Cuando Beatriz sintió las primeras llamaradas comiéndole el cuerpo, comiéndole las hijas, comenzó a golpear el cristal con el codo. Lo golpeó una y otra vez, con insistencia de madre, con la insistencia de quien ve a sus hijas quemarse frente a sus ojos. Lo golpeó hasta romperse el codo, y luego... lo siguió golpeando. Cuando el vidrio comenzó a rajarse ya el brazo se le había hecho pedazos. Cuando por fin la mujer rompió por completo el cristal, a fuerza de sacudirlo una y otra vez con un saco de huesos rotos, ya su cuerpo se confundía con las llamas.
Antes de quemarse hasta perder el conocimiento, Beatriz logró lanzar fuera de la buseta -a través del hoyo que hizo a costa de su brazo-, a Gilda, su hija de ocho años. La tiró hacia la calle solo para ver los pandilleros que rodeaban la buseta abrian fuego. Beatriz no tenía muchas opciones, y tuvo que ofrecer a la jauría su otra hija, de 11 años. No sabemos si los ojos de Beatriz se habían quemado, o si las llamas ya le habían raptado la razón; no sabemos si Beatriz pudo ver cuando un puñado de esquirlas le zurcaron la cara a Gabriela. La mujer quedó inconsciente entre las llamas y el humo espeso. Nunca llegó a saber si su sacrificio tuvo frutos, si sus hijas sobrevivieron, si el resultado de tanto, tanto dolor, retoñará en la vida o en la muerte.
Dentro de la coaster hay, al menos, una temperatura de 600 grados celsius y la lata es traspasada por un enjambre ruidoso de balas que zumban entre gente que se calcina. En la mano de aquel pandillero que jala el gatillo varias veces hay un arma negra, que pesa más de dos libras y que escupe tiros del grueso de una batería pequeña. En un costado de esta 9 milímetros están grabadas dos letras: CZ. Es propiedad de la Policía Nacional Civil y ahora su cañón alumbra fogonazos contra una coaster llena de pasajeros que se parece al infierno.
La furiosa CZ le grita esta noche a un microbús de la ruta 47, es un arma inscrita legalmente, para 'servir y proteger', como dice el lema policial: le fue robada hace un año a un agente de la PNC y vino a parar hasta esta clica de la pandilla 18, que dispara mientras dos niñas son lanzadas por su madre desde una ventana.
Beatriz y sus dos hijas habían pasado la tarde de domingo paseando por el centro histórico. El recreo del fin de semana. Ahí se encontraron con el padre de las niñas y tuvieron una efímera reunión familar. Cuando la tarde comenzó a perder sus colores, las tres chicas emprendieron el regreso a casa. Tomaron el autobús en los alrededores del Parque Infantil. Rutina. Final de domingo en familia.
Dos hombres abordaron la coaster en la parada “Los Multi”, sobre la calle Roma, que conduce a la avenida Castro Morán, de Mejicanos. Uno de ellos le susurró al conductor algo inaudible para la mayoría de pasajeros, que de todas formas se habrán hecho una idea, pues el tipo joven apuntaba al motorista con el cañón de una pistola. El segundo secuestrador se quedó detrás del primero, sometiendo al cobrador de la unidad, con la palabra muda, pero convincente de otro cañón. Nadie protestó, nadie intentó huir. En un país como El Salvador, ni Superman jugaría al héroe si mira a dos sicarios de la pandilla blandir armas. Por eso, en el trayecto entre la parada de “Los Multi” y la colonia Jardín, los pasajeros actuaron bien su papel de rehenes con la esperanza de que los dejaran libres. Hasta este día, hasta este domingo, en los atentados a las unidades del transporte público, los pandilleros mataban a los conductores y a los cobradores. Pero este domingo las cosas van a cambiar.
A las 7:35 de la noche la coaster se había desviado apenas 10 metros de su ruta, para entrar en una calle menos ancha, en pleno centro de Mejicanos. Frente a un chalet de la colonia Jardín, los secuestradores se bajaron de la unidad. Ahí se reunieron con otro grupo de sujetos que los esperaban. Dentro del grupo, dos llevaban pichingas plásticas llenas de gasolina. El resto estaba armado. Los de las pichingas abrieron la puerta del microbús, entraron, rociaron con gasolina el piso metálico y se bajaron. “¡Que nadie se mueva!”, gritó uno de ellos, antes de salir, cerrando la puerta detrás de sí. Ya afuera, esos dos sujetos terminaron de vaciar el contenido de las pichingas en la carrocería del microbús: en ambos costados, en la puerta y en el frente. Esta operación tardó tres minutos, aproximadamente. Uno de ellos, luego, tiró un fósforo hacia la puerta. No encendió. Luego tiró otro. Un sujeto se paró frente al microbús, sacó un arma y le estrelló tres plomos en la frente al conductor. Dentro del horror que está a punto de prender; sin quererlo, ese gatillero le hizo un favor. Adentro, todo comenzó a arder. Todo.
A las 7:40 de la noche, uno de los pasajeros alcanzó a llamar a su esposa, despidiéndose, mientras se quemaba vivo. Un padre, en vano, intentó proteger con el cuerpo a su hija de año y medio. Un tropel de cuerpos cada vez más muertos buscó auxilio en la parte trasera del microbús, huyendo de las balas que caían al frente, y de las lenguas de fuego que devoraban la puerta y el costado izquierdo. Una madre intentó romper con su codo el vidrio que la separaba a ella, y a sus dos hijas, de la libertad. Pero conseguir salir de esta lata candente no significaba una escapatoria de nada. Afuera, los sicarios del Barrio18 les tenían reservada una sorpresa más: el que salía del microbús se llevaba como premio balas de 9 milímetros y de 0.40 pulgadas de diámetro. La orden había sido clara: “que nadie se mueva”.
Son las 5 de la mañana del lunes 21 de junio. La coaster de la ruta 47 es ahora un amasijo de metales rotorcidos, de hule desparramado. Por las ventanas se pueden ver siluetas que alguna vez fueron personas y que ahora son carne carbonizada, atrapadas para siempre en un gesto de infinito dolor. Se encontró 19 casquillos de bala al costado derecho del vehículo, sobre el pavimento donde aterrizaron Gilda y Gabriela. Al frente estaban las tres vainillas que le ahorraron un dolor indescriptible al conductor. Entre los casquillos hay varios que corresponden a una 9 milímetros CZ, que alguna vez el gobierno de El Salvador compró para proteger a los ciudadanos.
Un día después del crimen, la PNC tenía nueve armas decomisadas, supuestamente vinculadas a los atentados. Una de ellas es esa CZ que daban por perdida. En la escena del crimen pululan varias personas, que de vez en cuando se agachan a ver y a tomar cosas del suelo. Son los técnicos que tendrán la responsbilidad de salvaguardar toda posible evidencia que ayude a incriminar a los responsables y a resolver el crimen. Pero algún periodista también traspasó el cordón de seguridad y varios agentes de seguridad pública. Al día siguiente, forenses de medicina legal aún encontraron restos humanos dentro de la buseta.
Un policía sigue con la vista a un joven que camina en la acera de “los Multis” del Centro Urbano Mejicanos, sobre la avenida Castro Morán. El policía con pasamontañas, traje camuflado urbano, chaleco blindado, casco balístico y fusil militar terciado; el joven, ropa holgada y caminar rápido. De frente, en la esquina de la 11a. Calle, otro agente le ordenaría ponerse contra la malla ciclón de los condominios, colocar las manos cruzadas sobre su nunca y abrir las piernas. Son las 5 de la tarde del lunes 21 de junio y toda la zona está resguardada por medio centenar de policías.
A 25 metros de donde requisan al joven, en la esquina de la calle Roma, en la colonia Jardín, el alto mando de la Policía Nacional Civil afina los últimos detalles de la conferencia de prensa en la que presentarán a ocho supuestos implicados en la masacre. Y lo harán en el lugar de los hechos. 'Estamos seguros de que son ellos”, diría el subdirector de Investigaciones, Howard Cotto, y adelantaría que habría más capturas y allanamientos en los lugares donde presumiblemente estaban escondidas las armas utilizadas en la masacre.
“Las casas están siendo vigiladas”, confirmó un oficial policial, poco antes de las 6 de la tarde, cuando la jefatura de la PNC ya se había retirado. “Solo es de esperar que se eche a andar el operativo”, dijo. La espera duró cuatro horas y media. 30 minutos después que la policía obtuvo la orden de allanamiento, agentes élites de la policía ingresaron a la casa 18 del pasaje “D”, de la colonia Jardín. Ahí, entre los colchones de la cama de Nicolás Stanley Rosales Quintanilla, de 44 años, encontraron una mochila y una mariconera negras en la que estaba un fusil M-16 desarmado, una pistola Glock 9 mm., serie 66D854, y la CZ 75BD, la pistola que el agente reportó como robada el 26 de agosto de 2009. Ahí, también encontraron 11 cargadores para diferentes armas y 172 cartuchos de diferentes calibres.
En la casa de Rafael Antonio García Barbero, alias “el Visco”, y de Georgina Emperatirz Barbero, durante las primeras capturas, obtuvieron tres armas más: una pistola Smith & Wesson, 9 mm., un revólver 0.38 especial y una escopeta 12, dice Marco Tulio Lima, jefe de la División de Investigación de Homicidios (Diho). El 0.38 era un revólver Ranger, de fabricación argentina, que le robaron a Manuel Alfredo Argueta, un agente de seguridad privada, después de asesinarlo el 19 de junio pasado.
Howard Cotto, el subdirector de Investigaciones de la PNC, daría la noticia en horas de la tarde: las tres pistolas habían sido utilizadas en el hecho, según los datos arrojados por el análisis balístico de la policía. Lo que guardaría para sí era el origen de la pistola CZ, del agente del PPI, y el del Ranger 38, del agente de seguridad privada, dos armas que saltaron del mercado legal al mercado negro.
¿Y la legalidad o ilegalidad del resto de armas? Según Marco Tulio Lima, jefe de la Diho, es un proceso que toma más tiempo determinar toda vez que su división, la élite policial en el área de homicidios, no tiene acceso directo al registro de armas que maneja el Ministerio de Defensa. En su lugar, desde finales de 2006, el laboratorio de la PNC echa mano del Sistema Integrado de Identificación Balística (IBIS, por sus siglas en inglés), en el que se almacena las características identificativas de proyectiles disparados y de vainillas percutidas de todas las armas policiales y de aquellas que hayan sido utilizadas en hechos de violencia. “Es una gran herramienta pero nos resulta todavía bastante limitado... pero es lo que tenemos”, dice Lima.
Ese mismo año en que la PNC empezó a utilizar el IBIS, el Ministerio de Defensa anunció que haría una inversión arriba de los 6.8 millones de dólares para digitalizar el registro de armas. La medida permitiría descentralizar la base de datos y ponerla a disposición de la policía, un requisito obligatorio según la reforma hecha en 2002 a la Ley de Armas.
Pero a la fecha, ninguno de los 20 equipos élite de investigación que conforma la Diho tienen acceso directo al registro de armas. Así, solo con el IBIS, si los casquillos utilizados en un hecho delictivo fueron con un arma limpia, una que no ha sido utilizada en otro crimen, solo son casquillos más que pasan a engrosar la base de datos policiales. Hasta que aparezca el arma que fue disparada, la policía, por sí misma, no tiene forma alguna de saber si es un arma legal o no, si pertenece a un ciudadano o si se le extravió o se la robaron.
“Se tiene la cooperación de Defensa en estos casos”, dice Marcos Tulio Lima, jefe de la Diho. Pero en el resto de casos de homicidios, la cooperación puede ser mayor o menor, respondiendo más a una cadena de mando burocrática que a la rapidez y prontitud que merezca un homicidio. En este caso, la barbarie de tirotear y quemar un microbús con todos sus ocupantes quizás sí agilice la comparación entre la veintena de casquillos encontrados en la calle Roma y el registro de armas de Defensa.
Las pruebas recolectadas en la escena del atentado ahora son herramientas de trabajo para los fiscales antihomicidios. Según el ex fiscal general Ástor Escalante, la institución cuenta con no más de 100 fiscales a nivel nacional para resolver asesinatos, incluidos los 23 fiscales especializados que tiene la Diho. En sus palabras, “quizá solo el 30% de ellos esté capacitado realmente”. Con suerte, alguno de los 30 fiscales competentes tomará este caso.
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Manuel Alfredo Argueta conducía una motocicleta sobre la 5a. Calle Poniente y el pasaje Perú, de la colonia La Fortuna, de Mejicanos, el sábado 19 de junio. Ese día lo asesinaron. Era guardia de seguridad privada de la agencia Coarmi; su labor era cuidar a un vendedor de tarjetas telefónicas y las ganancias. Según el reporte policial, fue interceptado por varios hombres a bordo de un automóvil. Argueta intentó repeler el ataque y terminó muerto sobre la calle. Ahí, a las 11:50 de la mañana, fue reconocido su cadáver. Le habían quitado las tarjetas, una cantidad de dinero no determinada y su arma de equipo, el revólver 0.38 especial que apareció en la casa del “Visco”.
Para la división de investigación de la delegación de Mejicanos, la muerte de Argueta pasó como un hecho aislado, como un número más entre los 31 asesinatos que reflejaba el municipio en las estadísticas policiales hasta el 19 de junio. Un asesinato que no cumplía con los criterios de intervención de la Diho: homicidios colectivos o realizados contra funcionarios, agentes de seguridad pública o personalidades, que haya tenido alguna vinculación con el crimen organizado o que genere conmoción social. Por eso no merecía que un equipo de los 150 miembros élites de investigaciones de homicidios supieran del caso.
Tampoco parecía encajar en ese tipo el homicidio número 30 en esa lista fatal. La víctima había sido reconocida a las 9:45 de la mañana en la cama de un pick up blanco estacionado en el parqueo del hospital Zacamil. Se llamaba Óscar Armando Alvarado Ángel, de 21 años, miembro de Barrio 18 en la Jardín. A él velaban sus compañeros y familiares la noche del domingo 20 cuando se escucharon los primeros disparos, cuando el microbús de la 47 empezó a arder.
La familia Alvarado Ángel niega toda vinculación de su hijo con las pandillas. Lo dicen de él y del resto de sus cinco hijos. Pero Óscar Armando y Carlos Oswaldo, su hermano mayor de 25 años que se encuentra detenido, estuvieron involucrados en un presunto secuestro en septiembre de 2006. Entonces, tres agentes policiales capturaron en flagrancia a los dos hermanos y a nueve personas más, decomisaron dos pistolas 9 mm. y rescataron a dos personas secuestradas, quienes dieron sus testimonios en calidad de víctimas y testigos.
Desde la intervención policial hasta cuando el Tribunal Segundo de Sentencia absolvió a los implicados, el 26 de febrero de 2007, el caso se fue diluyendo poco a poco. La Fiscalía solo logró individualizar el delito en dos personas, Carlos Oswaldo y Walter Ernesto Menjívar Orellana, y durante el juicio no presentó prueba científica, sino solo unos testimonios: el de los agentes policiales. El tribunal estimó que la parte fiscal no probó suficientemente la existencia del delito de privación de libertad ni la participación de los acusados y dictó sentencia absolutoria.
Esta es la Fiscalía que tiene la tarea de dar resultados en el múltiple crimen que, hasta el viernes, había provocado ya la muerte de 16 pasajeros del microbús incinerado y de tres del microbús acribillado a balazos minutos antes. Esta es la Fiscalía a la que Carlos Oswaldo Alvarado Ángel ya burló una vez.
Después de la incineración del microbús, la PNC detuvo a Carlos Oswaldo. De Óscar Armando, la Policía solo asegura que era pandillero de la 18, pero no habla de cuál era su papel dentro de la clica de la Jardín. “¿Si era un líder? Eso no lo puedo asegurar... pero digamos que él era bien querido dentro de la estructura de la 18 de Mejicanos”, dice un investigador independiente que conoce la zona.
El ser querido fue suficiente para encender de nuevo la chispa de un pleito que tenía casi dos meses de pasar inadvertido por las autoridades y que tenía su base en el rompimiento de un viejo pacto entre la MS y la 18 en Mejicanos: un “sur” por las rutas de buses de la zona. El “sur” es un pacto comercial que incluye la no agresión en los puntos acordados. En el caso de Mejicanos, el único punto era la repartición de las rutas de buses y microbuses del área bajo la lógica de dónde se encontraban las terminales de los mismas.
La MS se quedó con la 47, con el punto en la Buenos Aires, a un paso de la Montreal, bastiones históricos salvatruchos en el municipio; la 18, con la 2-C, con su terminal en “La Ceiba”, un punto fronterizo entre territorios de ambas pandillas y a dos cuadras de donde ocurrió el atentado. El “sur” pactado permitía que cada pandilla cobrara la “renta” a sus rutas y que estas serían respetadas por sus rivales.
A principios del año, la lógica de los puntos no satisfizo a las clicas de la pandilla 18 en la zona. Si la 47 hacía gran parte de su recorrido en territorio de la pandilla, ¿por qué tenían que pagar renta solo a la MS? ¿Por qué no podían tener también una tajada de las ganancias de los microbuseros de la 47? La renta de la 18 nunca se pudo concretar pero, según investigaciones policiales, las unidades de la ruta sufrían de robos continuos que nunca fueron denunciados. Nadie sabe de qué clica salió la orden o si fue una decisión conjunta desde la Polanco, la Jardines y la Santa Rosa, zonas de control de la 18.
Una de las reglas básicas entre las pandillas es “si te metes con lo mío, me meto con lo tuyo”. Y cuando la 18 tocó los microbuses de la ruta 47, dio el aval para que la MS se metiera con la 2-C. El 7 de abril, tres personas desconocidas llegaron las 5:40 al punto de la ruta 2-C, en la colonia Las Delicias, rociaron de combustible el autobús placas AB-79121 y le dieron fuego. Era un mensaje claro: “Ojo por ojo, diente por diente”, que echó a andar un nuevo conflicto entre las pandillas de Mejicanos.
Un día después, el jueves 8 de abril, a las 9:30 de la noche, varios sujetos se subieron al microbús MB 1983 de la ruta 47 y lo desviaron a la calle Roma de la colonia Jardín. “¡Aquí hay ‘mierdas’ (salvatruchos)! ¿Dónde están los ‘mierdas’?”, dijo uno mientras encañonaba al motorista, Carlos Humberto Avilés. Los compañeros del que encañonaba al conductor obligaron a los pasajeros a levantarse sus camisas para mostrar que no tenían tatuajes de la MS. Bajaron a los pasajeros, sin decir una palabra más le dieron dos tiros a Avilés e intentaron darle fuego a la unidad. El cobrador sacó el cuerpo de su compañero para que no se quemara. En la Montreal conocían a Avilés como “Calazo” y tenía cuatro hijos.
Tras la muerte de “Calazo”, un empresario reconoció que la 18 estaba pidiendo renta a la ruta 47, que era algo impagable porque ya tenían una “cuota asignada” por la MS en la Montreal, y que el haber sacado a los pasajeros sin asaltarlos era una muestra de que el asesinato del motorista era un mensaje directo para que pagaran la renta. Era la primera vez que se conocía públicamente de la guerra entre ambas pandillas por “rentear” a la ruta.
Dos días más tarde, pistoleros de la MS-13 rociaron a disparos a varias personas que se habían reunido a ver el clásico del fútbol español, Real Madrid–Barcelona, en un local de la comunidad 13 de Enero, en pleno bastión del “Barrio”, en la Zacamil. El resultado: dos muertos y 11 personas heridas.
Si la 18 tomó o no venganza por el hecho, esta pasó inadvertida entre los casos de violencia cotidianos en la zona. Lo cierto fue que no hubo una nueva “pegada”, un hecho planificado con anterioridad y que puede implicar la movilización de armas y miembros de clicas de otras zonas, hasta el 20 de junio, cuando quemaron el microbús. Según una de las hipótesis policiales en el caso, esto tuvo como chispa el asesinato de Óscar Alvarado Ángel, ocurrido mientras jugaba fútbol frente a la casa número 6, en el pasaje C de la colonia Jardín.
Según un jefe policial, la primera noche de la vela de Óscar Armando, su hermano menor, Carlos Oswaldo, planificó dar un golpe a la MS-13 atacando el microbús de la ruta 47 placas MB 1989, que supuestamente era conducido por un “mierda” involucrado de alguna manera en el asesinato. Para desviar la atención de ese hecho, un grupo de pandilleros atacarían primero otra unidad cerca del punto de la ruta, en la Montreal. El primero sería “la pegada”, el segundo, “el despiste”.
Por ambos casos, la PNC capturó hasta el viernes a 12 personas, cinco menores entre ellos. De los primeros ocho, de esos que presentó con pompa y platillo en la calle Roma, y de los que dijo que estaba segura de su participación directa o indirecta en el múltiple crimen, hasta el jueves, la Fiscalía solo logró individualizar delitos contra cinco: Eduardo Enrique Rosales Mendoza, alias “Gárgola”; Juan Antonio Borja Alvarado, alias “Banbery”; Rafael Antonio García Barbero, alias “el Visco”, y Georgina Emperatriz Barbero, y el menor Wílmer G., alias “Willita”.
¿Qué garantía hay de que este sea un caso que permita a la Fiscalía reducirel nivel de impunidad del 84% con que terminó 2009 en los casos seleccionados para la Diho?
El ex fiscal Ástor Escalante explica que no existe ningún requisito especial para llegar a formar parte del equipo de fiscales antihomicidios del país: ni tener conocimiento especializado en escenas del crimen, ni demostrar ser un litigante con un buen porcentaje de casos ganados, ni haber litigado siquiera alguna vez... basta con estar graduado de una universidad y aprobar el examen de conocimientos generales y el sicológico. No existe un procedimiento especial para los fiscales que perseguirán a los homicidas en El Salvador. Esos son los fiscales que deben combatir la epidemia de asesinatos de El Salvador.
A las 7:40 de la noche del domingo 20 de junio, Alejandra recibió una llamada en su celular. Vio que se trataba de su esposo, Agustín, y atendió con normalidad. Aquello que escuchó después, primero la desconcertó. Horas más tarde, le rasgó el corazón con ese sentimiento de impotencia que provoca estar frente a alguien que se ama y por el que no se puede hacer nada:
-¡Me acaban de quemar! –gritó Agustín al micrófono de su celular, desde el interior del microbús-. ¡No aguanto! ¡Me muero, me muero! ¡Salú!
Hoy ese microbús es una armazón de lata con hierros retorcidos, corroídos y chamuscados. No le sobrevivió, tras la masacre, ni un solo vidrio de ventana o de espejo. La lona plástica que recubría el techo desapareció entre las llamas. El baño brillante que cubría los pasamanos que cuelgan del techo se evaporó. No hay ni rastros de la espuma de los asientos en ninguna parte. Al costado derecho, al frente, debajo de las dos ventanas, una mancha café da cuenta de la llama que ahí se elevó hasta el techo. Atrás, entre la única puerta de entrada y salida y la llanta delantera, esa mancha café cobra un color más intenso. Es una mezcla entre el naranja y el color del cobre. Al frente, todo está negro. Atrás, sólo se derritieron las vías. La cola del microbús fue la menos afectada.
Todas las ventanas, que estaban recubiertas en las orillas con una placa de aluminio, hoy aparecen semidesnudas, porque en la parte superior, el aluminio ha desaparecido; y en la parte inferior, hay muestras, todavía, de cómo se fundió, dejando una estela de lágrimas grises, como gotas ya solidificadas, que apuntan al suelo. El aluminio se derrite a una temperatura de 600 grados celsius. El cuerpo humano, en hornos crematorios, necesita de temperaturas que alcancen los 760 a 1150 grados durante dos horas continuas. Sólo así el cuerpo humano queda hecho cenizas. El domingo, el fuego no llegó a tanto, pero sí fue letal para 15 de los 31 pasajeros que iban a bordo del MB 1989 de la ruta 47.
Si el plan era achicharrar, porque no puede describirse mejor la escena de los restos de partes humanas carbonizadas que Medicina Legal arrancó de algunos de los asientos del microbús, los supuestos pandilleros de la 18 lo ejecutaron de manera impecable, con el único reparo de que no se quemaron todos. A la zona llegó, entre 5 y 10 minutos de iniciado el incendio, un carropatrulla del 911 con dos agentes que, a golpes de culata, rompieron lo que quedaba del vidrio de las ventanas para auxiliar a las víctimas que todavía se retorcían allá adentro. Entre toda esa humareda y llamarada, resulta curioso que los únicos tres objetos que no se quemaron del todo dentro del microbús fueran dos celulares y una Biblia que todavía hoy permanece pegada en el frente del microbús.
Si el plan era quemar vivas a 31 personas, los hechores casi lo logran. Pero la policía cree hubo un error. Si el móvil del crimen era vengarse del conductor del microbús –quien posiblemente sabía o participó de la muerte de Óscar Armando Alvarado Ángel, el día anterior- fallaron. El tipo que iba conduciendo la unidad a las 7:30 de la noche, y que hizo parada a los dos secuestradores en “Los Multi” no era el mismo que había manejado el vehículo horas antes. A las 6 de la tarde, el conductor que terminó quemado y baleado era uno de emergencia. El blanco al que dispararon tres veces no era el que esperaban. Y sobre la pregunta del millón, los investigadores de la policía sólo han encontrado una respuesta. ¿Por qué atacaron a los civiles? ¿Por qué decidieron matarlos así? Uno de los implicados, aseguran, ha respondido que otro de los implicados “se peló”, que la misión era “devanarse” al motorista y al cobrador, y luego quemar al microbús. Sin pasajeros. “Se peló el Tierra, se peló”, dijo uno de los capturados, según la Policía. El Tierra se presume que es uno de los menores de edad capturados.
La Policía tiene 24 evidencias recolectadas en la escena del crimen. La evidencia número 25 está “custodiada” hoy, en el parqueo de la delegación de Finanzas de la PNC. Está cubierta por un canopy de lona roto y acordonada con una cinta amarrilla que tiene una leyenda en inglés –y su traducción en español- que a estas alturas parece chiste: “Police barrier. Do not cross”. Ahí, aparte de los policías de Finanzas, circulan otros de dos delegaciones más: UMO y División Antinarcóticos. Frente al microbús hay un parqueo, en el que el miércoles 23 cuatro policías cambiaban el aceite de un carro placas particulares. Más al fondo, a unos 20 metros, después de cruzar una calle interna, hay un galerón con decenas de camarotes y una hilera de baños. Son los dormitorios de los agentes. Sobre la calle, a las 4 de la tarde, cino agentes hacen sus ejercicios diarios y pasan corriendo frente al microbús, al que todavía no se le ha hecho un barrido final para detectar más evidencias. La cadena de custodia, según investigadores de la Policía y de la Fiscalía, para este caso, fue un fracaso mayúsculo.
En retroceso, fue así: a las 5 de la tarde del día 21, el vehículo ya había sido depositado en Finanzas, gracias a la colaboración del equipo de la división de Tránsito de la Policía, que lo movió de la escena del crimen con grúa. A las 5 de la mañana, Medicina Legal terminó de arrancar los cuerpos del microbús, de embolsarlos a la orilla de la calle, y de apilarlos en dos pick ups doble cabina, que se los llevaron, luego, a la morgue. Esto solo explica que el vehíclo no duró ni siquiera 24 horas como escena del delito.
A las 11 de la noche del domingo 20, tres personas arrancaban pedazos de cuerpo chamuscado de los asientos traseros del microbús, y otros, abajo, recogían otros pedazos de carne carbonizada y los metían en bolsas plásticas. Y antes de ellos, los bomberos arrojaron fuertes chorros de agua al vehículo.
Aun no se sabe qué aportarán las evidencias, pero lo que sí se sabe es que las cifras con que la Fiscalía llega a este caso son muy pobres. Mientras tanto, el gobierno no perdió tiempo y ha estado haciendo publicidad jactándose de la prontitud de las primeras capturas.
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Las niñas están vivas. Fueron dadas de alta en el hospital Bloom, con quemaduras leves en las manos, las cicatrices que dejan las esquirlas de bala en el rostro y esa marca indeleble, profunda, de una anchura insoportable, que llevarán dentro hasta el día en que se conviertan en mujeres. Beatriz agoniza inconsciente en el Hospital Rosales con quemaduras en todo el cuerpo. Le han amputado el brazo con el que salvó a sus dos hijas, que en este relato hemos llamado Gilda y Gabriela.