Durante los últimos 30 años, las concepciones gubernamentales sobre la cultura no llegaban a confrontar a nadie, ni siquiera a poner titulares en las secciones culturales de los periódicos. Toda discusión mediática o pública se centraba en el nombramiento del titular del ramo y en si le caía bien a los artistas o no, hasta entonces considerados como el público privilegiado de la gestión cultural. El resto de la discusión era sobre la gestión y administración de recursos económicos, legales y patrimoniales de la institución de entonces. Que si apoyaba a estos o a los otros, que si aumentaba presupuesto, que si publicaba a tiempo. Los conceptos se dejaban para adornar los floridos discursos del funcionario cultural, si tenían o no fundamentos no era materia de discusión pública. Ante lo que escribo, seguro se hablará del Diálogo Nacional por la Cultura y sus hallazgos, de los estudios y las investigaciones publicadas, pero estas no dejaron de ser acciones tácticas sin una estrategia clara que no despertaron el entusiasmo de la ciudadanía, ni el de los artistas, apenas el de los funcionarios. El nivel conceptual preocupaba a un par de académicos y la prensa no se vio presta nunca a retomar este nivel de análisis −mea culpa.
Desde hace un año, más por azar que por estrategia, las malas, o tardías, o difusas, o improvisadas, o ingenuas, o complejas, o misteriosas, o mesiánicas decisiones del señor Presidente han provocado apasionados diálogos, algunos inéditos por su intento de razonar, entender, juzgar y llegar al fondo de la cuestión cultural, discernir un modelo nuevo, entender y promover el cambio en esta esfera. Estos diálogos se han dado entre el público interesado, los artistas, intelectuales, académicos y parte del público, pero no se ha contado con el liderazgo -ni siquiera con la voz- del nuevo gobierno. No puedo afirmar que en las intimidades de Casa Presidencial nunca se discutió la cuestión con la seriedad que amerita, pero tampoco puedo afirmar lo contrario, pues nunca hubo interés por comunicar de manera transparente y directa qué se pretendía con la cultura desde este gobierno.
Tampoco hemos sabido qué conclusiones sacó el gobierno −si es que las sacó− sobre la consulta fallida para nombrar al titular de la nueva Secretaría de Cultura, ni cómo se tomó la decisión del nombramiento posterior. A los que esperábamos alguna revelación sobre la cultura, o que al menos figurara de alguna manera en el discurso del primer año del presidente Funes, nos toca seguir esperando. Puede ser que él tenga claro que no tiene ningún logro cultural que comunicarle al pueblo, y si cree que lo tiene, o no le encontró espacio en su informe a la nación, o simplemente se le olvidó.
Tampoco hemos sabido el perfil político exacto de esta nueva institución y, por lo tanto, tampoco hemos tenido ayuda para entender el porqué de la destitución de Breni Cuenca y del despido de los 14 funcionarios que aparecían apoyándola en la foto de la conferencia de prensa donde ella dio su versión de los hechos.
A los espectadores e interesados nos dejaron armar un episodio novelesco donde los argumentos se desprendían de la 'pérdida de confianza', que podía interpretarse como un eufemismo de 'traición'. La reacción contra Cuenca y sus cercanos se intuía como la reacción del traicionado, y la consigna de argumentación parecía ser 'repite, repite, repite y convencerás'.
Cuenca dio como su versión el desacuerdo repentino del presidente con el modelo de cultura que ella promovía: la creación de una especie de poder estatal con dinámica propia, con la autonomía necesaria para constituirse en la masa crítica y creativa que produjera obra y conocimiento independiente de todo lineamiento político-ideológico externo, independiente de los lineamientos gubernamentales de este y futuros gobernantes, una suerte de contrapoder ideológico −como debería ser la prensa−, tal como funciona en Estados con mucha más tradición democrática y más desarrollo intelectual. Todo indica que Funes se dio cuenta del rumbo marcado por Cuenca luego de siete meses de gestión, y esto, presuntamente, lo hizo desconfiar de forma rotunda y airada. Cortó por lo sano.
Ante el vacío que dejó este dramático episodio, siguió el nombramiento de un nuevo funcionario. Más de un mes tardó la decisión. No se sabe a ciencia cierta si fue por honesta deliberación, porque no se consideraba urgente, porque ya era difícil confiar en alguien, o simplemente porque varios se negaron a acepar la plaza. Lo cierto es que, consecuente con el estilo demostrado, la elección se produjo a espaldas del público y el elegido fue una sorpresa. Fue una elección táctica, casi aséptica: Héctor Samour, filósofo profesional, doctorado, 34 años de recorrido exclusivamente académico, intelectual de izquierda en la tradición de Ignacio Ellacuría y la UCA. Nada a favor como gestor cultural, pero tampoco nada en contra. Ni tan conocido entre los artistas, ni desconocido del todo. Cercano a varios de los mejores amigos del presidente, es hombre de confianza de uno de sus consejeros. Como maestro de varias generaciones, goza de mucho respeto y de cierto carisma que solo se descubre al hablar con él o al atender sus clases.
Pero Samour no fue solo una decisión políticamente correcta. Al acercarse a su planteamiento, su formación y su militancia filosófica, ya era accesible la razón principal por la que fue elegido. Él coincide −o Funes coincide con él, tampoco estamos seguros− con un concepto que esta presidencia encuentra más adecuado para sus ambiciones. A mi juicio, es una feliz coincidencia que Samour sea apóstol de la “Voluntad de Liberación”, como se titula su tesis de doctorado, una tesis sobre la vida y filosofía de Ignacio Ellacuría, en la que se enfatiza el poder transformador de la realidad que tiene la filosofía cuando se compromete con la historia en función de la liberación.
En la práctica, este planteamiento filosófico-conceptual tiene una clara aplicación política para un primer gobierno que se anunció de izquierda. Porque es la política la que cumple con la labor de la historización, ese proceso social, económico y cultural que produce nuevos sentidos que reubican a los sujetos respecto a su momento histórico o, como decía Ellacuría, los pone “a la altura de su tiempo”. Es decir, si se aborda un gobierno que pretende el cambio, esta es una vía seductora, poco probada, pero inspiradora, y sobre todo, parte fundamental del ideario de la izquierda académica local, que es en la que Funes se apoya para afianzar este giro.
Mauricio Funes debe tener su propia idea de cambio, y tiene claro que si pretende que su gobierno sea germen de ese cambio en particular, necesita un planteamiento político-cultural transversal que responda a su idea y a su modo de implementarlo. Samour declaró a El Faro: '[El presidente] me ha contado lo que espera de la cultura, sobre el papel que la cultura debe tener en el cambio del país, en la transformación de la sociedad. Él quiere que la cultura juegue un papel importante, que no solo sea importante lo político y lo económico. Podríamos llamarlo una cultura del cambio, no de cualquier cambio, sino para una sociedad más democrática, más incluyente, más justa.' Ante lo que se manifestó presto: 'Si a mí el presidente me dice que quiere una política cultural en función de un proyecto de una sociedad más democrática, incluyente y más justa, yo no le veo problema a seguir esa línea para elaborar políticas culturales de Estado.'
Es importante hacer notar que tras los adjetivos 'democrática, incluyente y justa' hay un discurso y una circunstancia. En sí mismos, estos adjetivos son incuestionables como aspiración de un gobierno, por eso no faltan en la retórica actual, pero el significado preciso en cada gobernante es ya una cuestión particular. Lo que parece también incuestionable es que Funes quiere una gestión de la cultura en alineación perfecta con sus ideas y su modus operandi, y no admitirá disenso. Esto no es nada raro en un gobernante y va siendo cada vez menos raro en este gobernante. Si esto es malo o bueno no está del todo claro, quizá solo dependa de los resultados, y esos no serán a corto plazo.
Si estas elucubraciones tienen algo de verdad, lo raro quizá sea que un gobernante salvadoreño le dé a la cultura una importancia estratégica como parece que Funes lo está haciendo, al menos en teoría, porque aún no sabemos de presupuestos ni de fuerza institucional. No sabemos si esta ponderación a la relevancia de la cultura se la ha dado desde antes −aunque no parecía−, o es un descubrimiento reciente. Tampoco sabemos qué resultado dará su enfoque sumado al enfoque de Samour y al de sus funcionarios. Hay indicios ya de cuáles serán las áreas de acción que privilegiará la Secretaría de Cultura y los alcances que se plantea la política cultural; sin embargo, hace falta mucho por preguntar. Se previene que necesitará de encontrar la sintonía adecuada con todas las instancias del gabinete para que el factor cultural sea tomado con la seriedad que amerita.
En este sentido, no hay que ignorar que este es un escenario donde también se ha montado el drama de la discordia entre Funes y el FMLN. Al menos entre ese grupo de artistas e intelectuales que forman parte de la militancia del partido y que durante la guerra y la posguerra le apostaron en cuerpo y alma a los ideales que este pregonaba, y que no parecen ser retomados por el presidente. Esos ideales probablemente le parecen a Funes y sus asesores demasiado comunistas y sus personajes principales les parecen demasiado representativos del simbolismo efemelenista. El organigrama de la Secretaría de Cultura no ha abierto espacio para figuras del FMLN que cuentan con credenciales profesionales para desempeñar un buen rol dentro de la entidad.
Otro detalle es que Funes ha defendido públicamente a quien los hijos de Roque Dalton acusan de asesino de su padre, y hasta la fecha no ha habido un acto de reivindicación específico de los artistas muertos durante la guerra, ni un reconocimiento a los sobrevivientes. Estos han tenido que buscarse un espacio en la atarraya de perdones que ha lanzado el presidente en elocuentes actos mediáticos.
Hay que recordar que la cultura necesita de la flota del sistema educativo para navegar tanto territorialmente como generacionalmente, y no hay que olvidar que el Ministerio de Educación es un bastión del FMLN. ¿Podrá Samour entablar una relación productiva y estratégica con este Ministerio bajo el enfoque de Funes? ¿Es prioritario hacerlo? ¿Le interesa hacerlo? ¿Es realista que no lo haga?
En un año, la cultura ha tomado un brillo nuevo, pero sabemos bien lo que se dice de todo lo que brilla. Sin embargo, tengo la impresión de que este brillo no ha llegado aún a los ciudadanos, es tratado como tema de élites que no lo retoma con seriedad ni la prensa, que parece no comprender mucho de lo que pasa, bajo la premisa de que si es cultura debe abordarse solo si sobran páginas para la sección cultural. Es un momento inédito porque la cultura por fin es un tema político, económico y social de alcances trascendentales y, sobre todo, porque sobran las preguntas.
Después de un año de haber iniciado un gobierno que prometió cambios basados en el papel de la cultura, ya se necesita respuestas creíbles, seguridades, intenciones transparentes, una política de Estado comprensible, un plan concreto, un presupuesto y promesas claras. Samour dijo hace dos meses: “Yo espero que en cuatro o cinco meses ya veamos cambios”. Ojalá que uno de esos cambios sea cumplir.