Opinión /

Saramago y Dios


Domingo, 20 de junio de 2010
Ricardo Ribera

Saramago: uno de los escritores contemporáneos más queridos y, a la vez, más odiados. Su muerte ha provocado que miles de personas se agolpen en colas inmensas para despedir sus restos. Pero también provocó que l´Osservatore Romano, periódico oficial del Vaticano, le dedicara un ataque furibundo, criticándole duramente incluso tras su muerte. El escrito es ofensivo y mal calculado: sólo va a conseguir que aún más gente se interese por leer la obra del afamado escritor, ganador en 1998 del Premio Nóbel de Literatura, el primero y hasta ahora único concedido a un autor de lengua portuguesa.

El escrito denigrante se titula “La omnipotencia del narrador” y en él se acusa a Saramago de “pertinaz fe en el materialismo histórico”. La derecha nunca le perdonó su militancia en el Partido Comunista y su coherencia ideológica a lo largo de toda su vida. Pero lo que más le duele a cierta derecha católica es que se haya preocupado por temas religiosos, calificándole “de ninguna capacidad metafísica”, según el autor del panfleto. Lo acusa de “populismo extremista”  y lo tilda de “ideólogo antirreligioso”. Le señala una “banalización de lo sagrado” y “simplificación teológica inquietante”. Culmina la filípica con más descalificaciones: en la obra del portugués habría “esterilidad lógica”, “parcialidad dialéctica” y “ningún objetivo creíble”.

¿Será que Saramago odiaba a la religión, a la Iglesia Católica, o tal vez al propio Dios? ¿Será que cosecha odio, incluso a su muerte, por ser odio lo que sembró? En absoluto advierte uno eso al leer su obra. Y tampoco es lo que sostienen los expertos libres del fundamentalismo de la jerarquía eclesial, sus funcionarios y sus voceros. El reconocido teólogo español Juan José Tamayo, de línea progresista y ecuménica, ha elogiado vivamente a Saramago. Éste es el responsable de lo que a Tamayo le parece “la más bella definición de Dios que he oído o leído nunca”. Dice así: “Dios es el silencio del universo, y el ser humano, el grito que da sentido a ese silencio.” Es la reflexión, poética y existencial, de un ateo. “La muerte es la inventora de Dios” planteaba Saramago. Pero Tamayo, recordando a Ernst Bloch, otro marxista de entraña espiritualista, cita: “lo mejor de la religión es que crea herejes”. Y reivindica la lucha contra los fundamentalismos, “como el mejor antídoto contra el Dios violento y contra la violencia en el nombre de Dios”.

La agresión dialéctica post-mortem de que es víctima Saramago no es sino la corroboración de ese fundamentalismo que él tanto criticó. Si hubiera nacido en el siglo equivocado, qué duda cabe de que el escritor hubiese terminado en las llamas de la Inquisición. Nacer en nuestra época lo libró de un destino tan atroz, pero no de ser perseguido por un espíritu inquisitorial parecido. En vida se tuvo que exiliar en la isla canaria de Lanzarote, hastiado de la marginación, el insulto, la ofensa verbal, que le siguen persiguiendo después de muerto. En su defensa podría salir ese otro gigante de las letras ibéricas, Cervantes, para con palabras del inolvidable Don Quijote apostillar: “si los perros ladran, señal es de que avanzamos.”

En lugar de concentrarse en revisar y corregir sus propios pecados, como recientemente ha solicitado el Sumo Pontífice, cierta jerarquía eclesial parece empeñada en mantener sus propias cruzadas contra la tolerancia de la opinión y el libre pensamiento. Faltos de argumentos, sus voceros recurren al insulto y al odio. “Del muerto todos hablan bien”, constataba Hegel. Si la Iglesia oficial habla mal de Saramago, tal vez sea señal de que no está verdaderamente muerto. Que quizá lo presienten más vivo que nunca. En todo caso, no quieren dejarle que descanse en paz. Probablemente, Saramago tampoco quiere. Se me hace que, desde el silencio al cual ya llegó, debe estar sonriéndose complacido, con sonrisa triunfante y cómplice. Sus enemigos, con su odio, no hacen sino reafirmar la necesidad imperiosa de su reflexión y su crítica implacable. 

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