Opinión /

Marxismo y libertad


Lunes, 16 de agosto de 2010
Álvaro Rivera Larios

En el equipaje de todo marxista honesto ha de haber un espejo riguroso, para que pueda rasurarse y para contemplar su propio rostro desde una perspectiva crítica. Un marxista de visión unilateral se da por satisfecho con refrendar literalmente la condena clásica de Marx al capitalismo; salvo casos excepcionales, no teorizará sobre la historia política del socialismo ni sobre las carencias de su propia doctrina.

Al eludir su historia política, al negarla como un objeto de análisis que pueda repercutir sobre la estructura de sus ideas, el marxista de visión unilateral corre el peligro de divorciar la teoría de la experiencia y por ese camino lo más probable es que se precipite de forma inexorable en la escolástica (sucede con la escolástica que el pensamiento vivo se petrifica y los contornos de la realidad acaban sometidos a la autoridad de un texto).

Al examinar la historia de aquellas empresas políticas que se han inspirado en el marxismo debemos tener el cuidado de no relacionar toscamente el destino de dichos proyectos con la suerte que ha tenido su filosofía. La relación entre un pensamiento y sus efectos sobre “la realidad” es bastante compleja. Algunas coordenadas teóricas del marxismo tienen la suficiente riqueza y plasticidad como para explicar los fracasos políticos de quienes se han inspirado en sus conceptos. La caída del muro, por lo tanto, no equivale a la caída catastrófica del pensamiento marxista, pero yerran quienes consideran que ese derrumbe –una experiencia histórica de vastas consecuencias– no afecta en lo más mínimo a la teoría…y a la práctica.

Un pensador escolástico puede quitarse de encima este problema tan molesto dictaminando que la teoría marxista (restringida a la palabra de Marx)  solo tiene un objeto: la crítica de la economía política del capitalismo. Quedaría fuera de su reflexión tanto la teoría del socialismo como la experiencia histórica de los socialismos reales.

Marx evitó plantear un modelo socialista, porque razonaba que dicho modelo solo podía extraerse y desarrollarse a partir de sus condiciones de posibilidad objetivas en una sociedad concreta. El pensador alemán se limitó a describir y explicar aquellas tendencias y contradicciones dentro del modo de producción capitalista que anunciaban la posibilidad objetiva de otra forma de organización económica y estatal. Obviamente hizo algo más: argumentó y señalo quien sería el sujeto y cuáles debían ser las ideas que desencadenarían la revolución.

En el horizonte que Marx tenía delante, el socialismo era un proyecto factible, un futuro al que empujaban las tendencias y contradicciones históricas del capitalismo y al cual los obreros de su época tenían que acercarse por medio de una práctica consciente y radical. Nuestro horizonte histórico es muy distinto, tenemos detrás (como un fenómeno del pasado reciente) los diversos intentos que se han hecho de trascender la organización social capitalista para construir, a partir del diagnóstico marxista, un nuevo tipo de sociedad.

Cabe discutir si a dichas experiencias, ya fracasadas, se las puede tipificar de socialistas. Lo más probable es que ninguna de ellas haya reunido las características que impondría una definición formal, “radical” y “científica” del socialismo. Lo que no puede negarse es que los constructores del socialismo real se veían a sí mismos como auténticos marxistas. Todas sus acciones, incluso las monstruosas, fueron hechas en nombre del proletariado.

Al marxista cerrado le basta con definir este fenómeno histórico –el de los socialismos reales- como un desvío, como una traición al mensaje puro y auténtico del fundador. Pero nunca se pregunta a qué causas históricas obedece la frecuencia con que los políticos marxistas se han alejado y desviado de la palabra de Marx. El marxista dogmático elude teorizar sobre la frecuencia de tales desvíos y perversiones terribles, nunca se plantea si como experiencia histórica tienen algo que decirle a la teoría.

El capitalismo fue el objeto de estudio prioritario para Marx. Hubo temas sobre los que nunca reflexionó sistemáticamente: los que ahora están relacionados con la ecología, el feminismo, la estética, etcétera. Que Marx no los abordase de forma directa y personal no los elimina como posibles objetos de estudio. Y es por eso que ahora, después de Benjamin y Adorno, podemos hablar de una disciplina como la estética marxista. Sería estúpido recusar este último campo de investigación aduciendo que Marx nunca lo abordó de forma explícita y estructurada. Sobre el socialismo, como ya razoné, el pensador alemán no podía emprender una reflexión sistemática sin caer en alguna forma de idealismo utópico. Nosotros, sin embargo, más allá de cómo las definamos, sí podemos examinar (recurriendo a Marx) la experiencia histórica de aquellas vastas empresas de ingeniería política que durante el siglo XX se autodenominaron socialistas.

Al marxismo, visto como una ciencia, no le es ajena ninguna experiencia social y por esa misma razón, si Marx estuviera vivo en este momento, no pondría reparos en iniciar o promover una crítica de la economía política del “modo de producción soviético”. Ese balance histórico lo más probable es que influiría sobre sus propuestas constructivas y lo obligaría a reflexionar, de forma clara y sistemática, sobre el problema de la libertad en la construcción del socialismo. Esa reflexión ya no tendría el carácter de una previsión utópica, sería un balance general, teórico, sobre las grietas, carencias y conflictos que condujeron al fracaso y al extravío de la libertad en unas sociedades, las del socialismo real, que nacieron con el objetivo estratégico de liberar a los oprimidos.

Como filosofía liberadora, el marxismo actual ya no puede limitarse a exponer la forma en que el capitalismo socava el marco jurídico e institucional donde presuntamente se objetivan los conceptos que los liberales tienen de la libertad. Eso ya lo hizo el joven Marx. Como filosofía liberadora, el marxismo debe exponer una concepción positiva, general, de su propio diseño político de la libertad. En esa concepción debe estar presente (como una premisa) un análisis lúcido, profundo, sobre los fracasos políticos que ha tenido la izquierda histórica a la hora de construir nuevas formas de democracia.

Un teórico radical salvadoreño, cuando habla de democracia, se limita a reseñar los fallos de la democracia representativa y da por supuesto que sus propios planteamientos radicales ofrecen una respuesta clara, segura e infalible al difícil problema de la construcción de otra democracia más profunda. Esa confianza, en mi opinión, resulta engañosa porque no asume en nuevos conceptos y orientaciones el balance histórico de los fracasos de la izquierda en su intento de construir la libertad. Resulta fácil denunciar la ficción de los derechos humanos y ciudadanos en el capitalismo, es más difícil retomar esa herencia liberal, como problema, para revalorizarla de forma teórica y práctica desde una perspectiva marxista. Por obrar de acuerdo con la lógica de las negaciones maniqueas y absolutas, un amplio sector de la izquierda histórica tiró por la borda, ignoró, el necesario trabajo de reflexión en torno a la manera de estructurar las libertades individuales dentro del marco de la edificación del socialismo. Esa laguna empobrece ahora la forma en que cierto marxismo proyecta positivamente el consenso, la pluralidad, la autonomía relativa de la opinión pública, los tratos entre el individuo y las instituciones. Y dicha carencia no puede rellenarse con bellas promesas o buenos deseos, mientras se tolera que sobrevivan planteamientos y actitudes que ya desacreditó la historia.

La izquierda salvadoreña está muy lejos de haber abordado estos problemas y sus complejas implicaciones. Mientras no lo haga, por mucho que se sume al carro del socialismo del siglo XXI, el suyo continuará siendo un socialismo del siglo pasado.

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