Recordé la conocida canción Pedro navaja, de Rubén Blades, más que nada su estribillo con la moraleja: “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”. “Cabal” – pensaba yo. Sólo veía el cielo, tendido como estaba en la camilla de la ambulancia. Ésta se abría paso con dificultades en el tráfico de San Salvador, afortunadamente no tan denso a las cuatro de la tarde. Había llegado por mi propio pie al consultorio universitario, tras atravesarme medio campus. Pero al rato ya no me dejaban ni sentarme.
Me habían llenado el cuerpo de cables y electrodos. Y al parecer a los doctores les asustó el sismograma que imprimió el dichoso aparatito. “Debe estar descompuesto” – me decía yo, para mis adentros. Y, para mis afueras: “Oigan, ¿no están exagerando?; yo, en realidad, ya me siento bastante mejor, tal vez si me dejan descansar un ratito en aquella silla…”
Me veían como si me hubiera vuelto loco y me explicaban: “No se preocupe; en el hospital le harán unos exámenes más y ahí se podrá confirmar”. Y sí, a poco de entrar a emergencias se confirmó. Como que ya esperaban la ambulancia. Me atendieron de inmediato, me hicieron más pruebas y al cuarto de hora ya tenía un cardiólogo a la par, viéndome con expresión grave. “Tiene usted un infarto en evolución.” “Ah, ¿tengo un principio de infarto?, ¿eso quiere decir?” “No, un principio de infarto no; tiene infarto, el infarto empezó y no ha terminado; vamos a subirlo enseguida a quirófano, si usted está de acuerdo, claro. ¿Lo está?”
Mi perplejidad debió confundirse con mi reacción de puro susto. El tipo éste de blanco, ¿de veras espera que yo conteste su pregunta? ¿Qué puede respondérsele a alguien que pide tu consentimiento para operarte del corazón, mientras con frialdad profesional te informa que “usted está teniendo ahora un infarto”? A punto estuve de contestarle torpemente: “Pero, ¿está usted seguro?; porque a mí no me duele nada”. Pero al sujeto se le veía muy, pero muy seguro. Así que ni modo: “Haga usted lo que tenga que hacer” – le dije al fin, intentando asumir la postura más heroica y digna posible.
Manos que apretaban mis manos. Del alumno que, bien solidario, me había acompañado y cuidado, desde que en el aula musité un “no me siento bien, no vamos a poder seguir con la clase”. También de mi mujer y de mi hijo, que llegaron casi a continuación de la ambulancia y que me miraban ahora con expresión de tragedia griega. Manos de alguna enfermera, del anestesista. Todo mundo parecía ansioso por despedirse de mí. Me pareció de mal agüero. De mal gusto, incluso.
¿Será que de veras me veo tan mal? ¿Será que ya no regreso? ¿Por qué se me ocurrió decir, en el aula, casi las mismas palabras que dijo Schafik en el aeropuerto aquella tarde? Mal augurio. Pero, por otra parte, él llevaba muchos años ya operado del corazón, no una, sino varias veces. Y bien activo, enérgico, vital, por un montón de años. Pensar en eso me reconfortó: “Tal vez salgo vivo de ésta”.
Y claro que salí vivo. En buena medida porque el de blanco, el tipo seguro, sabía bien lo que se hacía. Salí vivo, pero no precisamente “vivito y coleando”. Salí más bien “con la cola entre las patas”. Pues esto de tener un ataque al corazón no es cosa que pueda atribuirse al destino, o a la mala suerte, o a la casualidad. No es como pillar el virus de la gripe o contaminarse con una bacteria cualquiera del curtido de las pupusas. Se trata de un destino que uno mismo se ha ido forjando con un mal estilo de vida, con los malos hábitos, con pequeños o grandes vicios.
De forma que el respetable señor de blanco, a quien le debo el seguir vivo, no simplemente ha conseguido prolongarme la vida. Me ha dado una nueva. En varios aspectos, una totalmente otra. Una vida libre de humos – yo, fumador compulsivo por cuarenta años. Libre de grasas saturadas y de colesterol – yo, carnívoro entusiasta y más quesero que un ratón. Libre de excesos alcohólicos – yo, cervecero y ronero por cultura, amante de los buenos vinos más por aparentar cultura.
En pocas palabras: una vida que no estoy seguro de poderla seguir llamando mía. Como expiación por mis antiguos pecados. O como pago adelantado de mis futuras faltas. Tras una vida de vicio, ahora me toca seguir una vida de virtud. Sólo recuerdo las palabras de mi padre: “el hombre se pasa la mitad de su vida preparándose la infelicidad de la otra mitad”. ¿De dónde sacaría esas frases mi viejo? ¿O eran suyas? En todo caso hay que reconocer la sabiduría popular con que por ratos se arrancaba. “Tenías razón, papá.” Tarde me doy cuenta.
Similar cosa leí en los clásicos taoístas: “sabio no es el erudito, el que cree saber todo y en realidad no sabe nada; sabio es quien sabe vivir sabiamente.” El que llega a viejo en plenitud de facultades, tras una vida plena, llena de amigos y de recuerdos, conocido y apreciado por todos. Sabio es quien sabe combinar la “vida buena” con la “buena vida”. El que sin renunciar a los placeres del cuerpo y de los sentidos sabe desarrollar la dimensión espiritual, los valores humanos y el sentido de la trascendencia.
Sabe vivir quien, en el recorrido fatal que todos hacemos de la cuna a la tumba, es capaz de gozar la vida sin caer en los excesos que, tarde o temprano, pasan factura. De ahí que, en esta mi nueva vida, mi segunda vida, no dejo de sentirme bastante tonto. Por todas las tonterías que hice en la de antes. Y, a la vez, un poco más sabio. Con ganas de decirle a los jóvenes: “No hagan lo que yo; procuren vivir sensatamente”. Pero con la suficiente sensatez para saber que de nada serviría el consejo. Y porque en el fondo sé que, tras mis ganas de vivir, está la punzada desafiante de todas las nuevas tonterías que aún espero poder hacer. Ojalá que éstas de gratis.
(P.D.: mi agradecimiento eterno a mis estudiantes que me incitaron a pasar consulta y estuvieron pendientes y “haciéndome barra”; a la doctora Palacios y demás personal de Bienestar Social de la UES que atinaron a darse cuenta de la gravedad del caso y me remitieron; al doctor Giammattei quien además de salvarme con el procedimiento quirúrgico guía ahora mis primeros pasos en la “vida sana” que voy iniciando; al personal de tercera planta del Hospital de Diagnóstico por su profesionalismo y calidez en la atención; a mi esposa y mis hijos, que son la verdadera razón de mi aferrarme a la vida y de que siga haciendo la luchita; a los muchos amigos y familiares que se han preocupado por mí y me han expresado su solidaridad y buenos deseos).