Opinión /

El asesinato de Dalton


Lunes, 10 de mayo de 2010
Álvaro Rivera Larios

Según Jorge Meléndez, una de las personas que presuntamente intervino en la eliminación  de Roque Dalton, la muerte del poeta no fue un asesinato, fue “un proceso”, un “error”, el resultado de una decisión política. Qué duda cabe que también algunas decisiones grupales estuvieron detrás de los disparos contra  Monseñor Romero e Ignacio Ellacuría. Que todos esos crímenes  fueran el desenlace de procesos colectivos no los libera de su monstruosidad moral.

Quienes tratan de “explicar” el asesinato de Dalton como la consecuencia de un juicio donde se concedió al poeta el derecho a defenderse, interpretan el crimen como “un error institucional”, pero legítimo (se respetaron las normas que la organización establecía para ese tipo de situaciones). Esta es una forma de transferir la responsabilidad del “error” a todo el grupo, al mismo tiempo que se escamotean los “defectos” graves que hubo en aquel caso. Tildar aquello de forma aséptica como un “proceso” ya lo inviste de una dignidad que oculta dos aspectos turbios y violentos: la lucha que había entonces por la conducción del ERP y la mala voluntad subyacente en el hecho de atribuirle a simples rumores el peso de pruebas irrefutables contra Roque Dalton. Los cargos contra el poeta (insubordinación, espionaje a favor del enemigo) no sólo revelan el autoritarismo y la paranoia de quienes montaron el juicio, revelan también su intención de destruir a un “compañero” al que ya habían definido como un adversario influyente dentro del “partido”. Con aquella muerte, los asesinos pretendían asegurarse el control de la organización y el predominio de la línea correcta, la de ellos. El juicio les sirvió para darle una pátina de legitimidad al crimen político. De hecho, el asesinato de Roque Dalton y de otros militantes consumó la división e inició una guerra interna en el ERP.

Es posible que muchos testigos directos de aquello crean  honestamente que fue  un  “proceso”, pero eso revela una vez más que, por diversos motivos, los protagonistas de un hecho se auto engañan a la hora de interpretarlo.

Hay un sentido del término “proceso” que cabe utilizar para el análisis de este caso y ese sentido es el que emplean las ciencias sociales para estudiar los fenómenos políticos: los ven como una cadena causal y estructurada de acciones a lo largo del tiempo. El asesinato de Roque puede interpretarse como un capitulo trágico en la historia de una organización que tenía su particular estructura política  y un determinado lecho de valores. A medida que un partido de esta naturaleza (político-militar) se desarrolla, es posible que surjan presiones internas que traten de reorientar la institución y de modificar el peso de los núcleos originarios de poder. Nuevos conceptos y la emergencia de nuevos líderes pueden llevar a las diferencias de criterio táctico, a la discrepancia y al cuestionamiento larvado del núcleo dirigente fundador. Si éste núcleo posee una concepción dogmática, autoritaria y patrimonialista del poder, puede buscar la eliminación física o simbólica de sus adversarios internos. La lucha por “la línea política correcta” de esa manera se transforma en un combate sucio por el dominio ideológico y político de la organización. El canibalismo que surge con frecuencia en este reino de las contradicciones secundarias se llevó por delante al poeta.  Desde esta perspectiva, “el proceso” se disecciona como un fenómeno sociológico no recomendado para menores de 18 años.  

Ni lo institucional (como forma de justificar un crimen arbitrario) ni lo sociológico (como enfoque que estudia el condicionamiento social de la conducta), liberan de responsabilidad política y moral a los autores del asesinato de Roque Dalton  

Por mucho respaldo mayoritario y legal que tenga una acción política, si esta viola en su gestación y ejecución los principios de la justicia y la racionalidad, puede acabar siendo condenada posteriormente.Las decisiones colectivas (con sus procedimientos    y marcos racionales justificativos) aunque puedan ser vistas como un campo autónomo, no se hallan a salvo de una valoración ética.

Quienes toman decisiones políticas no son meras máquinas de calcular, son sujetos activos que poseen  conciencia moral, son sujetos capaces de juzgar hasta qué punto es lícita su manera de resolver un conflicto (a Dalton se lo pudo expulsar del ERP, con Dalton se pudo hacer el esfuerzo de llegar a un acuerdo, a Dalton se le podía sancionar de otra manera, pero se eligió matarlo, porque se pensó que matando al poeta se mataba a la RN). Esas alternativas y la valoración moral y política de sus distintos costes no fueron ajenas a la mente de quienes optaron por el crimen. Y es por eso que se les condena. Porque hasta los verdugos tuvieron que ser concientes del umbral que traspasaban al matar a Roque.

Lamentablemente para ellos, mataron a un héroe, a un mito, y los mitos son muertos que simbólicamente son incómodos, pesan demasiado y acaban persiguiendo a sus victimarios.

Quienes sitúan sus crímenes dentro de un proceso político (para explicarlos institucionalmente) suelen verlos como un “error”. Quienes padecen dichos errores, como es lógico, tienen respecto al caso un punto de vista muy distinto. Aquellos errores borraron del mundo a sus parientes, a sus hermanos, a sus amigos. Por eso es comprensible la reacción actual de los hijos y de la viuda de Roque Dalton. Como personas físicas que son tienen todo el derecho de pedir verdad y justicia. Los deudos del poeta no son un “partido” y tienen todo el derecho del mundo para exigirle a Mauricio Funes y al FMLN que pongan de manifiesto su voluntad política para que se esclarezca, de una vez por todas, el asesinato de Roque Dalton. No es coherente que el gobierno homenajee al poeta al mismo tiempo que ofrece un cargo a uno de sus presuntos asesinos. Algunos “errores” tienen que pagarse y quienes le pegaron un alevoso tiro a Roque Dalton también le pegaron un tiro a sus propias carreras como políticos (esta lógica dura también podría aplicarse en otros casos). Por trasgresiones mucho menos graves que el asesinato de Roque, se han ido al carajo muchas  trayectorias políticas brillantes. La vida es así.

Debemos fomentar la convivencia, construirla, pero no al precio de darle estímulos institucionales a la impunidad.

II

 

Primera nota: Movido por su respeto a nuestra Carta Magna y a la presunción de inocencia, Mauricio Funes acaba de afirmar que no encuentra razones justificadas para cesar a Jorge Meléndez. Sin dejar de compartir el mismo respeto por La Constitución, yo creo que todo candidato a un cargo público debería ser investigado, si existe una sospecha razonable de que violó los derechos humanos durante la última guerra civil (esto que digo lo hago extensible al caso de Mayo Sibrián).

Dado que la ley de amnistía impide que se determinen las responsabilidades judiciales por ciertos hechos muy delicados de nuestro pasado político, la mera presunción de inocencia no debería bastar para concederle un cargo  político a una persona, si existen testimonios y datos relativamente fiables que la vinculen con la comisión de un hecho político que todavía produce consternación social (el asesinato de Roque Dalton, por ejemplo).

Dado que la amnistía impide juzgar a nadie por crímenes alevosos cometidos durante el pasado conflicto y dado que existen pruebas y testimonios que señalan con fundamento a los autores de ciertos crímenes, necesitamos establecer un concepto más complejo de culpabilidad que, sin ser legalista, sirva de criterio para impedirle el acceso a cargos políticos a toda persona  que en el pasado haya podido violar los derechos humanos. Por no aplicar este criterio, se toleró que el presunto asesino de Monseñor Romero desempeñase una alta función institucional. Si nos quedamos únicamente en la dimensión jurídica de la inocencia, para abordar estos casos, podemos caer en profundas contradicciones con la ética, la verdad y el sentido común; podemos llegar a decir, por ejemplo, que Roberto D´Aubuisson es inocente, a pesar de los indicios que lo vinculan con el asesinato de Monseñor Romero. No podemos utilizar la presunción de inocencia como una coartada para justificar valoraciones que atentan contra la moral, la verdad y la sensatez. Si estamos ante un caso grave y en riesgo de causarle un agravio simbólico a la víctima de un crimen que no se puede juzgar, que las garantías judiciales con que el Estado de Derecho y la amnistía protegen a un sospechoso no impidan que se lo investigue seriamente de forma extrajudicial. Si el sospechoso es candidato a un cargo en el gobierno con mucha más razón se debería investigar su caso.

Segunda nota: No sé lo que entiende Federico Hernández Aguilar por insulto. Soy un polemista agresivo, pero antepongo la razón a las descalificaciones personales. En un caso como el asesinato de Monseñor Romero, sé distinguir muy bien las responsabilidades directas de los asesinos de las responsabilidades éticas de aquellos intelectuales que pretender lavarle la cara con argucias sofísticas a Roberto D´Aubuisson.  Dado que el Mayor fundó el partido en el cual milita el Sr. Hernández y dado que el Sr. Hernández pretendía darle lecciones a la izquierda sobre cómo abordar la figura de Monseñor Romero, me vi precisado a recordarle las cuentas pendientes (morales, políticas) que históricamente tiene su partido con la figura del sacerdote asesinado. Le dije a Hernández que, por muy razonables que me parecieran sus opiiones, sin aclarar ese problema, sin hacer un ajuste de cuentas ético con el pasado turbio de su organización, las consideraba incoherentes.

En un país  donde el poder ha tenido por costumbre pasar por encima del sistema judicial (amenazando a los jueces, cuando no se dejaban corromper), la presunción de inocencia es una garantía muy útil para todos aquellos que (habiendo asesinado y violado sistemáticamente los derechos humanos) lograron escapar del imperio de la ley. Quienes hoy apelan a los procedimientos legales para defender la inocencia del Mayor D´Aubuisson (nunca fue juzgado, es inocente), no suelen mencionar que nunca fue juzgado precisamente porque se saboteó el funcionamiento normal de la justicia (el primer juez que llevó el caso del asesinato de Monseñor Romero  tuvo que huir del país).

Creo que la impunidad le ha hecho un daño semejante al pensamiento de la derecha y de la izquierda. Una y otra comparten el mismo interés en dar por cerrados legalmente ciertos capítulos turbios de sus respectivas historias. Y se comprende hasta cierto punto. Aceptemos que no se imparta justicia por cuestiones de equilibrio político (un argumento consecuencialista respetable). Siendo consecuentes con este tipo de razonamiento, deberíamos preguntarnos cuáles efectos ha tenido “evadir la ley” en nuestros valores y en nuestra conciencia ciudadana.

Vale que por razones políticas se eluda la justicia (es preferible agraviar a las víctimas que atenderlas y propiciar un caos), pero lo que no se explica es la voluntad que tienen, tanto la izquierda como la derecha, de eludir la verdad y torcer los hechos para asegurar la carrera política y el prestigio de algunos dirigentes que arrastran un pasado oscuro. Los intelectuales (de uno y otro bando) que protegen a estas figuras señalan que el pueblo salvadoreño no está maduro para conocer lo que pasó.    

Personas como Hernández Aguilar temen el caos político al que podrían llevar las demandas judiciales de las víctimas, pero no temen ese vacío moral al que conduce el honrar públicamente a personas sospechosas de haber cometido crímenes de guerra. La derecha, por ejemplo, “premió” con un cargo al presunto asesino de Monseñor Romero y ha tenido la desfachatez de querer elevar al verdugo a la condición de hijo meritísimo de la patria.

Uno de los efectos de la impunidad ha sido la relativización de los hechos. Como las instituciones del Estado nunca han respaldado los trabajos de investigación sobre los crímenes de guerra y como casi nada de lo sucedido se ha reconocido ni evaluado oficialmente, ahora valen todas las interpretaciones, incluso la que consagra como héroe a uno de los principales promotores de los escuadrones de la muerte.

La misma impunidad ha contribuido a corroer el peso de ciertas pruebas que no deberían someterse al juego arbitrario de las interpretaciones. Podemos interpretar el significado de las osamentas infantiles que se encontraron en El Mozote, lo que no podemos negar es que las hubo y que cerca de ellas se descubrió munición del ejército. Extrajudicialmente, un antiguo soldado ha  reconocido que allí, en El Mozote, la tropa recibió la orden de matar a los niños ¿Podemos darle un trato de héroe al oficial que ordenó esa matanza? ¿Minimizamos lo que hizo para resaltar su figura? Un asesino de niños puede escapar de la justicia, pero no del castigo simbólico de la posteridad. Se puede ponderar, es cierto, pero ha de existir un castigo en el terreno del prestigio.

La izquierda no se queda atrás: acaba de premiar con un puesto político a uno de los presuntos asesinos de Roque Dalton (en verdad, la izquierda ya hizo algo peor). La dilación del inevitable enfrentamiento con los hechos históricos ha terminado por producir lagunas éticas y epistemológicas en la cultura de la derecha y la izquierda salvadoreñas. Salir con la presunción de inocencia, para no enfrentarse a lo que pasó con Monseñor y Dalton, no deja de sonar triste y un tanto cínico a estas alturas.

No hago estas reflexiones desde el odio, no pido la cabeza de nadie. Me indigna nada más la falta de tacto, la soberbia, la zafiedad intelectual. Ya no se trata de exigir justicia, se trata de exigir un mínimo respeto a los familiares de quienes fueron vilmente asesinados. Si no se ha metido a los criminales de guerra en la cárcel, por lo menos que no se les rindan honores públicos ni se les premie con cargos en ninguna institución. Ahí que sigan libres, haciendo sus vidas, si eso favorece la convivencia política, pero que se sepa y se reconozca institucionalmente qué fue lo que hicieron para que la opinión pública los juzgue moralmente. Que los hayan amnistiado no significa que sean inocentes. Esto es lo mínimo que se puede pedir.

 

 

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