Tres millones de mauricios
Mauricio Ramos vivió casi siempre al borde de la indigencia. Tres cuartos de siglo casi sin poder pronunciar la palabra "mío". Y entonces llegó Ida, que se llevó su milpa, su champa y su última esperanza. Y ahora está feliz y tranquilo, porque cuando empieza a presentir la muerte piensa en "todo" lo que podrá dejar a sus hijos.
Sentada sobre su propia sangre supo que algo andaba mal. Seis semanas faltaban para salir de cuentas, pero el niño se retorcía por salir. Sintió una punzada lenta y larga, apretó los ojos y con su mano comprobó que los pies estaban fuera. Venía al revés.
—Me dio nerviosidad.
Estaba pariendo tirada en el corredor de una casona, en un cantón perdido de un ignoto pueblo llamado Monte San Juan. Las únicas ayudas disponibles eran la voluntad de Mauricio, su marido, y el recuerdo de un consejo que años atrás le había dado su padre: si te llega a ocurrir esto, cuando nazca le cortás el cordón tres dedos debajo de la tripita, buscás un cañamito, lo desinfectás con alcohol, te lavás bien las manos y le metés la gillette.
El fruto de su vientre cayó al piso sin dificultad cuando él le apretó la barriga con fuerza.
—Así era el bichito –y, con las manos, Mauricio simula algo del tamaño de un plátano–, chiquito y clarito-clarito, y amarillo, y las manos bien largas.
Mauricio tomó la iniciativa. Salió a buscar a un cuñado y le pidió que fuera hasta Cojutepeque en bicicleta a comprar lo necesario. Cuando regresó, tenía el cañamito elegido y cumplió como un soldado las instrucciones: alcohol, manos limpias, tres dedos, gillette. Después agarró el feto y lo miró asustado.
—Ahí deseé que se muriera... No se le veía forma de gente, clarito y amarillo, como que era muñequito de hule...
Era el octavo embarazo, pero el primero que nacía sietemesino, desproporcionado y amarillento. Convencidos de que nada se podía hacer, ni siquiera buscaron un médico. La decisión fue esperar, dejarlo en las manos de Dios, como le gusta decir a Mauricio. Aquella noche del 19 de abril del año 2000, se acostaron resignados, una resignación que quizá solo quienes conocen el verdadero significado de la pobreza puedan comprender. Y juzgar.
***
El presidente de El Salvador, Mauricio Funes, parece tenerlo claro. Así lo dijo en uno de sus discursos: “Un pueblo es libre cuando puede alimentarse, un pueblo es libre cuando tiene acceso a la educación y a la salud, un pueblo es libre cuando su población tiene oportunidades de empleo y de desarrollo y, por supuesto, un pueblo es libre cuando sus hombres y mujeres se sienten seguros y pueden salir a la calle sin miedo”. Si tiene razón, el presidente preside un país de no libres.
La última Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples, la principal herramienta con la que el gobierno monitorea los indicadores socioeconómicos, se presentó en junio de 2009. Cuatro de cada 10 hogares salvadoreños resultaron en situación de pobreza extrema o relativa. Esa era la situación cuando se hizo la encuesta, a lo largo de 2008, antes de la crisis económica que zarandeó el país y provocó que decenas de nuevos asentamientos de plástico, cartón y lámina surgieran como los hongos después de una tormenta. Con una población estimada en 6.2 millones de habitantes, resulta hasta conservador calcular en 3 millones los pobres que hoy hay en El Salvador.
Mauricio Ramos Vásquez es uno de ellos, Mauricio es uno entre tres millones.
—Pero yo tengo esa fe en Dios. Y fíjese, don Roberto, que yo toda mi vida he andado rodando, de pobre, pero sabiendo que Dios un día me iba a compensar.
Aquí había una colonia llamada San Antonio hace apenas dos días. Lo que hay ahora es una lengua de tierra y rocas que arrasó con todo menos con el muro de una casa aquí, un suelo embaldosado allá, un tronco más allá. Sobre el lodo ya reseco caminan silenciosos periodistas, pobres, funcionarios y curiosos. Hasta el presidente de la República estuvo hace un par de horas por acá.
Hoy es 9 de noviembre de 2009, mediodía, y esto es Verapaz, en el departamento de San Vicente. Ayer en la madrugada llovió tanto que el altanero volcán de San Vicente se desparramó como una charamusca al sol. Uno de los deslaves atravesó el pueblo de sur a norte. Hubo muerte y destrucción. La peor parte se la llevó esta colonia, la San Antonio, un asentamiento al que el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo le puso la etiqueta de área precaria en su Mapa de pobreza Urbana. Mauricio vivía aquí, pero eso aún no lo sé.
Mauricio cumplió 74 años hace un mes. Tiene la piel tostada por el sol y menos arrugada de lo que uno presupone en un septuagenario. El cabello, vencido por las canas pero abundante, sin el más mínimo atisbo de alopecia; las cejas y el bigote están conjuntados. Las cataratas impiden definir el color de sus ojos. Es pequeño y delgado, pero aún se ve musculatura en sus brazos cuando se quita la camisa; en el izquierdo tiene una profunda cicatriz por un machetazo de juventud.
Se me acerca cabizbajo para pedir por favor una llamada. Sus familiares aún no saben que es un sobreviviente de las lluvias generadas por el huracán Ida.
—Aló, ¿qué pasó, hijo?
—...
—Por aquí, ¿veá? Aquí estamos todos fregados... Incomunicados... Nos llevó todo la lava... En la mera lava estoy ahorita.
—...
—Sí, pero avisala, decile a la Mina que estamos fregados y que, hablando a las cabales, necesitamos ayuda... Pasámela... Hola, hermana. Sí, te estoy hablando de un señor que me ha prestado el teléfono.
—...
—Yo estoy viviendo donde la Lourdes, a la entradita de Verapaz, del puentecito para arriba, si en caso querés venir. Lo que te quiero decir es que estamos necesitados.
—...
—Sí, mi hermana, cuando vengás te voy a platicar todas las maravillas que Dios ha hecho.
—...
—No perdí pero ni uno de mis hijos, ¿oíste? Todos me los sacaron, y me sacaron a mí, arrastrado, pero me sacaron.
—...
—Vaya, salú, pues.
—...
—Salú, pues... Va... Va... Gracias... Amén.
Muchas gracias, dice, cuando me devuelve el teléfono.
La tierra a nuestros pies está extrañamente reseca. El cielo azul y el sol abrasador. Los ojos de Mauricio, nublados y llorosos.
***
La casucha en la que nació Mauricio un 9 de octubre no tenía agua ni sanitarios ni energía eléctrica, pero en 1935 nada de eso se echaba en falta en el cantón San Isidro, de Santa María Ostuma. En ese pueblo famoso por nada y situado en el centro del país había nacido su padre, José Luis, quien murió tan joven y pobre que ni recuerdos le dejó. Su madre, Juana, buscó sustituto, y esa decisión le dio a Mauricio seis hermanastros y la posibilidad de vivir en una casa de adobe y tejas en el centro del pueblo, que sería la que por casi medio siglo llamó Mi casa, aunque no fuera suya. También le facilitó estudiar.
—Yo hice sexto grado, y en aquel tiempo era mucho.
Lo suficiente como para saber que el mundo es algo más que Santa María Ostuma.
Durante años alternó temporadas en las que vivía con su madre y otras en las que salía a probar suerte. En una de esas llegó hasta Valladolid, pero el Valladolid de Honduras, lo más lejos que ha viajado nunca. Pasó también un tiempo en Zacatecoluca, donde ingresó al ejército, y esa condición de soldado le permitió dar el salto hacia San Salvador. En la capital estaba cuando el 15 de junio de 1969 fue al estadio Flor Blanca a ver el partido de fútbol contra Honduras, que a la postre serviría para bautizar una guerra. Como reservista, Mauricio fue llamado a matar.
—El Salvador le ganó el partido a Honduras, pero esa no fue la cólera.
—¿Y por qué empezó la guerra?
—No sé, ya la gente salvadoreña que vino de Honduras, según dicen, ya estaba en un albergue así como este –Mauricio señala alrededor.
—¿Usted fue a la guerra sin saber por qué?
—Nos llamaron y fuimos. Estuvimos una noche en el cuartel y en la madrugada nos subieron en un camión y nos fuimos para la frontera. Antes de entrar a Honduras nos bajaron, y fuimos caminando a alcanzar la tropa, pero no peleando. Algunas cosas no las recuerdo ya, pero yo no disparé.
Pero de todas esas huidas de Santa María Ostuma siempre regresaba junto a su madre, y cada vez era más el tiempo que pasaba en el pueblo. La década de los 70s fue la más oscura: bebió mucho, trabajó poco, tuvo dos hijos –Gilberto y Óscar Mauricio– sin estar emparejado... Hasta que sucedió lo que tenía que suceder. El 22 de mayo de 1985 su madre murió y con ella la posibilidad de disponer de un techo fijo.
—Cuando mi mamá murió nos reunió primero a todos, y como la casa había sido de mi padrastro, y como ella tenía hijos con él, me dijo: a vos, Mauricio, a vos no te dejo nada. Y no me dejó, perdone la palabra, pero ni un huacalito viejo; nada, nada. Yo nací pobre, crecí pobre y, cuando mi mamá murió, me tuve que salir a alquilar casa.
Y fue ahí, y así, cuando empezó la verdadera peregrinación, cuando Mauricio comprendió que aunque todo vaya mal, siempre puede ir peor.
***
Mauricio está sentado sobre una hamaca amarrada a unos árboles y se balancea con un pie mientras escarba en su memoria. Después de tres encuentros y otras tantas pláticas por teléfono, ya no habla con un desconocido. Pero Mauricio mantiene la barrera del don con un periodista que es cuatro décadas más joven.
—... Así que a ver qué dice Dios, don Roberto, porque...
—¿Le puedo pedir algo? No me llame don Roberto, por favor. Roberto no más.
—¡Cómo no, hombre, cómo no! –y ríe como quien le ríe la gracia a un loco–. Fíjese que, no es por nada, pero mi forma de hablar es así, ¿veá?
La sumisión interiorizada. Debe de ser difícil rebelarse contra uno mismo.
***
Cuando en 1985 Mauricio tuvo que dejar la casa de su madre, era evangélico, había dejado de tomar y tenía como esposa a una mujer 27 años menor que él llamada Irma Yanira. Irma era hija de Santiago Zepeda, un compañero de juegos en la niñez y de borracheras en la adultez, vecino, suegro y la persona a la que Mauricio definirá como el mejor amigo de toda una vida.
La pareja tenía dos hijos ya –Edwin Alfredo e Irma Araceli–, una cifra manejable aún, y alquilaron una casa sin salir de Santa María Ostuma, hasta que el propietario los echó. A partir de ahí Mauricio mide el tiempo en función del nacimiento de su camada: Edgar Esaú nació en el cantón El Rodeo, de San Pedro Nonualco, a donde llegaron porque un patrón les ofreció posada; María de Lourdes y Saúl Eliseo nacieron en la finca La Joya, también en San Pedro Nonualco, donde cuidaban propiedad ajena en una casa de adobe sin agua ni luz, donde vivieron lo más duro de la guerra, pero de la que guarda buenos recuerdos; Miguel Ángel y Diana Cristina nacieron en la colonia Altamira, de Cuyultitán, en una champa de lámina que con esfuerzo pudieron alquilar...
—Viviendo en esa casa cumplí los 61 años. Yo trabajaba como albañil, y un día me dijeron: vaya a pedir su jubilación, y me dieron unos papeles, pero fui a San Salvador y vi que había empresas en las que había cotizado, pero que en el Seguro no aparecían. Así que no me dieron pensión...
Sin ingresos fijos, aceptaron irse al cantón Concepción, de Monte San Juan, otra vez a cuidar propiedad ajena. Allí nació, sietemesino y desproporcionado, el muñequito de hule que Mauricio deseó que muriera. Pero no murió. Lo tuvieron 12 días en casa, hasta que vieron que aguantaba, y lo llevaron a la clínica del pueblo, y de ahí al hospital de Cojutepeque, donde pasó un mes en una incubadora. Al octavo hijo de la pareja lo llamaron Cristian Rafael.
—Y ahora mírelo –Mauricio lo señala–, es el más peleonero, bien travieso, y caprichoso... pero yo le tengo lástima, yo lo quiero... No sé, no sé cómo decirlo, pero le tengo una gran lástima.
Aún faltaban mudanzas: de Monte San Juan a Guadalupe, y de Guadalupe a Verapaz, donde estuvieron rebotando en tres champas distintas. También faltaban más hijos: Manuel Alexander y Milagro de Jesús, la última, que nació el 2 de abril de 2007, cuando Mauricio iba camino de los 72 años.
—¿Y por qué tantos hijos y tan mayor si apenas puede mantenerlos?
—Pues es que eso es lo fregado, que uno comete el pecado y Dios lo castiga.
—¿En la unidad de salud no les dan nada para que su esposa no quede embarazada?
Mauricio baja la voz, aunque estamos solos, y mira a ambos lados antes de soltar lo que parece que será una gran revelación.
—Mire, don Roberto, es que en estos pueblos casi no existen esas cosas.
***
Hace poco más de tres meses que en este predio velaban a los muertos por el deslave en el volcán. Hoy, 16 de febrero, hay un campo de damnificados formado por unas 70 tiendas de campaña. Parecería un campamento militar si no fuera por el correteo de niños y las ropas de vivos colores que se secan en improvisados tendederos. La #19 la ocupan Mauricio y su familia, donde familia a estas alturas significa la esposa Irma, los cinco hijos menores y Sandra Yamileth, de 8 años, una nieta huérfana. La tienda es amplia, pero insuficiente para que puedan vivir con un mínimo de dignidad ocho personas. E insalubre. Hace unos días, a una de las niñas le salió una roncha en la nuca.
En los tres meses aquí siempre han tenido algo que llevarse a la boca. Verapaz se convirtió en el municipio símbolo de la tragedia, y no han faltado ni alimentos ni brigadas médicas ni payasos para entretener a los niños ni evangelizadores para entretener a los adultos. A Mauricio, sin embargo, se le oye desganado y luce envejecido, como si hubieran pasado 10 años desde la última vez que lo vi.
—Llevamos más de tres meses de que pasó eso. No le niego, don Roberto, comemos, bebemos, tenemos baño... pero vivir así agobia y yo me siento todo enfermo, más traumado que cuando bajó la lava.
—¿Y no han venido sicólogos?
—¡Cómo no! Pero vienen a platicar, que si siéntase cómodo, que si respire, que platíqueme alguna cosa de su pasado... Algo ayuda porque al momento de estar platicando uno se olvida de las cosas, pero luego después viene el sentimiento. Yo ya tan viejo, ya no puedo trabajar, con mi montón de bichitos, la mujer... de aquí a mañana que yo me muera...
Se recuesta en la silla y calla unos segundos. Al instante, se reincorpora.
—Yo recuerdo cuando pasaba por ahí, por el 51 de la Panamericana, que había un letrero grande que decía "Sin agricultores no hay comida". ¡Me gustaba leer ese rótulo! –y esboza una sonrisa–. Es que es la verdad. Pero yo creo que ya lo quitaron.
Mauricio nunca fue agricultor hasta hace un par de años. Trabajó en unos almacenes, en un beneficio, como encargado de finca, fue soldado, ordenanza y albañil, que es la que identifica como su profesión. Al campo llegó obligado, hace tres años, cuando comprobó que era la única forma de garantizar a los suyos tortillas y frijoles para todo el año. Pero en noviembre la tormenta se llevó la cosecha, y los convirtió en dependientes de la caridad. Desde noviembre visten donado, comen donado, beben donado, se asean donado. El único ingreso familiar fijo son los 40 dólares que cada dos meses les entregan por ser parte de la ex Red Solidaria. Planes de futuro no faltan.
—¿Sabe qué es la iniciativa que yo tengo también? –me dirá Irma, otro día–. Conseguir una planchita de gas. Yo sé tortear y ya tengo encargos para hacer tortillas, pero con el comal uno no alcanza.
—Sí –dirá Mauricio–, una plancha para tortear, no para lujo, para trabajar, ¿veá?
La plancha es un viejo anhelo, casi un proyecto de vida. Pero quien dijo aquello de querer es poder parece que no estaba pensando en superar la pobreza.
***
La palabra está tan adulterada que ha perdido su esencia. Decir pobreza hoy es decir poco, es decir nada. Se dice, se escribe, se lee pobreza rural y urbana, extrema, relativa, severa, estructural, endémica, pero esos adjetivos no adjetivan la pobreza mierda que huele y sabe como la mierda. No faltan oenegés en Toyota Prado ni presidentes ni periodistas ni organismos internacionales ni oportunistas que dicen querer conocer la pobreza, dicen querer combatirla, estudiarla, fotografiarla, filmarla, segmentarla, narrarla, porcentuarla y un etcétera que no se debe abreviar. Porque de la pobreza viven –vivimos– muchos. Quizá por eso oír pobreza hoy es oír poco, es oír nada. Pero la pobreza es. Es y existe. Tres millones de personas. Una, dos, tres, cuatro y así hasta tres millones. Lejos de los despachos, de las computadoras y de los sesudos informes hay quien camina con pantalones donados, calzoncillos donados, brasieres donados, hay quien cree que solo un dios le puede ayudar, un dios o un pinche programa amarillista de televisión, hay para quien el mañana no existe, resignado, hay quien pasa hambre, pero no como tú o yo cuando nos agarra la tarde en un mandado, sino hambre de no tener qué llevarse a la boca y que los hijos empequeñecidos por la falta de leche pregunten cuándo papá, hay a quien la pobreza le hace agachar la mirada y decir 'El desprecio es duro', porque el rico y el clasemediero desprecian al pobre, y el menos pobre también desprecia al más pobre, y sí, es duro el desprecio, y quien lo sufre lo dice con calzoncillos donados y cataratas en los ojos y una placa dental donada-rota-pegada-con-pegaloca, hay a quien lo ven tan necesitado en el hospital que le quieren comprar el hijo recién nacido por 5 mil colones, hay a quien el presidente y el ministro y el otro ministro lo usan como bufón porque la pobreza vende y una fotografía da votos, y audiencia, y el pobre se convierte en parte del escenario, se elige como se elige el color de la corbata, pero su voz apenas se oye y para nada se escucha. Y quizá por eso decir pobreza hoy es decir poco-nada, un engaño, una cortesía con el lector o el televidente, para que cambie el canal sin remordimientos y siga viendo el Mundial de fútbol. La palabra pobreza ya no evoca a los pobres. Pero la pobreza es. Es y existe.
***
El año 2008 no arrancó bien para Mauricio. El 31 de diciembre vivían en una molienda situada en el barrio El Calvario, de Verapaz, pero el dueño los botó.
—Mi Año Nuevo eso fue, don Roberto. Sólo oíamos la cohetería y nosotros ahí, tristes...
Un hermano de congregación les dio posada en una pequeña parcela de la colonia San Antonio, entre matas de guineo y palos de marañón. Ahí improvisó Mauricio su champa de láminas oxidadas. En esa casucha los hallará el deslave 22 meses después, pero fue a las pocas semanas de haber llegado cuando se convencieron de que lo mejor era airear su caso en Voces de ayuda, la sección lacrimógena de Noticias Cuatro Visión, amarillismo en estado puro que se regodea en la pobreza. Irma estaba ilusionada.
—Yo vi que una vez llegaron a un cantón y les llevaron cocinas, llevaron ropaecama, les llevaban víveres, les llevaban jabón y un bono de no sé cuánto para una familia que eran cinco gemelos. Les dieron cinco camas y a cada quien le dieron un chequecito, y la caja llena de víveres. Entonces, yo no pedía tanto, ¿veá? Lo que necesitamos es la planchita para tortear.
Llamaron y llamaron hasta que alguien contestó.
—Les contamos, pero nos dijeron que volviéramos a llamar, y vimos que era imposible, nos ignoraban, pues, porque ella nos dijo, voy a pasar la noticia a un periodista, y pasó ese día, pasó otro día, y nada.
Nunca llegó nadie. Y una sensación de último cartucho quemado se apoderó del hogar de Mauricio, como si a partir de ese momento en verdad solo Dios les pudiera ayudar.
***
Es el primer miércoles de mayo y la familia de Mauricio debería estar ya en una de las viviendas temporales que la cooperación internacional financia en Verapaz.
—Dicen que en la tercera semana de marzo nos pasaremos –me había dicho cuando lo visité en la tienda #19.
El que ahora contesta la llamada es un Mauricio radiante. Dice que pasaron la mañana moviendo trastes desde el campo de damnificados hasta el nuevo asentamiento. Bromea y ríe en cada frase y me invita a conocer su hogar. Seis meses después del deslave, esta noche dormirán en una casa de la que el gobierno dice que cubre las necesidades más básicas. Ayer le dieron unas llaves que saben a satisfacción.
—Pero usted ya ha vivido en casas mejores.
—Sí, pero la diferencia –me dirá en unos días– es que no eran mías, no podía decir botemos esto y pintemos esto otro; en cambio aquí, si quiero hacer un agujero, lo hago, y si luego lo quiero llenar, lo lleno.
El gobierno asegura que menos, pero Mauricio ha hecho cuentas y cree que pasarán al menos un año y medio en la temporalidad. No le incomoda. Solo por un momento, poco antes de que acabe la conversación, su voz recobra la seriedad.
—Don Roberto, ¿y no sabe de algún amigo que me pudiera regalar una lámpara Coleman?
La necesidad no deja de martillar. El yin y el yang. En la negrura siempre hay un punto blanco; y en lo blanco, siempre hay negrura.
***
En la mañana del 9 de noviembre de 2009 el presidente de la República, Mauricio Funes, llegó en helicóptero a Verapaz. Jeans, guayabera y zapatos negros que terminaron embarrados. Rodeado por guardaespaldas, militares, asesores y periodistas, caminó algunas cuadras hasta que llegó a la lengua de tierra y rocas en la que se había convertido la colonia San Antonio.
Un grupo de afectados se había juntado, y miraban desde lo alto que el presidente se les acercaba. Cuando sintieron inevitable que pasara junto a ellos, pidieron a Mauricio que hablara con él. Háblele usted, don Mauricio, le dijeron. Algo tembloroso, sin saber muy bien qué decirle, se adelantó y se dieron la mano. Mauricio habló con Mauricio Funes.
—Me hizo un montón de preguntas, y yo se las contesté, y...
—¿Qué le preguntaba?
—Que si queríamos volver a vivir aquí, y le dije que no, que toda la gente decía que no. Y un montón de cosas que dijo que casi ya ni las recuerdo, pero la verdad es que yo estuve con él, ahí salimos en la televisión.
Fueron apenas unos segundos. No le pudo explicar qué es la verdadera pobreza. Ni siquiera se le ocurrió hacerlo. Se despidieron. Mauricio Funes se marchó en helicóptero a San Salvador. Mauricio caminó a su champa de láminas inundada, a ver si algo se podía rescatar.
—Pero la segunda vez que vino el presidente ya no platiqué con él.
***
Hoy es 12 de mayo, el día elegido por el gobierno para inaugurar Nueva Verapaz, el asentamiento en el que ahora vive Mauricio. Temprano montaron una tarima a la sombra de los amates e instalaron un poderoso sistema de sonido. Luego comenzaron a llegar ministros, embajadores, representantes de organismos internacionales y de oenegés , cada uno con su séquito. Y periodistas. A Mauricio le tocó pronunciar unas palabras de agradecimiento. Al final de los discursos, la comitiva recorre dos pasajes. Parece gustarles que les tomen fotos mientras entregan con sonrisas temporales enseres a los pobres. Pero a mediodía casi todos los intrusos se han ido. Mauricio insiste en que almorcemos en su casa. Arroz muy cocido, tortillas recién torteadas y pollo. Es un día realmente especial hoy.
—Así que si todo va bien, se ven en casita propia en año y medio.
—Primero Dios, primero Dios –eleva la voz Irma desde la cocina que han improvisado detrás de la casa, donde tortea.
—Y todo habrá sido por lo que pasó en noviembre.
—Sí, claro, gracias a la lava.
—Y a Dios –apuntala Mauricio.
—Así que la lava que causó tanto dolor a otra gente...
—... A nosotros nos benefició, nos benefició. Este año hemos tenido qué comer y ahora tenemos una casita.
Todo se relativiza cuando se hacen cuentas con el ábaco de la pobreza: hace medio año vivían en una champa de lámina en terreno ajeno; ahora tienen comida donada pero abundante para las ocho bocas, un techo propio y una promesa de unas escrituras que les suena convincente. Un buen año. Todo lo demás –el deslave, los muertos, el pueblo destruido– es secundario.
***
Nueva Verapaz es un panal gigante con 163 casitas levantadas sobre un terreno plano y polvoso. Seis meses atrás esto era un cañal y una molienda. Compraron, midieron, talaron, aplanaron y construyeron las viviendas temporales que, dicen, son el germen de una colonia. Se atisban algunos cambios, pero el asentamiento conserva aún un aire de maqueta, con todas las casas alineadas, todas blancas, todas impersonales. El agua la obtienen de cantareras y los sanitarios, las duchas y los lavaderos son públicos. Hoy, día de la inauguración, los baños de los hombres están adecentados, pero en mi visita anterior eran una pocilga. En Nueva Verapaz no hay energía eléctrica. Y entre los pasajes anchos, como si siempre hubieran estado ahí, deambulan chuchos, casi tantos como niños.
—¿Siendo las casas tan pequeñas no han limitado eso de tener perro?
—No, pero yo no tengo, sería una tortilla menos para mis hijos.
La de Mauricio es la Casa 3 del Polígono H. Salvo por los globos de colores con los que está adornada hoy, es igual que las demás. Ocho por seis metros cuadrados, paredes de fibrocemento, suelo de tierra, corredor y dos cuartos. Adentro se amontonan ocho personas y sus pertenencias: cuatro colchones, huacales y cumbos de plástico como casi todo aquí, una minicocina, dos tambos de gas, un osito de peluche, sillas y mesa, cajas con ropa, una hamaca azul enrollada en un polín, sacos con frijol, maíz y arroz donados... en realidad, todo es donado. Desde hoy también una lámpara azul de gasoil que Mauricio agradece como quien recibe una herencia. Se va a admirar la gente cuando la mire colgada, dice. Con 74 años, en una casa temporal sin luz ni agua domiciliar, Mauricio reflexiona en voz alta.
—Desde que nací, por decir algo, ando de posada. Nunca he tenido nada, y hoy me siento feliz porque vaya, yo no voy a lograr disfrutar todo esto, pero me voy a morir con el placer de que ya mis hijos van a tener algo.
Todo esto, dice.