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Una dosis letal de pobreza

¿Qué hace un padre cuando tras un día de hambre sus pequeñines le ruegan por comida y él solo puede darles una mirada de amor y angustia? Segundo Siliézar pensó incluso en robar, pero se imaginó muerto o pudriéndose en una cárcel y desistió. Entonces recordó aquel cumbo plástico lleno con unas semillas que él mismo había comprado en 2008...

Lunes, 26 de julio de 2010
Daniel Valencia Caravantes, Diego Murcia

Segundo Siliézar, de 59 años, cuenta cómo sus hijos más pequeños se le colgaban de las piernas pidiéndole comida aquel 7 de julio. Fotos Luis Velásquez
Segundo Siliézar, de 59 años, cuenta cómo sus hijos más pequeños se le colgaban de las piernas pidiéndole comida aquel 7 de julio. Fotos Luis Velásquez

Segundo Siliézar pensó en convertirse en ladrón, en un Robin Hood doméstico que, armado con cuma, atracaría en la colonia Bosques del Río o en las cercanías de Unicentro, en Soyapango. Eso pensó cuando sintió los bracitos desnudos de sus dos hijos más pequeños jaloneándole las piernas. Desde la noche anterior su familia había aguantado hambre, y para cuando regresó de la milpa, ya era la 1 de la tarde del miércoles 7 de julio. Segundo pensó en robar cuando todavía tenía encima las miradas tristes de aquellos dos caretos. “Papi, ida”, le suplicó por segunda vez el pequeño Juan Diego. Segundo, entonces, fue el hombre más desesperado de la Tierra y pensó en robar.

Ese día, Segundo regresó a su champa con la espalda partida, el cuello tostado por el sol y las manos castigadas por el mango de su cuma. Regresó triste porque allá arriba, esta vez, ni siquiera la naturaleza le había regalado los mangos con los que desde hacía año y medio entretenía el estómago de sus hijos cuando no había qué comer. Regresó cansado, y lo cansó más reconocer que ese día, si tenían suerte, cenarían. Pero por cómo iban las cosas parecía que completarían un día entero de hambre. Una familia iba camino a padecer un día completo de hambre en este caserío a pocos kilómetros al oriente de San Salvador.

Fatigado por trabajar sin recoger frutos –la milpa estará lista hasta la segunda quincena de agosto- sin dinero y con la súplica de sus hijos más pequeños, solo robar parecía una opción. Sin embargo, con las migajas de razón que todavía le quedaban en la cabeza, rechazó la idea al reparar que lo podían capturar o matar en defensa propia. Entonces, se convenció de que era mejor apretar los labios y morir de hambre junto a su familia que morir baleado en la calle o podrido en la cárcel. Sobre todo porque morir baleado en la calle o podrirse en la cárcel lo haría solo, con la angustia perforándole el pecho y recordándole que sus siete hijos y su esposa igual morirían con los estómagos vacíos y sin él.

—Ya va, papitos, ya va —les dijo a Álex, de tres años, y a Juan Diego, de año y medio.

Después huyó al patio de la champa, perseguido por la angustia. Segundo ya tenía aleccionados a Alejandra, José y Gerardo con la ley dura y yerma de la vida del pobre: “Coman cuando hay, porque cuando no hay, sóquense la pita”. Estos tres niños, de 12, 10 y 8 años, le hacían caso y se amarraban el estómago con un nudo imaginario y no se quejaban cuando aquel crujía por dentro. ¿Pero cómo se le explica a dos chiquitos que cuando no hay nada para comer, no hay nada? Aquella tarde, Segundo no encontraba salidas. Un año y medio sin empleo, 10 meses intentando sin éxito que en las construcciones aceptaran esos dos brazos vencidos por 59 aniversarios, una milpa que todavía no da para comer... En esas cavilaciones estaba cuando Álex y Juan Diego contrajeron las pancitas infladas, levantaron el pecho en un último intento desesperado por llamar la atención, y chillaron con más fuerza. Chillaron como dos niños que piden “ida” porque no prueban bocado desde hace un día.

Presa de la impotencia, del pánico, de la desesperación, su padre dio vueltas por el patio, pidió a Dios en vano y se detuvo un instante frente a la casa, contemplando cómo esas gotas de miseria derramaban el vaso de su cordura. Entonces clavó la vista en uno de los tablones de su champa y recordó que ahí, dos años atrás, había colocado un cumbo de plástico. Sintió una chispa de esperanza al constatar que el cumbo seguía ahí. Y más aun cuando corroboró que unos granos de maíz pintados con tintura verde también seguían rellenando el cumbo. Lo destapó, cogió cinco pepitas con su mano derecha y las olió; y mientras lo hacía, otra idea todavía más loca que salir a robar echó raíces en su cabeza. Y eran tan profundas estas, que la razón, maniatada y humillada, ya no pudo espantar a ese cuervo negro que lo convenció de que todo saldría bien. Su familia tenía hambre y lo único que había para comer era libra y media de maíz envenenado. Envenenado hacía dos años.

—Primero Dios no nos va a pasar nada —pensó Segundo—. Primero Dios.

***

La niña Mima llegó a la comunidad Las Cañas a vender hojas de mora, de chipilín y cochinilla a los habitantes de este caserío escondido de Soyapango, el tercer municipio más poblado de El Salvador. Llegó con su canasto y con su hijo de ocho años desde el cantón Las Fuentes, ubicado al otro lado del río, en Tonacatepeque. Llegó como todos los miércoles al mediodía: fatigada, con sed y con hambre. La morena y diminuta Mima también es pobre.

Los clientes de Mima llegaron aquí en los años 80s, después de que el ejército los sembró como refugiados de la guerra luego de recolectarlos en Usulután, Morazán, Zacatecoluca y San Vicente. Las Cañas es una comunidad a la orilla de un río contaminado con las aguas negras del Gran San Salvador y no ofrece la posibilidad de la pesca.

En el primer lustro de los 80s, los primeros refugiados compartían una galera ubicada en lo que hoy es el centro de la comunidad. Adentro de la galera, las familias dormían separadas con cortinas, arrulladas por el repique de martillos que convirtieron a Soyapango, en tres décadas, en un nido de suburbios llenos de obreros y de empleados clase media baja. Pero aun con esa expansión inmobiliaria, incrementada en los 90s, junto al apogeo económico tras la guerra, la urbe no bajó hasta Las Cañas, que se quedó rural, a la orilla del río. Ahí abajo la gente no se deprimió por la relativa opulencia que ostentaban los menos pobres de los suburbios cercanos, o por la verdadera opulencia de los ricos de San Salvador. La gente se organizó y delimitó sus terrenos. Gladys Siliézar, la sesentera hermana de Segundo, crio dos hijas frente al río. Narcisa Robles es una morena y alegre mujer que divide su tiempo en atender a su familia y en presidir la comunidad. Rosa Clímaco, prima de Segundo, logró prosperar gracias a la idea emprendedora de montar en este rincón olvidado de El Salvador un chalé que luego se convirtió en una pequeña abarrotería.

En el génesis de Las Cañas, los familiares de estas tres mujeres, y de muchas otras más, llegaron seducidos por el canto de un río que regalaba arena para comerciar con ella. Espantados por las balas que les aventaban en las montañas del oriente del país, la segunda tanda de lugareños creyó que este hoyo acabaría con su pobreza. Atraído también por ese sueño, en una tarde de finales de 1989, apareció Segundo Siliézar, agarrado de la mano de una mujer morena, 20 años más joven y embarazada. Los colonos, ya asentados, escrituraron sus tierras dentro del núcleo central de la comunidad. Los segundos, como el mismo Segundo, se tomaron los terrenos del Estado ubicados a la orilla de la línea del tren. 20 años después todavía siguen ahí.

—Mías solo son esas láminas y esas tres camas —dice Segundo.

Para 2007, el mercado de Mima, la mujer del canasto, ya era una comunidad con abuelos pobres, con hijos pobres, con nietos pobres y con parientes de otros mucho más pobres que ellos. Siendo rural -porque aquí nada parece urbano-, el Censo de Población de 2007 la marginó aún más, cuando dijo que en Soyapango no quedaba ninguna zona con características rurales. Quizá lo urbano que encontraron los encuestadores fue la escuela de concreto, con un techo que no aguanta más lluvias. O las cuatro casas de cemento, ubicadas a la orilla de ese río sucio que solo sirve para comerciar con su arena a precios de miseria: con suerte, cada día, un cargador de arena vende una camionada a cuatro dólares. Con mala suerte, por la competencia, se la pagan a dos dólares o no vende nada. Con suerte, el río no crece y los montículos de arena sobreviven. Con mala suerte, llueve y toda la faena del día se va con la corriente. Los días de lluvia traen mala suerte. Y esa mala suerte afecta al 70% de una comunidad compuesta por 177 familias que viven precisamente de eso: de jalar arena. El censo quizás se equivocó o no bajó hasta Las Cañas, porque ahí lo que hay son muchas champas desperdigadas que crecen como la maleza, con piso de tierra y paredes de bahareque.

Si un pobre tiene que vivir en algún lugar de San Salvador, tiene que vivir en este hoyo al que se llega después de recorrer tres kilómetros en bajada, sobre una calle lodosa y alfombrada con ripio que algunos lugareños tiran a los baches a cambio de coras que les avientan los conductores de los camiones. Cuando Segundo se miraba en aprietos, le pedía a Alejandra y a José que le ayudaran. Ayudarle era que los niños salían a picar ripio y a tapar los hoyos de la calle. Así los camiones lograban sortear la dificultosa vía de acceso hasta el río. El río muerto Las Cañas da vida a la comunidad Las Cañas.

Si un pobre tiene que vivir en el peor de los mundos, tendría que ser en este hoyo. Las Cañas no fue lo suficientemente rural para aparecer en los mapas de pobreza del programa Red Solidaria, lanzado en 2005; y tampoco es lo suficientemente urbana para aparecer en el mapa de pobreza a partir del cual el gobierno pretender ayudar al millón de pobres que viven en las zonas urbanas “más pobres” del país.

Sólo entendiendo cómo sobreviven estas familias puede comprenderse cómo es que Mima insiste en llegar ahí con su canasto para vender comida a gente pobre. Y Mima insiste tanto porque como lo que vende son hojitas y hierbitas, remedios para el estómago de los hambrientos, sabe que su clientela es vasta. Caso contrario, hace trueques, como el que hizo en una champa con paredes de bahareque, techo de lámina y vigas de madera, ubicada a un costado de la línea férrea, aquel mediodía del miércoles 7 de julio. Esa casita que los Siliézar llaman hogar y al que Mima frecuenta, al finalizar su recorrido, para descansar.

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