Hernán Rivera Letelier era el hijo del predicador evangélico, el minero que nunca quiso aprender más oficio que la literatura, el escuchador de plática de viejos, el Gabriela Mistral del campamento Pedro de Valdivia, el 'huevón' soñador que quería contar las cosas comunes y corrientes que vivían personas comunes y corrientes en el pedacito árido de América Latina en el que le tocó vivir. En 1994, cuando ganó el premio del Consejo Nacional del Libro, de Chile, con su primera novela, Rivera Letelier se dio cuenta de que se podía, de que su desierto, el inhóspito Atacama y los personajes que habitan en él, tenían la fuerza suficiente para ser contados a todo el mundo.
“Todos mis personajes y mis historias, no los busco”, dice el novelista chileno, y asegura que son ellos los que llegan a buscarlo para qué él los desentierre y los regrese a la vida. El último personaje que resucitó fue un Cristo de carne y hueso, un amante de devotas, un hombre que hacía milagros y endulzaba el oído. Era un personaje que lo había perseguido desde los cinco años y el buen resultado de su encuentro le valió para ganarse el Premio Alfaguara de Novela 2010. Por ese reconocimiento, Hernán Rivera Letelier llegó a El Salvador para hablar de su obra, de su vida y de su oficio de contador de historias.
Toda esta historia empieza en un comedor. Tu madre tenía un pequeño comedor...
... No era tanto. Como el viejo (mi padre) trabajaba en la mina y ganaba muy poco, ella trataba de ayudarlo. En la misma casa, en el campo minero Pedro de Valdivia, les daba pensión a los mineros solteros y ellos eran los que llegaban a comer a casa. Recuerdo días que tenían que levantarse, junto a mis hermanas grandes, a las 2 o 3 de la mañana para hacer la comida en unos fondos (ollas) enormes. Ahí llegaban a comer entre 30 o 40 viejos. Yo tenía como cinco o seis años y ellos, después de la cena, se quedaban contando historias en la mesa. A mí me mandaban dormir, pero me levantaba y me metía debajo de la mesa a oír estas historias.
¿Historias?
Sí, historias de desaparecidos, de la Viuda Negra, de la Llorona, del Descabezado... ¡qué sé yo!
¿Leyendas populares chilenas?
Sí, eran las leyendas que aparecían en la pampa chilena. Creo que ese fue el germen de mi gusto por oír y contar historias. Estoy convencido de que el ser humano, desde los tiempos de la edad de piedra, gusta de contar y de que le cuenten historias. Es un placer atávico. Y me convertí en eso, en un contador de historias.
¿Qué historia es la que recuerdas más de esas noches bajo la mesa? ¿Cuál historia fue la que te marcó?
Cuando los viejos hablaban de un personaje que aparecía de vez en cuando en ese desierto… De un personaje, justamente, que decía que era Cristo y andaba vestido como tal. Se contaban muchas historias de él.
¿Es el Cristo de Elqui, el Cristo de “El arte de la resurrección”?
Sí, es que el Cristo de mi novela pasó más de 40 veces por ese desierto. Entonces, quedaron muchas historias en el aire que escuché desde niño. Una vez escuché una que fue el detonante como para intuir que alguna vez iba a escribir sobre él. Escuché que en un pueblo que se llamaba Pueblo Hundido, él bajó del tren, se puso a predicar en la misma estación y mucha gente lo escuchaba, pero también había gente que se burlaba de él. Entonces, para demostrarles a esos incrédulos que era en verdad el hijo de Dios, dijo que iba a volar. Se subió a la rama más alta de árbol, abrió los brazos, se encomendó al padre eterno, como él le decía, y se lanza al vacío.
¡Y se mató!
No: se sacó la cresta en el suelo. Ja, ja, ja. Y todo el mundo vio que era una posta. Y esas eran las historias de él. Esa, particularmente, me tocó mucho porque me crie leyendo la Biblia... En mi casa, porque mis viejos eran evangélicos, no había otro libro que no fuera ese. Y los evangelios, la historia de Cristo, me los había leído no sé cuántas veces. Entonces, que me contaran de pronto que había un Cristo más humano, uno que fallaba en sus milagros, que se contradecía... ¡Que no hacía voto de castidad! Se contaban historias de que este viejo también se ligaba a sus devotas. Eso me encantó. Ese es el Cristo de mi novela, el Cristo humano.
¿Qué te gusta más: contar o escuchar historias?
¡Escucharlas me encanta! Soy más un escuchador que un hablador. Cuando estoy en un grupo de gente, escucho más de lo que hablo. Hablo sólo cuando tengo que hablar...
... Por ejemplo, como ahorita, en la gira por el premio Alfaguara.
Claro, tengo que hablar en las entrevistas, en las presentaciones de libros... pero soy un tipo como todos los que viven en ese desierto: más para adentro, más silencioso. Un tipo que le gusta más oír que hablar. Pero cuando empiezo a hablar, no paro.
¿Y cómo el hijo de un minero y devoto evangélico se convierte en escritor?
¡Y escritor descreído! En un escritor que no cree en las religiones, ja, ja, ja. Ni yo mismo lo sé. Soy un convencido de que las personas nacen con cierta sensibilidad artística. De muy niño me atrajo el arte.
¿Sí?
Sí, la escultura, la pintura... amanecía dibujando y pintando. Y, por supuesto, leyendo. Aprendí a leer y nunca más paré de leer, aunque en mi casa no había más libros que la Biblia.
¿Y dónde los conseguías?
Por ahí... leía cualquier cosa que encontrara. Hasta los 18 años leí pura basura: novelas de cowboys, novelas de ciencia ficción, novelas policiales... lo más intelectual que conocí hasta los 18 años fue Selecciones del Reader’s Digest y eso era de alto nivel.
Ja, ja, ja.
Y las leía y las mostraba, ¡estaba leyendo algo intelectual! Cuando empiezo a escribir, a los 18 años, es cuando empiezo a leer en serio. Es cuando descubro que hay un Juan Rulfo, un Gabriel García Márquez, un Mario Vargas Llosa y un Julio Cortázar. Es cuando descubro a los escritores...
(Rivera Letelier para la conversación de golpe. Pide un jugo –“natural, porque el de ayer era como de caja”, dice- y un cruasán de jamón y queso. “Caliente, por favor”, dice en voz alta y lanza una carcajada).
… ¿Quién te marca de esa época?
Básicamente fueron Rulfo, García Márquez y Cortázar. Cuando leí “Rayuela” quedé trastornado. Después descubrí “Cien años de soledad” y fue un deslumbramiento. Pero cuando leí “Pedro Páramo” me dije: “No, ¡esto es magia!”
Pedro, el de los páramos mexicanos, y tú, un hijo de las minas de salitre en la pampa chilena.
Claro, cuando leí “Pedro Páramo” me dije: “Bueno, si este tipo puede escribir sobre el desierto ese de México, yo puedo escribir de mi desierto, el de Atacama”.
¿Y Atacama es más grande?
Claro, y más inhóspito. En lo de Rulfo eran historias comunes y corrientes de campesinos, historias que él las volvió mágicas nada más a través del lenguaje. “Yo también lo puedo hacer, entonces”, dije. Sin caer en el realismo mágico, sin que mis personajes volaran o levitaran... Es que era nada, solo escenas comunes y corrientes con personajes comunes y corrientes y este tipo los volvía mágicos a través de la poesía en la prosa. Y eso se me terminó de recalcar cuando descubrí a Leopoldo Marechal. Él tiene una novelaza –se las recomiendo si nunca la han leído- que se llama “Adán Buenosaires” que es genial. Cuando la leí, me dije: “Yo alguna vez voy a escribir novelas”.
¿Qué escribías para entonces?
Poemas. Pero con esos libros descubrí que se podía hacer poesía en la prosa. Y para contar a ese desierto había que echar mano a la poesía.
Un desierto que tiene demasiadas tonalidades, colores…
... Mirá, en los amaneceres y los atardeceres de este desierto están todas las tonalidades que se pueden hallar del arco iris. Estoy convencido de que un pintor se trastorna ahí. Hay colores nunca vistos.
Mejor ser un fotógrafo. Llegas y tomas la foto de una vez.
Ja, ja, ja. No, creo que un pintor lo disfrutaría más porque ve esos colores y tiene que tratar de recrearlos. Y eso se hace con la poesía, con el lenguaje, en las novelas., a base de pura poesía y humor. Yo decía: “Quiero contar la historia de mi aldea, de mi campamento minero, del campamento Pedro de Valdivia; de mi compañero de trabajo, un personaje común y corriente; de mi amigo de infancia jugando con una pelota hecha de trapos. Quiero contar la historia de mi viejo, que fue un minero inmortal explotado hasta la mierda y que murió de silicosis, después de tantos años de respirar polvo en las minas de salitre, sin casa propia”. Esa son las historias que quiero contar. El punto era: ¿cómo contar esas historias pero de manera universal?
¿De manera que yo, en El Salvador, las pueda entender como si fueran mías?
Exacto. Y empiezo a pensar cómo hacer eso, cómo contar estas historias que están llenas de injusticias sociales, laborales y morales. Esas historias que, en sí mismo, al contarlas, iba a aparecer lo panfletario, lo social y lo político. Y quería hacer novelas sin apellido, que no dijeran de ellas “esta es una novela ‘social’, una novela ‘politica’” o, peor aún, “esta es una novela ‘panfletaria’”. Y hacerlo de tal modo que todo eso estuviera ahí, porque no se puede contar la historia de ese desierto sin que eso salga. Y en esto, me dije, hay que echar mano de la poesía y del humor. Y eso hice.
¿Y así nacen todas tus novelas?
Claro. No estoy contando nada nuevo.