El tiempo moldeó a Romero – el obispo conservador, el preferido por los oligarcas– transformándolo íntima y profundamente, en lo que constituyó una auténtica conversión. Romero se convirtió así en el obispo del pueblo pobre, en el pastor de las mayorías populares, en la voz de los sin voz. Pero el tiempo, tercamente, no se dejaría moldear por Romero.
Él trató de exorcizar a los agentes del mal con un llamado a sus corazones: “En nombre de Dios y de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben cada vez más tumultuosos hasta el cielo, les pido, les ruego, LES ORDENO, en nombre de Dios: CESEN LA REPRESION”.
Pero esos corazones humanos estaban secos, petrificados, muertos. Lejos de ablandarse con el mensaje de amor cristiano se endurecían aún más. Para los verdugos cada palabra de Monseñor Romero era una nueva prueba de su peligrosidad.
La verdad era demasiado subversiva, demasiado riesgosa, para un régimen cuya realidad era la falsedad. Le advirtieron, le amenazaron, le señalaron públicamente. Llegaron incluso a escenificar en los medios de comunicación el drama de una auténtica “crónica de una muerte anunciada”. Pero no consiguieron intimidarlo. “Si me matan – anunció proféticamente– resucitaré en mi pueblo.” Como en la parábola del buen pastor Romero se ofreció por sus ovejas y aceptó su destino. Intuyó que ésa era su misión y su mejor aporte: estar dispuesto a entregar su vida por su pueblo y por la paz.
Mas su intención y voluntad nada podían frente a la implacable dialéctica del tiempo: su muerte precipitaría en forma inmediata la guerra. Ésta ya estaba escrita en el signo de los tiempos y en el ánimo de los contendientes. Con su muerte ese signo resultó exacerbado.
Se enardeció entonces la indignación de las multitudes, sobrecogidas por el horror del magnicidio, estremecidas por la crueldad implacable de los asesinos. De tal forma, la masa popular resultó arrastrada en el torbellino de la violencia. Con la muerte de Monseñor la guerra se volvió en El Salvador una necesidad tan imperiosa e inevitable, como lo es un incendio en el bosque reseco al que una llama convierte súbitamente en una inmensa hoguera.
La palabra de amor y paz, de caridad y comprensión, la voz de la razón, produjo, inconsciente e involuntariamente, su efecto contrario. La bondad, la santidad de Romero – venerada hoy por todo el continente, reconocida ahora incluso por la jerarquía eclesiástica conservadora– no podía en su tiempo concreto, históricamente, otra cosa que desatar los demonios. Éstos parecerían sepultar, en una incontenible oleada de odio, el mensaje de amor cristiano que el profeta de su pueblo se había esforzado en proclamar.
Sin embargo su temporal fracaso aparecerá más tarde como su verdadero triunfo. De la atroz guerra pudo obtenerse finalmente una paz más cualificada y auténtica, más sólida y esperanzadora, que la que hubiera sido posible alcanzar antes del conflicto. Del vendaval de odios desatados emergió al fin el consenso, el acuerdo, el abrazo de una mínima reconciliación.
Surgió el reconocimiento hacia el otro y el reconocimiento de uno mismo en el otro, en tanto se reconocieron como partes de un ente superior: la nación. En la definición del interés nacional, en la búsqueda del bien común, en el amor a la patria, ambos bandos se reconocieron al fin. Pudieron verse a sí mismos como patriotas y al mismo tiempo intuir en el otro su mismo patriotismo. Ambas partes reconocieron la diferencia que los separa, pero también la identidad que los une, como salvadoreños, iniciándose la transformación, desde el odio fratricida, hacia la unidad en la nación y el amor patrio.
Es así como la verdad de la palabra de Monseñor Romero es más comprensible en nuestros días, una vez el tiempo hizo su trabajo. Su palabra ha pasado la prueba del tiempo: por la refutación a que el tiempo la sometió y, finalmente, tras los acuerdos de paz, a la negación de tal refutación. Adquiere así, a partir de la posguerra, la plenitud de su significado, su dimensión de palabra histórica, la prueba definitiva de su veracidad.
Ayer veíamos en Monseñor Romero al hombre bueno; hoy podemos entrever que fue también un hombre sabio. En su momento se nos apareció plenamente su dimensión de santidad, amplificada con su martirio. Corroboramos ahora asimismo la sabiduría contenida en su vida y en su muerte. El santo se acercó a la condición de sabio.
Constituye hoy símbolo de un pueblo que se ha abierto paso, a través de tiempos terribles, hasta alcanzar algo de la sabiduría y la santidad que él le supo devolver en un recodo de la historia. Es éste un legado precioso de nuestro Arzobispo-mártir, el cual debemos saber cuidar. Nos hará falta en el próximo caminar.