Opinión /

Un gobierno con sentido común


Lunes, 8 de marzo de 2010
Ricardo Ribera

Elías Antonio Saca propagandizó el suyo como “un gobierno con sentido humano” supuestamente por su énfasis en lo social, que no sería “complemento de nada, sino la base de todo”. Aunque dio inicio a ciertos programas sociales que han merecido ser continuados, dejó a la nación en estado de calamidad. Por ello, al nuevo gobierno ha de bastarle algo bien simple: gobernar “con sentido común”.

El mayor reto del país es sacar de la pobreza a grandes mayorías de la población: que haya trabajo y un mejor nivel de salarios, que baje el elevado costo de la canasta básica ampliada y que la gente viva en condiciones dignas. Pero en las agendas noticiosas y en la percepción social la delincuencia y la inseguridad han pasado al primer plano. Se ha vuelto lugar común hablar del “flagelo”, del “clamor ciudadano”, de estar en “una verdadera guerra” e incluso se empieza a hablar irresponsablemente de “Estado fallido”. Amplificado por los medios, se ha vuelto el problema más urgente a resolver.

En esta área el gobierno necesita logros este mismo año. Debe pasar a la acción. Ello implica superar la discusión teórico-ideológica entre una tendencia garantista-humanitaria, la que usualmente se identifica con posiciones progresistas y de izquierda, y otra punitiva-autoritaria, por lo general acuerpada por sectores conservadores y de derecha. Pero el problema, que ha pasado a ser tema de nación, requiere decisiones que sobrepasen el divisionismo ideológico.

Aunque las estrategias de prevención y de reinserción estén muy bien, para el corto plazo se ha de privilegiar la política de represión. Así lo ha planteado, correctamente, el Presidente de la República. Muy positiva noticia es la buena receptividad al Plan de Seguridad que presentó a distintos sectores. Si algo requiere de unidad nacional es justamente este tema, convertido en piedra de toque para poder siquiera pensar en cómo enfrentar el resto de grandes problemas nacionales. El gobierno ha de asesorarse con expertos, pero también prestar atención a lo que se dice en la calle. Ahí se expresa el sentido común del ciudadano de a pie. Debe sintonizar con el sentir popular. Éste se da en un contexto cultural.

En la cultura del país, a su base, está el que una mayoría se declara católica o cristiana. Diferente fuera si predominara el hinduismo, o que fuese una nación budista, o ésta una sociedad principalmente agnóstica o atea. El Salvador no sólo forma parte de la “civilización occidental”, sino que además el país es cristiano.

El cristianismo es la religión del amor, preconiza el perdón y la reconciliación. Pero también lo es de la justicia divina. La libertad humana implica la responsabilidad de cada persona, la posibilidad del pecado y la necesidad de su perdón. No hay redención sin arrepentimiento y sin un cambio de conducta. Todos los seres humanos compareceremos ante Dios en el Juicio Final. Un posible desenlace del mismo es el infierno.

El infierno no está para “rehabilitar”, “reeducar” o “reinsertar”. Ese papel tal vez se ajustaría más a la idea del purgatorio. El infierno no. Ése está para castigar. Implica el castigo más severo: la condenación por toda la eternidad. O sea, una verdadera cadena perpetua, la única pena de veras perpetua, acorde con la creencia en la vida eterna.

El Dios bíblico es culturalmente anterior a la modernidad, la cual incluye el concepto de los derechos humanos. Tal vez el Vaticano algún día dictamine que no existe infierno, que sólo hay purgatorio. Como hizo años atrás con el limbo, al eliminarlo del cuerpo doctrinal de la Iglesia católica, nuevamente restituido por el actual Papa. Con el infierno nunca lo ha hecho. A pesar de su poca compatibilidad con las ideas ilustradas de la modernidad, que son más indulgentes con los delincuentes de lo que la religión se muestra con los pecadores.

A los criminales se les considera modernamente portadores de derechos, como seres humanos que son, capaces de corregir y cambiar. A los pecadores Dios los juzga y castiga. El castigo puede ser terrible y eterno. En ciertas iglesias protestantes, que se centran más en el Antiguo Testamento, la severidad divina, “la cólera de Dios” y, por tanto, el conveniente “temor de Dios” están todavía más realzados.

En consecuencia de lo anterior, es comprensible que persista entre el pueblo salvadoreño la convicción de que las penas impuestas por los tribunales de justicia son un castigo que se impone a los delincuentes. En la población predomina la idea de que las cárceles, antes que nada, son una forma de penalizar.

Igual los Códigos que la Constitución y los tratados internacionales: la ley plantea que la prisión pretende corregir, rehabilitar, reinsertar. Eso supone un Estado verdaderamente laico, donde la sociedad sea moderna y crea en los conceptos ilustrados. Así se da en muchas naciones europeas. En nuestro país la sensibilidad es otra. Para una mayoría, la idea de la rehabilitación resulta utópica, idílica; la gente está convencida que no se da o que se da raramente.

En concreto aquí prima la idea de que meter a los criminales tras las rejas es una forma de castigo. También de protección, pues se espera queden impedidos de seguir delinquiendo mientras guardan prisión. Deben estar estrictamente controlados en ese espacio cerrado. Estas opiniones, arraigadas desde la cultura y la religión, son parte del “sentido común” del salvadoreño promedio.

Debe ser tomado en cuenta por los políticos y los jueces, también por los organismos de derechos humanos. Debería imbuir la acción inmediata del gobierno. Tiempo habrá, si la represión de corto plazo tiene éxito, de reeducar más adelante a los delincuentes. Y de ir reeducando asimismo al conjunto de la sociedad, que convendría se abriese a las concepciones humanísticas de la modernidad.

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