. “Eran mis hermanitos, mis hermanitos”, dice, sollozando. Atrás, otra niña, Nidia, también derrama lágrimas. Es prima de Anahí. Están inquietas, conmovidas; la escena que está ocurriendo aclara  su tristeza: 14 féretros son enterrados en un mausoleo común. Entre esos féretros están los de Nery y Aníbal Alemán, hermanos de Anahí.

A pesar del dolor, ni Anahí ni Nidia los conocieron… murieron masacrados hace 26 años a manos del ejército. Sin embargo, después de tantos años, su recuerdo está presente gracias al padre de los tres, Santos Alemán Menjívar. Este, además de haber perdido a sus dos hijos, también lamentó en ese hecho la muerte de su esposa, Evelia Rivera, de 22 años.

Con los años, Santos Alemán rehizo su vida. Volvió a casarse y tuvo tres hijas más, a las cuales les contaba cómo eran “sus cipotillos”, de cuándo nacieron, de las convivencias en los pocos años que los tuvo en brazos: Nery apenas tenía un año de edad y Aníbal solo tres. Santos Alemán les contaba de su impotencia ante el ataque. Nidia también se fue enterando de las mismas historias. A sus ocho y diez años, Nidia y Anahí conocen muy bien lo ocurrido hace 25 años a la familia, cuando también murió asesinada una tía de Anahí, que llevaba ese mismo nombre.

En el entierro, Santos no derramó lágrima alguna. El llanto de las pequeñas parecía sustituir al de su padre y, a la vez, parecía acompañar la angustia que sufrieron sus parientes asesinados el 5 de abril de 1984, en el caserío Las Peñas, del cantón San Cristóbal, de Suchitoto. En total murieron 26 civiles: 12 mujeres, un hombre y 13 niños. Entre estos, Nery y Aníbal.

El relato de lo acontecido ese día, lo sabe de cabo a rabo Domingo “Johnny” Alemán, sobreviviente y testigo de la masacre. “Habíamos estado huyendo en guinda durante varias semanas. Mi familia estaba escondida en un tatú. Yo estaba en una loma cercana guardando vigía. De repente vi que una brigada del batallón Atlacatl los sacó del agujero. Comenzaron a gritar, forcejearon. Yo estaba armado, pero por protección no quise disparar. De haber sabido...” Domingo guarda silencio por un instante. No termina la frase, cierra sus ojos y mira hacia atrás, hacia la tumba.

En ese sepulcro yacen cuatro hermanos de Domingo, tres sobrinos, su cuñada y sus padres. “A los tres días (de la masacre) fuimos a buscarlos y los encontramos, estaban descuartizados, mis hermanas violadas... Decidimos enterrarlos en el monte para que los animales no se los comieran y para saber en dónde encontrarlos”.

Domingo fue combatiente de la Resistencia Nacional y dice sentirse feliz de tener a sus seres queridos cerca, en un una sepultura decente y no en campo abierto, en una fosa común. La exhumación de los restos duró seis meses, con el apoyo de la fundación Madeleine Lagadec, una ONG que trabaja en el área de los derechos humanos y que lleva el nombre de una enfermera francesa asesinada por el ejército durante la guerra.

El pasado jueves, la fundación junto a Medicina Legal de San Vicente entregaron 14 cuerpos a sus familiares. Y hubo fiesta en la casa de los Alemán, en el cantón Las Moras, cerca de Aguilares. Toda la noche y la madrugada duró la conmemoración con cientos de participantes. Junto al tradicional café y tamales, la música de chanchonas animaba el velorio. Guirnaldas de color negro eran acompañadas por otras de color morado y blanco, colores de cuaresma. Los féretros fueron colocados en un corredor de la casa, y sobre ellos aparecieron flores y veladoras. En la mañana del viernes, a la hora de la partida hacia el camposanto, la mitad de la gente ya no estaba en el patio, sino abordaba tres camiones que la llevaría a una misa mortuoria, en la iglesia Santa Lucía, en el centro de Suchitoto. En el acto eucarístico, mientras leían los nombres de los asesinados, tres mujeres taparon sus ojos con pañuelos blancos. Al terminar la misa, la procesión se dirigió al cementerio.

Las calles empedradas y las casas de techo de tejas de este pueblo también devastado por la guerra daban el toque pintoresco al retablo fúnebre. Los dolientes caminaron en fila india desde la iglesia hasta el cementerio. Alrededor, los curiosos se amontonaban a observar. “Van muertos”, observa un escolar. “No, pasmado, vivos van”, se burla su compañero. Una mujer, que los escucha, les recrimina: “¡Niños, respeten!” En voz baja, las conversaciones apenas son perceptibles y el paso lo ameniza el requinto triste de una guitarra.

En el entierro no hay ni gritos ni llanto estruendoso. Sin embargo, Francisca de Jesús Landarvede se enjuga los ojos con un pañuelo blanco. Es cuñada de una de las víctimas. “Así como esta masacre hay muchas más impunes porque nunca se pudo declarar”, dice. La mujer quiere encontrar a los culpables del asesinato de su pariente. 'Ahí están ahora descansando los compañeros', agrega, mientras sus ojos rojos se vuelven hacia las tumbas.

Y Anahí sigue llorando quedita. “Tranquilizate, mama, no llorés”, le pide Yesenia Alemán, su otra hermana. “A saber qué le pasa”, comenta. Y Anahí se le aferra fuertemente. “De seguro se asustó”, añade Yesenia. Pasan unos minutos y las amigas de Anahí comienzan a jugar. Anahí se les une, corriendo, y un centenar de personas se retiran del cementerio. Parecen aliviados de que, tras una espera de 26 años, pudieron llevar a un lugar decente a sus seres queridos.

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