El proceso democrático salvadoreño abierto en 1992 ha caminado de manera estable; con sus vaivenes y más despacio de lo deseable en muchos sentidos, pero estable. Hasta hoy.
Las amenazas surgidas en la Asamblea Legislativa contra la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia deben ser consideradas una afrenta a la democracia y rechazadas con firmeza. Son una burda declaración de guerra de las cúpulas partidarias contra unos magistrados que en el poco más de un año que tienen en el cargo han demostrado valentía, firmeza, independencia y honestidad; justo lo que anhelábamos en una desprestigiada Corte.
De la Corte Suprema no esperamos que interprete políticamente qué es y qué no es oportuno, porque eso le compete al sistema político. Tampoco que dicte sentencias obedeciendo a otro tipo de intereses. De la Corte Suprema lo que esperamos es justamente lo que ha hecho esta Sala, y eso merece reconocimiento.
Las amenazas con destituir a los magistrados representan un ataque a la independencia de poderes y, por lo tanto, a uno de los fundamentos del sistema democrático, que solo tienen origen en la prepotencia de un sistema de partidos políticos mediocre y acomodado en el ganguerismo, que se ha sentido atacado por una sentencia de inconstitucionalidad.
Los partidos, que hoy revisan todos los cuerpos de leyes para ver cómo atajar la sentencia, reaccionaron primero haciendo una reforma constitucional antes incluso de que se diera a conocer la sentencia, y lo hicieron en la madrugada, tras una encerrona y sin ninguna discusión en el pleno. Como toda reforma constitucional necesita ratificación, esta acción no tiene ninguna utilidad práctica, porque la sentencia de la Corte se mantiene firme para las elecciones de 2012. Por lo tanto, el madrugón de reformas constitucionales fue, sobre todo, un claro mensaje político: el que se mete con el estatus de las cúpulas partidarias terminará perdiendo.
Es lamentable que este mensaje provenga justamente de cúpulas de los partidos que han sido incapaces de profesionalizar la política; que se han acomodado en los beneficios de los cargos; que no han mostrado ninguna intención de transparentar sus finanzas y menos de redactar una ley que los regule. Unos partidos que se han estancado y que han estancado el proceso democrático salvadoreño. Unos partidos que han compuesto un sistema político que, menos de 20 años después, ya parece obsoleto. Que se han convertido, unos más otros menos, en espacios para la compraventa de voluntades, para la corrupción, para el compadrazgo y el nepotismo, para el manejo de intereses ajenos a los de quienes los eligen.
Y es reprochable que sean ellos -acaso los principales responsables de consolidar la democracia y el sistema político- los que hoy lanzan amenazas contra una Sala de lo Constitucional que por fin comienza a dar muestras de institucionalización. No se trata, pues, de la conveniencia o no del contenido de la sentencia. Ya habrá tiempo para debatir eso. De lo que se trata, urgentemente, es de advertir a las voces recalcitrantes que hoy se alzan indignadas por la sentencia, que no queremos retroceder en este proceso, y que no estamos dispuestos a ver cómo unos cuantos se cargan los avances que tanto han costado a todos los salvadoreños. De eso se trata.