El ataque contra los pasajeros de una buseta del transporte público, que fueron ametrallados y quemados vivos por un grupo de mareros, crimen horrendo que estremece por su crueldad y sinsentido, constituye una verdadera declaración de guerra. Las maras están en guerra, no sólo contra la pandilla rival, no sólo contra el Estado y las autoridades, también contra la ciudadanía en general que es víctima de sus atrocidades. Unos cuantos miles de mareros – o decenas de miles, si atendemos a los cálculos más alarmistas – en guerra contra cinco millones 700 mil salvadoreños y salvadoreñas. Resulta increíble constatar que, por el momento, la van ganando.
Sencillamente no es posible, no es imaginable ni tolerable, que esta guerra de una minoría violenta y desquiciada pueda mantener bajo el terror y secuestrada a la inmensa mayoría honrada y laboriosa de este bello y, en muchos aspectos, ejemplar país. Han creado una situación de emergencia que requiere medidas extraordinarias que garanticen eficacia inmediata. La clase política parece haberlo entendido así y ha empezado a dar muestras de buscar en este tema la unidad nacional que hace ya tiempos se ha vuelto imprescindible.
El posible apoyo unánime a la criminalización legal de las pandillas es una noticia positiva. Va en la línea de lo que en esta columna se insistió (Propuestas de sentido común): las maras son “bandas armadas” como lo es la organización terrorista ETA y deben ser tratadas como lo es ésta en España. La prioridad, nunca se insistirá bastante en esto, es que el Estado recupere el control del territorio. Hay que derrotar la violencia social y delincuencial, cuya expresión más notoria es el accionar de las pandillas, aun sabiendo que este fenómeno es más una consecuencia que una causa. Pero es el síntoma más grave el que hay que superar, antes de enfrentar a la enfermedad misma y a sus causas.
No todas las propuestas que se han ventilado parecen razonables. Algunas apuntan hacia una remilitarización de la sociedad que puede ser contraproducente. No se trata que paguen justos por pecadores y que cualquier inocente pueda verse víctima del arrebato represivo de las autoridades. Por eso mismo, un decidido accionar policial ha de ir acompañado de una imprescindible mesura y de investigación fiable y fehaciente. La política penitenciaria también requiere cambios.
Deberá revisarse y cambiarse la forma de administrar los centros penales. Es intolerable que los delitos se planifiquen, ordenen y coordinen desde la prisión. Estar “a la sombra” debe dejar de ser una especie de vacaciones. El que quiera visitas familiares que se lo gane primero. Un par de veces al año y separados por un grueso vidrio ha de ser suficiente. Sólo a los que se hayan merecido pasar a la “fase de confianza” deberían gozar el derecho de la “visita íntima” con la parienta. Las visitas de abogados, gente de ONGs y de iglesias han de ser dosificadas y siempre con la separación del vidrio. Todo este relajo actual de droga, armas, dinero y celulares en manos de los reos se acabará de tajo si se suspende toda esa visitadera. De modo que si reaparecen sean los custodios los únicos sospechosos de su ingreso. Ésa es otra limpieza que ya empezó a hacerse y que debe culminarse, no sólo con despidos fulminantes, sino también con la aplicación de todo el peso de la ley.
El principio “no hay almuerzo gratis” – que suelen mencionar los economistas para indicar que alguien paga al final la factura – ha de aplicarse a la política penitenciaria. Una parte de la población del país no accede hoy día a los tres tiempos de comida y no es justo que se les proporcione a los reos a cambio de nada. Quien quiera comer a la sombra, a costa de los impuestos que todos pagamos, que trabaje y se gane lo que cuesta su alimentación.
Puede ser una buena experiencia para quienes jamás lo han hecho. El bien portado, quien no tenga delitos graves, puede laborar dentro del centro penal y de paso aprender un oficio que le abra perspectivas en un futuro, cuando recobre su libertad. Para los de mayor peligrosidad se pudiera retomar la experiencia estadounidense de trabajo forzoso, con cadenas y vigilados por guardias armados. Hay mucho en el país por reconstruir, escombros por levantar, quebradas que limpiar, vías y caminos rurales a los que dar mantenimiento. O picando piedra dentro del penal, como le tocó a Nelson Mandela por veintisiete años cuando estuvo injustamente confinado en Sudáfrica. Los miles de presos que hay en la actualidad, más los miles que se agregarán si los planes anunciados de veras funcionan, deberían dejar de ser una carga y por el contrario pasar a ser un aporte a la nación, al menos que contribuyan al gasto que ocasionan.
Para los que deciden y ejecutan los crímenes más horrendos podría explorarse otro tipo de tratamiento. “Se peló” – es la explicación que ha dado un marero refiriéndose al jefe de clica que ordenó quemar vivos a los pasajeros. Si de verdad es gente desquiciada, lo que hay que hacer es recluirlos en centros psiquiátricos de alta seguridad. Y dejarlos ahí de por vida, si no hay reporte médico que atestigüe su cura. No hace falta la cadena perpetua y tener que denunciar tratados internacionales. Son locos, al loquero. Son irrecuperables, pues todos a la isla de los locos; la Martín Pérez podría servir.