Opinión /

El burro y el toro


Domingo, 1 de agosto de 2010
Ricardo Ribera

La última vez que visité Barcelona se lo pregunté a mi cuñado. En mi época, es decir, en tiempos del franquismo, antes de venirme para El Salvador, jamás había visto tal símbolo. Observaba ahora muchos vehículos adornados con la silueta de un burro, que a menudo iba acompañada de otra pegatina con la bandera catalana. Para mí era un misterio. ¿Por qué la nueva moda y qué es lo que representaba?

Recibí una amplia explicación, confirmada después por mi sobrina, quien con los años se ha vuelto catalanista, ecologista y varios “ista” más. Todo vino, me dijeron, como una reacción frente al rampante españolismo que elevó la figura del toro (copiada de una famosa valla publicitaria del brandy Osborne) a categoría de símbolo patrio. Hasta la bandera española se empezó exhibir con la silueta negra del toro.

La imagen recuerda, sin duda, la llamada “fiesta taurina”, las corridas de toros, consideradas algo típico del país, frecuentemente visitadas por grupos de turistas para los que España se resume en la expresión “sol y toros”. La obsesión por el animal ha estado siempre presente. Por ejemplo en la escuela se nos enseñaba que el mapa tenía la forma de piel de toro. No importaba que en realidad se nos mostrara toda la península ibérica, como si Portugal no fuera país independiente; ni tampoco el que ninguno de nosotros hubiera visto jamás, extendido, el pellejo del animal. El territorio español era la piel de toro y punto.

Pero la razón de la popularidad del “toro de Osborne” es otra: de la silueta destacan, por su gran tamaño, los genitales de la bestia. Plato culinario castellano con fama de poderes afrodisíacos, comer huevos de toro representa, según tal creencia, asimilar la potencia sexual del semental. A nivel simbólico el toro está asociado a la virilidad, fuerza, valor y nobleza de la embestida. Valores altamente apreciados por la raza que alguna vez culminó la “reconquista” de la dominación árabe y llegó a crear una potencia imperial.

Visto desde Catalunya, tras la silueta del toro está el imperio español, su orgullo, su intolerancia y su fiereza. Está la derrota catalana ante sus ejércitos. Está el centralismo de Madrid y la incomprensión por el talante, la idiosincrasia y los valores del pueblo catalán. Surgió la idea, anónima, de contraponer al toro castizo un animal propio.

Es así cómo apareció, frente al toro “de ellos”, la promoción de la figura del burro catalán. Éste existe. Es decir, hay una raza especial de asnos propia de Catalunya. El burro catalán es famoso y apreciado por su gran capacidad de trabajo. Es un animal barato de mantener y capaz de cargar grandes pesos, de caminar largas distancias, de subir empinadas cuestas donde un caballo andaluz fracasaría. Tiene fama, como todos los asnos, de ser testarudo, a la vez que humilde y poco exigente. En resumen, representa una serie de contra-valores frente a lo que simboliza el toro.

Irónicamente, los catalanes se consideran a sí mismos representados por el burro. “Trabajamos como burros y nos tratan como burros.” Siempre se han sentido explotados por el resto de españoles, ya que el monto de impuestos que paga Catalunya suele ser bastante mayor al de las inversiones que recibe del Estado. Las carreteras, el tren de alta velocidad, cualquier obra de progreso, suele llegar más tarde o se mantienen de inferior calidad. De hecho el desarrollo económico de la región ha permitido desarrollar otras regiones españolas, lo cual es justo, pero ha dejado claro resentimiento en Catalunya. Se agrega a otras fuentes de malentendidos, que provienen del contraste en las mentalidades. Los catalanes somos “raros”. De hecho pocos pueblos tendrían la capacidad de sarcasmo de identificarse con el burro como símbolo de su propia identidad.

Todo este trasfondo se ha agudizado con la reciente sentencia del Tribunal Constitucional recortando los alcances y competencias del Estatut, que aumentaba las posibilidades de autogobierno del pueblo catalán. No importó que el mismo hubiera sido democráticamente aprobado en Catalunya, con algunos recortes por Congreso y Senado españoles, votado finalmente en referéndum. A la postre los recursos de inconstitucionalidad promovidos por la derecha prosperaron y provocaron un problema más que teórico: ¿qué debe prevalecer, la voluntad popular democráticamente expresada o la Constitución que un alto tribunal interpreta? Una salida fuera cambiar la Constitución, reformarla. Pero eso es teoría. Lo que se enfrentan son la percepción de la nación española y la sensibilidad de la catalana. ¿Es España una sola nación, única e indivisible, o es una entidad multinacional, que debería evolucionar hacia las formas de un Estado federal?

La sentencia contra el Estatut provocó una enorme manifestación de repulsa, que concentró en Barcelona a millón y medio de personas. Un día después era la final del Mundial de fútbol y la victoria de la selección española parecía opacar la demostración catalanista. Pero es un equipo donde la presencia de jugadores catalanes y del Barca es muy grande y decisiva. Puyol y Xavi sacaron una bandera catalana en medio de la celebración del triunfo, que se sumó a las españolas que portaban otros del equipo. Sin mayor conflicto.

Sin embargo, los ánimos se han caldeado de ambos lados. El último episodio de la contradicción entre españolistas y catalanistas ha sido la reciente prohibición de las corridas de toros, aprobada en el Parlament, para que rija en Catalunya a partir de 2012. Con votación dividida, triunfaron aparentemente los argumentos contra el maltrato de los animales, contra la crueldad y tortura que supone la “fiesta taurina”. Algo así como el triunfo de la civilización sobre la barbarie. Pero detrás está todo el trasfondo político, el choque de centralismo y autodeterminación, el desencuentro entre dos culturas. También el grave dilema en que se debate en todas partes la democracia.

Desde Madrid – y en Catalunya desde la derecha – se dice que debe defenderse “la libertad”. Pero enfrente se razona que la democracia implica también valores fundamentales. Un debate similar en Francia sobre si es lícito que la democracia prohíba el uso del “burka” de las musulmanas, por ser considerado discriminatorio y atentatorio a la dignidad de las mujeres. O cuando Europa persigue como delito la ablación del clítoris, defendido como una tradición cultural en ciertos países africanos. En similar posición quedan los defensores de la tauromaquia cuando insisten en el carácter “cultural” e identitario de las corridas de toros. ¿Puede la democracia prohibir ciertas prácticas? ¿Debe la democracia centrarse en la defensa de la libertad, sin entrar a cuestiones que significan dilemas éticos?

Yo creía tenerlo claro. De hecho, me pegué una silueta de burro en el carro a mi regreso de Barcelona. La anduve orgulloso varios meses. Mi primer desconcierto fue cuando alguien me preguntó si apoyaba al Partido Republicano de Estados Unidos. “Es que el símbolo de los demócratas es el elefante; el burro lo es de los republicanos.” En mi primera reacción pensé si colocar una silueta con el rostro de Obama a la par de la del burro. Pero pronto consideré que se prestaría a más y peores malentendidos. Dudé si retirar la calcomanía. Tiempo más tarde se resolvieron todos mis dilemas. Un buen día el burro ya no estaba. Alguien lo había arrancado limpiamente y sólo quedó una fea huella de su anterior presencia. Me dejó con otras inquietudes: el que haya sido, ¿era catalanófilo? ¿O quizás algún catalanofóbico? ¿Sería un amante de los animales? ¿Un admirador del partido republicano?

Si alguien viaja a Catalunya, por favor, vea si puede traerme un burro para reponerlo en mi carro. Vea también si ayuda a convencer a los nativos de sustituir el toro de la bandera española por la silueta de un pulpo. Dicen que es un animal con ocho cerebros, adivinador y que además trae buena suerte. Parece una buena alternativa. Al rato nos ofrece una reconciliación zoológica que ayude a la convivencia entre el otro tipo de animales, ésos de los que decimos que son racionales. Falta hace.

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