El Ágora /

El trance a la armonía: baile y bocanadas a ritmo de reggae

La cultura reggae destaca como valor la armonía entre los seres humanos y la naturaleza, por lo que es curioso que donde más abunde la tensión y donde se generen más altercados violentos sea en los conciertos de este tipo de música.

Jueves, 26 de agosto de 2010
Lauri García Dueñas / Fotos: Fréderick Meza

Elvia y Fernando se sienten incómodos. Descansan en la terraza de un restaurante en un centro comercial de San Salvador. Hay sombra, pero las sillas en las que están sentados son de cuero de vaca. No logran acomodarse, cruzan y descruzan las piernas. Y es que ninguno de ellos come carne, ni apoyan la muerte de animales. Lo dicen con orgullo. Además de tendencias de consumo vegetal, ellos comparten el hecho de que les griten cosas en la calle. A él: Bob Marley. A ella: Hija de Bob Marley.

Muy lejos de Jamaica, y mucho más de Etiopía, Elvia, de 20, y Fernando de 24, estudiantes universitarios salvadoreños, son parte de una tribu urbana inspirada en el emperador etíope Haile Selassie, quien reinó en ese país africano durante dos distintos períodos a lo largo del siglo pasado y quien para la religión rastafari fue la reencarnación de Jesucristo.

El término musical reggae, derivación de ragga, a la vez abreviación de raggamufin, significa harapiento, y surgió precisamente de la cultura popular jamaiquina y de las aspiraciones culturales y sociales de la raza negra.

El rastafarismo encontró a uno de sus principales exponentes en Bob Marley, el cantante mítico de reggae, icono de esa cultura, portador de dreadlocks o rastas, es decir, pelo ensortijado al estilo jamaiquino, como las que Elvia y Fernando utilizan.

Ambos jóvenes admiten que no es lo mismo pertenecer a la religión rastafari -algo que no existe en El Salvador- que amar el reggae, y buscar mediante sus mensajes una armonía con el mundo y la naturaleza. Ideales que se convierten en el componente básico para saber si se pertenece a la tribu, o si solo se sigue el reggae como parte de una moda, explican.

Este ritmo musical, que apasiona a personas de diferentes extracciones sociales y políticas, está en pleno apogeo, luego que tuvo su boom en 2003, cuando la banda “Anastasio y los del Monte” puso a bailar a más de una generación y enarboló los colores del león de Judá, símbolo etíope.

Días antes que Elvia y Fernando -a quien todos llaman Fher- presuman la foto del chao mein vegetariano que se acaban de comer, se sientan incómodos platicando sobre unos sillones de cuero de vaca y recuerden una vieja historia sobre los poderes curativos y alucinógenos de una cáctacea; esperaban en la entrada del concierto de la banda argentina “Nonpalidece”, donde hubo de todo, menos la armonía que promulga el reggae.

Antes de entrar al local donde se agolpaban la agresividad, el humo y los borrachos; los chicos esperaban pacientemente, platicando apartados de la fila a orilla de la calle, sobresaliendo de la multitud por sus dreadlocks o rastas que siempre blanden con orgullo y los identifican frente a otros miembros de esta tribu urbana u otras antagónicas.

Hacerse unos dreads no es tan fácil, se necesitan por lo menos siete pasos técnicos y mucha paciencia para llegar a tener unos, entre estos separar el cabello, enredarlo y encerarlo, para luego compactarlo. Todo se hace con las manos y con ayuda de varios voluntarios, casi siempre amigos. Hay una serie de productos especiales para lograr estas curiosas trenzas que si bien no son “obligatorias” para identificar a esta colectividad juvenil, sí otorgan a sus portadores estatus dentro del grupo.

Aquella noche, Elvia y Fher platicaban, entre otras cosas, sobre el sentido que cobra ser un reggae en El Salvador. Lo cual va más allá de un par de trenzas.

La espiritualidad

Elvia reconoce que su vida cambió al ingresar al movimiento reggae: “Antes era como más triste, ahora soy como una luz, me cambió”.

Fher asegura que ambos son vegetarianos y no precisamente por la cultura rastafari sino por el respeto que quieren demostrarle a los animales, la naturaleza y el medio ambiente. “Yo no boto basura en las calles, trato de ser más armonioso, aunque no siempre se me da, pero de verdad te cala (el mensaje de la música), buscás lo mejor”, completa.

El egresado de ingeniería en sistemas, diseñador y colaborador de una página de música, asegura que este género, escuchado en altas dosis, tiene un efecto terapéutico en algunos jóvenes que antes se mostraron problemáticos: “Es un mensaje que se les va metiendo de a poquito, son bien relax, no hay desmadre ni problema”.

Aunque critica que algunas personas que recién han intentado sumarse al movimiento no se ubican: “Tienen un mes de escuchar reggae, y ya son rasta, rasta Jorge, rasta Mauricio…Desde mi punto de vista, hay personas que viajan esto como una moda, ves una persona y la ves con dreads o algo verde, amarillo y rojo pero se salen de los márgenes, fuman, toman, se drogan, entonces no está la esencia”.

Insiste que los que realmente quieran pertenecer a esta colectividad deberán ser coherentes en sus patrones de consumo y relacionarse armónicamente con los demás y la naturaleza.

Para él, dependerá de quienes con los años se queden en este movimiento para ver si se crea una tribu urbana sólida o simplemente pasa de moda como ocurrió con el “grunge”, subgénero del rock de los noventas.

Para mientras, las redes sociales entre estos jóvenes que gustan del reggae crecen en la vida cotidiana, conciertos, páginas web y blogs. No poseen una jerarquía o una repartición de funciones, sino que comparten y operan por vínculos de amistad, coincidencias en los centros de estudio, o porque van conociendo a los amigos de sus amigos.

Un miembro de esta tribu tiene a la mano los números telefónicos de sus más allegados, con los que comparte los gustos de consumo cultural y las confidencias, pero no necesariamente una colectividad organizada.

Las relaciones de Elvia y Fher con la demás comunidad reggae, se van sucediendo más fácilmente ahora que tienen dreadlocks que los identifican, explican, pues en la calle han conocido a otros amantes de este género, quienes les preguntan cómo se hicieron las rastas o simplemente los saludan como a viejos conocidos, aunque sea la primera vez que los vean. “Cuando conoces a uno, conoces a todos”, dice Fher, y subraya la palabra “hermandad”.

Julio Ramírez, promotor musical, lo explica a su manera: “La música comunica un mensaje social, de justicia, de paz, de armonía, de buena vibra, la gente ve a un rasta con su pelo chirizo, y si te les acercás, no huelen mal, se lavan el pelo. Aunque la gente los ha estereotipado, son personas muy relajadas, muy buena onda, si te pasa algo, ellos te ayudan, hablando ya como un grupo”.

Esa discriminación de la que habla Ramírez estaría a la orden del día, coinciden Elvia y Fher, a quienes en la calle comúnmente les gritan “monos chucos” o “lavate el pelo”, y no solo eso, a veces, la gente se aparta, les grita o habla a sus espaldas.

Estos ataques, para Elvia, sonriente siempre, constituyen simple folclor, porque según su percepción a toda la gente le gritan cosas en la calle sea rasta o no. Para Fernando, en cambio, estos gritos son expresión de discriminación, empapada de la cultura machista y conservadora salvadoreña.

Pero en vez de discriminar a este grupo, los salvadoreños tendrían que ir acostumbrándose, dice Álex Huezo, guitarrista de “Mística y Raíz”. “Puesto que cuando el reggae llega a una nación, a una sociedad, llega para quedarse para siempre”, asegura.

Como muestra, dice, las aproximadamente tres mil personas que se fueron a la playa en junio pasado para presenciar el concierto de la banda puertorriqueña “Cultura Profética”.

Álex también remarca el sentido espiritual de esta cultura. De familia católica, siempre creyó que la Biblia era “literatura hebrea y nada más”, pero su impresión cambió cuando al acercarse al reggae, encontró estos pasajes hechos canciones.

Para esos días, el joven había perdido a su abuela, cuya estampa sonríe hoy desde el marco de una foto de su casa de San Ramón.

Álex exploraba algún camino que llenara o dotara de sentido la pérdida. Se topó con el reggae, dándose cuenta de que era otra forma de ejecutar y componer música, y descubrió que contenía “el mensaje que yo siempre había querido transmitirle a la gente”. El mensaje no solo de cuidar a la naturaleza, sino entre las personas.

El THC

El común de la gente que escucha reggae fuma marihuana. No es nada nuevo. Las letras de las canciones de este género hablan de amor, de encontrar armonía con el mundo y de todo el trance que puede ocurrir cuando uno fuma un poco de ganja, hierba sagrada para los rastafaris.

El viaje no siempre es fácil. Una joven veinteañera, universitaria, de clase media, contaba entre risas la vez que fumó tanto que terminó viendo cómo los puntos de su cubrecama tomaban vuelo y se quedó clavada oyendo una misma canción durante varios minutos, cuando esta ya había terminado de sonar. “Estuve a punto de decirle a mi mamá que me llevara al hospital”, se ríe.

O el caso de otro joven reggae que relataba la anécdota de que en Guatemala, en un concierto de “Iguanamanga”, le dio “la pálida”, sensación que deja a la persona asustada como si hubiese visto un espanto, produce escalofríos y baja la presión. El chico asegura que se la quitó mascando chicle.

La mota es parte del movimiento. Gajes del oficio. Como quedó claro esta tarde en El Cafetalón, cuando diversas tribus urbanas se dieron cita en el Festival de la Juventud de Santa Tecla.

Mientras un par de policías, una mujer y un hombre, guardas del parque, platican coquetamente, adentro el olor a marihuana fluye intenso. Punks, skins, metaleros, reggaes y otros desfilan por la polvorienta cancha de fútbol.

Los saludos y las pláticas se multiplican y al fondo varias bandas nacionales tocan sin que nadie les preste demasiada atención. Al acercarse a las graderías, es fácil guiarse hacia dónde está el origen del olor a hierba. De camisas hippies, con el dibujo de un puño socialista que en vez de sostener la clásica rosa muestra una hoja de marihuana, sonrientes, de ojos brillosos y enrojecidos, están los flamantes miembros del colectivo de los THC (Todos Haciendo Conciencia o bien Tetra Hidro Cannabinol, sustancia activa de la marihuana).

La primera vez que vimos a los THC repartían volantes en la marcha universitaria del 30 de julio, en los que aseguraban que: “Creemos firmemente que nadie más que nosotros mismos nos va a liberar”.

“THC busca resaltar aquella libertad que nunca nos van a poder quitar”, remataban. En su página web enarbolan sus valores: Amor a la vida, soberanía individual, impasibilidad, tolerancia y humildad.

Este colectivo se declara secreto y sus miembros dicen que tampoco pueden revelar dónde se reúnen periódicamente. Para identificarse lo hacen con sus pseudónimos, varios en honor a la marihuana: Juan, Venancia y Nancy, de 22 años; Mary Jane y Lilo, de 20; David y Rolando Montes, de 17.

Están reunidos debajo de unos árboles, se apartan de la multitud que llena el Cafetalón e inmediatamente, como activando un detonador, disparan un discurso bien articulado y político, a pesar de que dos de ellos apenas cursan educación media. Hablan con vehemencia, se interrumpen. Aclaran que su trabajo no es político partidario sino de concientización colectiva.

Insisten en que el objetivo de su grupo no solamente es defender la despenalización del consumo de marihuana, sino generar conciencia crítica ante los problemas de actualidad, locales e internacionales.

Rolando arranca: “A varias personas se los explico así de simple: por querer darte un porro en un parque, ¿Sos un criminal? ¿A quién le estás haciendo daño? Si le preguntás a un científico, a un biólogo, te va a responder que ni siquiera te estás haciendo daño a vos mismo. El punto es: ¿Por qué meter preso a alguien solo por fumar hierba?”. Sus ojos están rojos por el último porro.

Los chicos afirman que detrás de la penalización del consumo de marihuana existen conspiraciones de las trasnacionales farmacéuticas que ganan millones con sus patentes. Critican que se haya perdido la costumbre de curar enfermedades de manera natural, con albahaca, “o con algo de marihuana en alcohol”. Sus voces son de total seriedad.

Creen que si se despenalizara el consumo de esta hierba, tal vez muchos jóvenes preferirían fumarla en vez de abusar de drogas químicas. Sueñan. Además, protestan: “Si el tabaco hace tanto daño, ¿Por qué no lo prohíben también?”

A coro, las chicas del grupo dicen que están cansadas del estereotipo del marihuanero, considerado por la sociedad salvadoreña como vago, loco y flojo. Ellas piensan todo lo contrario. Admiran al marihuanero, a la marihuana y apoyan su consumo, empezando por practicarlo ellas mismas.

Lilo toma la palabra y explica por qué nace este colectivo, más allá de la amistad y de una revista que les dejaron como tarea en el colegio: “Queremos hacerle ver a la gente que cada hombre, cada mujer, somos sujetos de cambio, que deberíamos estar comprometidos para cambiar este país, conocer nuestra realidad y nuestro pasado”.

Algunos miembros de THC creen que las tribus urbanas son una alternativa a las pandillas delincuenciales.

Sobre estas últimas, reflexiona David: “Hay algo que tenemos en común todos los jóvenes de El Salvador y es el hecho de que es más fácil pertenecer a una pandilla y vivir bien así, que estudiar, y a ver si luego trabajás”.

Mary cree que muchos jóvenes se meten a las maras porque no tienen nada más que perder, dadas las circunstancias que los rodean: Marginación, ausencia de los padres o familias desintegradas.

Juan critica a todas aquellas personas que creen que la solución a las maras es simplemente encarcelarlas o matarlas. “No se preocupan por saber realmente por qué razón están haciendo lo que están haciendo, por qué están matando a otra persona, sin conocerla, odiándola sin saber quién es, qué hace, solo por estar en una pandilla diferente. Si bien hay cuestiones externas que podría propiciar tu medio ambiente como para que terminés liberando tu energía en agrupaciones violentas, no es algo enteramente interno”.

Como joven, miembro de otro tipo de agrupación, cree en el libre albedrío y no solo en el condicionamiento social: “La persona siempre tiene la decisión y si él decidió que lo ‘brincaran’ para pertenecer a la pandilla, fue él, nadie más”.

Juan y David concluyen que THC también tiene como objetivo crear conciencia a los salvadoreños sobre la coyuntura actual, pero también sobre “el enemigo”.

“Decimos enemigos a los que nos toman de enemigos a nosotros, que son las clases dominantes, ellos se encargan de nuestra educación y los planes que vienen desarrollando tienen ya cientos de años”, acota David.

Se trata, pues, de “desenterrar el hacha de guerra” contra la sociedad adulta, como lo mencionaron en su momento los autores del libro “Tribus urbanas, en busca de una identidad juvenil”.

Meztli, 24 años, pintándose las uñas de naranja en la sala de su casa de la colonia Layco, con reproducciones de Frida Kahlo mirándola desde los muros, también explica que el reggae contiene toda esa energía de crítica social que descargan los THC.

Se declara una joven altamente inconforme con el sistema económico actual: “A mí me gustó el reggae no solo porque cantaba canciones de pajaritos, hay mucha gente a la que le empezó a gustar por el hecho de los contenidos, algunos son contestatarios y hablan de no estar conformes, como muchos géneros musicales, pero no tan violento, como más armonioso”.

Meztli es hija de la poeta y feminista de izquierda, Silvia Matus. De su mamá aprendió, entre muchas cosas, su amor por Bob Marley. En el cuarto de la chica, destaca el cartel del cantante jamaiquino y una bandera verde, amarillo y rojo.

Sobre el tema de las pandillas, Meztli cree que si hubiera más divulgación de los géneros musicales que escuchan las tribus urbanas, éstas podrían ser una de las alternativas para que jóvenes no ingresen a agrupaciones de corte delincuencial.

Álex, del grupo “Mística y Raíz” destaca cómo el reggae ha interesado por la ejecución musical a muchos jóvenes de los barrios más populosos de San Salvador, alejándolos de la delincuencia. Chicos que lo buscan después de cada concierto, para preguntar cómo pueden empezar a tocar reggae.

La paradoja

La cultura reggae destaca como valor la armonía entre los seres humanos y la naturaleza, por lo que es curioso que donde más abunde la tensión sea en los conciertos de este tipo de música, y donde se generen más altercados de violencia.

Puede ser, como sostuvieron muchos entrevistados, que el reggae está de moda y a los “toques” llegan miembros de otras tribus, “civiles” y hasta “fresas”, chicos de clases medias altas y altas que ostentan su condición de superioridad económica frente a los demás.

Una noche fui a escuchar a la banda argentina “Nonpalidece” en el Foro Live de la Zona Rosa. Eran un poco más de las siete de ese viernes de julio y en el parqueo muchos adolescentes fumaban tabaco y tomaban, algo supuestamente contrario a la ideología más pura del reggae, la más natural. Sin embargo, no todos iban identificados con la vestimenta o accesorios propios de esta tribu.

Fue avanzando el tiempo y el público no terminaba de entrar al foro. Poco a poco fue sumándose más gente a la fila. A las ocho sonaban en altos decibeles “Los Fabullosos Cadillacs”, mientras los nacionales de “Mozote” intentaban ajustar sus instrumentos, lo cual les tomó casi una hora, entre varias pruebas y la impaciencia creciente del público.

La luz se cortó por primera ocasión, ningún extractor de humo se apreciaba a simple vista y el humo de los cigarrillos se iba acumulando. Para mientras, el parlante reproducía los éxitos más pop del reggae, sonaba un viejo CD de “Gondwana” y alguna que otra pieza de corte comercial.

“Sentimiento original” hacía tararear a algunos de los asistentes, mientras se reproducían el ícono de Bob Marley en camisetas negras, las banderas verde amarillo y rojo y los gorros de lana para sostener los dreads o el pelo que caía liso sobre los hombros.

Entonces, afuera sonó un golpe seco. Algunos testigos dijeron que el vigilante disparó al aire para evitar que algunos menores de edad se saltaran la barda. Las versiones se contradecían y otros dijeron que lo que sonó no fue un disparo, sino un golpe. La tensión crecía.

Los ánimos se calentaban, un grupo de batucada logró hacer bailar a los sudorosos espectadores, mientras los organizadores se comían los nervios tras bambalinas por los problemas de seguridad, sonido y luz. Las paredes del local vibraban al ritmo de las percusiones.

El humo de centenares de cigarros fue penetrado por un suave pero reconocible olor a marihuana, un borracho sin camisa bailaba enfrente de los músicos, tambaleándose, el dueño de un blog de reggae insistía en conseguir asiduos a pesar de que su publicidad verbal de persona a persona era casi inaudible por la fuerza de los tambores y los parlantes.

“¡A qué horas la banda, pendejo, para eso pagamos!”, le gritaba un impaciente al animador que anunciaba el próximo concierto de reguetón y quien fue doblemente abucheado por su atrevimiento.

Todo siguió degenerándose cuando se fue la luz por segunda vez, luego que “Mozote” por fin lograra conectar, y tocar, tranquilizando solo temporalmente al auditorio.

Al concluir el bloque designado a los teloneros, la gente salió a respirar y tomar aire. En ese momento, adentro y afuera, varios borrachos agresivos se tambaleaban y no se respiraban ni armonía ni amor.

David, un fotógrafo y cantante que cubría el evento, se quejaba: “Ahora que está de moda todos tocan reggae, los músicos de otras bandas nacionales, van y tocan reggae”.

En resumen, antes que “Nonpalidece” entrara en acción, ya el ambiente se había tornado denso, incómodo. Un borracho me tocó las nalgas y cuando por fin salí a la calle me pregunté si el amor y la paz que tanto promulga esta tribu se habían escapado esa noche demasiado lejos.

Días después hubo un concierto de Pablito Molina en la Feria Internacional. A la entrada, la policía no dejaba ingresar a aquellos que no mostraran su Documento Único de Identidad (DUI). Mientras la policía acosaba a los jóvenes y los dejaba en la puerta mojándose bajo la lluvia, al interior, de nuevo, el humo de los cigarrillos se multiplicaba dentro de un local sin salidas de emergencia. Tomar agua era más caro que tomar cerveza y los borrachos empezaban a hacer de las suyas incomodando a las mujeres.

La vocalista del grupo costarricense “Kingo Lovers” casi cae de chapuzón al público por un borracho que se subió a la tarima y la empujó. Pero logró estabilizarse y retomar su canción.

Pablo Molina, de 44 años, argentino, quien fuera guitarra y voz de la banda “Todos tus muertos” hizo su entrada triunfal al escenario, vestido de sombrero y chaleco. Sombrero que luego le arrebataría alguien del público.

El ídolo tocó uno a uno varios clásicos del género, hablando de amor, y de Jah, abreviatura de Yahvé (Jehová). El rastafarismo cree que los jamaiquinos y las personas de raza negra son descendientes de los israelíes, y por lo tanto del pueblo “elegido por Dios”. Por eso, las canciones de este género contienen referencia a esa deidad.

A pesar de todas las letras dulces, positivas y hasta cursis, dejadas escapar por el cantante argentino, la “buena vibra” fue lo que faltó, y el concierto terminó luego de una gresca entre varios asistentes.

La hermandad

Elvia y Fher se conocieron mediante la web social hi5 hace dos años. Ahora son muy amigos, salen juntos, comen juntos chao mein, y su relación aunque sigue teniendo su parte virtual en el Facebook, se concreta en una rutina semanal fraterna y afectuosa.

Aunque aquella tarde en que se sentaron en los sillones de cuero de vaca, Fernando no quería establecer como punto de reunión un centro comercial, accedió porque era más fácil para su amiga. Elvia es más callada que su interlocutor, fuma tabaco y siempre está sonriendo. En medio de la conversación, su amigo le critica su adicción al cigarrillo. Ella sonríe más.

Fernando insiste en resaltar lo que se encuentra en los conciertos, la incongruencia de ciertos jóvenes que no entienden el mensaje del reggae y se dedican a tomar, fumar y hacer relajo. “El trip este de Jah love y ondas así, entonces la gente piensa que oyendo reggae y teniendo dreads te van a tratar de esa forma, tratan de inspirarte algo armonioso, vos te los encontrás en la calle y te saludan, pero es cierto, no todos te saludan, no todos captan esto de la armonía, puede que de repente entre algunos haya riñas”.

Elvia recalca la parte positiva, cuando fluye la coherencia y hermandad. Se ríe de la ocasión cuando con otros dos amigos convencieron a una dependienta de que eran hermanos porque usaban rastas, y porque según tenían una abuela hondureña. Lo cual no es cierto.

La chica asegura que lo cómico se torna difícil cuando sale a pasear con su mamá y la gente le dice cosas o se le queda viendo raro, pues la señora no está acostumbrada a estos asuntos de la tribu de su hija. “Con el tiempo te sentís como normal, porque no es que seas anormal”, remata.

Esta frase la puso junto a otros comentarios de Fernando para explicar que si bien las escenas o tribus urbanas están aparentemente separadas por su estética y costumbres, y al ingresar a ellas los jóvenes forman parte de un solo grupo, también se pueden dar otras combinaciones posibles, y alguien puede ser parte de varias “escenas” a la vez.

Llegados al parque Maquilishuat, Fernando se acuerda de cuando de pequeño su padre los llevaba a pasear a las áreas verdes y reflexiona como ahora los espacios públicos no son los más frecuentados sino los centros comerciales.

De la nada, Elvia se suelta a hablar de su iguana Tequilo, a la que tuvo que cambiarle el nombre cuando se dio cuenta de que era macho y ya no podría nombrarla Tequila. El tiempo se les pasa a los dos amigos recorriendo los senderos boscosos. Descansan.

Elvia aspira su cigarrillo, se enorgullece de ser una de las poquísimas salvadoreñas que usa dreadlocks. Dice que sus amigas de la universidad son “variadas” y aunque no van a toques de reggae, la fraternidad con ellas también subyace.

Fernando vuelve al tema de la marihuana. Ninguno de los dos fuma, aseguran. Fernando diserta: “No sé, pienso que quizá el consumo de marihuana es algo común ahora entre la juventud, no solo en las personas que usan dreads y escuchan reggae, igual lo hacen las personas que escuchan metal. Creo que es indiferente, es más cuestión de gustos. En nuestro caso es obvio, la música reggae trae de trasfondo la marihuana”.

Sería como escuchar a Bob Marley o “Cultura Profética” sin que se te antojara fumarte un porro, explica. Un mensaje repetido en una canción cala en la curiosidad juvenil, asegura.

Fernando celebra que a su trabajo puede llegar en sandalias y en dreads, mientras Elvia dice que lo pensaría si llegase la hora de tomar un empleo que le obligara a cortarse sus rastas. Y es que le ha costado tanto mantenerlas.

Los chicos se despiden, toman autobuses en distintas direcciones, hasta la próxima vez que se vuelvan a encontrar y tal vez coman otro chao mein vegetariano, pero eso sí, lejos de los sillones de cuero de vaca.

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