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El ogro armado

¿Cuánto vale una vida? ¿Dos vidas? 'Yo sé que a morir a la cárcel voy', dice Julio, resignado. Mató a su vecino después de años de disputas por trivialidades. Mover un cono color naranja le costó la vida a Ricardo y a Julio su libertad. Esta es una historia de la sinrazón del país más violento del continente.

Domingo, 31 de octubre de 2010
Texto y fotos: Daniel Valencia Caravantes

 

***

El sábado de los disparos, Carlos El Vigilante había recorrido dos veces el pasaje y había visto dos veces al hombre de las mirillas. Colocaba dos conos en la calle, frente a su casa. Uno en el límite con la casa vecina; y el otro al inicio de su portón. Cuando este hombre salía a podar el césped dicen que siempre se vestía con un chaleco color naranja y sacaba dos conos. Aquel sábado se repitió.

El naranja era uno de los colores favoritos del hombre tras la mirilla. Naranja con ocre pintó su cochera. Con franjas blancas y naranjas pintó un túmulo que él mismo mandó construir frente a su propiedad sobre la vía pública. Aquel sábado, las cuatro veces que pasó encima de ese túmulo, ni Carlos El Vigilante saludó al hombre ni este le respondió el saludo. Llevaban peleados más de un año. Ya no se hablaban.

Todo comenzó en las festividades de Semana Santa de 2009. Carlos El Vigilante no llegó a la Senda ni el jueves ni el viernes. Tomó vacaciones. Apareció hasta el sábado santo, a las 7:30 a.m. Lo habitual. Ese sábado, cuando recorrió el pasaje por primera vez, aquel hombre lo detuvo.

—¡Psst, venga! —dice que le dijo-. ¿Que no sabe que la ley dice que vacación en Semana Santa solo hay para los empleados públicos? Y usted es empleado privado nuestro. Así que como no vino, yo ya no le voy a pagar.

Carlos El Vigilante respondió diciéndole que si esa era su voluntad, él lo aceptaba, y que de todas formas, como sus 5 dólares mensuales no le alcanzaban ni para comer un día entero, no sería mayor pérdida.

Ahora, año y medio después, cree que su interlocutor tomó su respuesta como una provocación. Sobre todo porque comenzó increpándole la diferencia social que había entre ambos. El hombre tras la mirilla le dijo que cómo era posible que un simple “vigilantito” le hablara de esa forma, primero, a un hombre mayor. Segundo, a una persona como él: un pensionado que alguna vez trabajó en bienes raíces. Desde ese día, cada vez que Carlos El Vigilante caminaba frente a esa casa lo hacía con precaución.

—¡Vos sos marero, mañoso! —me gritaba-. Una vez me sacó un brinco cuando golpeó el portón, desde adentro, mentándome la vieja.

—¡Tu-tu-tu! —sonó, de ida y de regreso—. Otra vez, siempre desde adentro, me la mentaba con la alarma del carro. ¡Tiu-tiu-tiu! —escuchó Carlos El Vigilante.

Carlos recuerda muchos incidentes.

—Y  otra vez peinó un corvo en el suelo, y me decía que me acercara. ¡Vení, si no te va a pasar nada! ¿Que no sos varón, pues? —dice Carlos que le decía.

—No sé como hacía para saber justo cuando yo pasaba. Quizá siempre estaba vigilando.

***

La Senda 4 de la Cima II está plantada sobre una cumbre que en los 90s recibió a las familias que podían pagar -a plazos o al contado- los tres cuartos, la sala, la cocina, el comedor, el patio y la cochera de propiedades valoradas, en aquel entonces, en más de 200 mil colones. El hombre tras la mirilla pagó por sus 172.20 metros cuadrados de propiedad 325 mil colones (alrededor de 37 mil dólares) en enero de 1999.

A la Senda 4 se llega después de subir, subir -y subir más- las faldas que, otrora verdes, separaban las comunidades de San Salvador, Antiguo Cuscatlán y Huizúcar. En la etapa II de esta residencial -cuyo nombre tiene bien merecido- están las casas de Julio Napoleón Rodríguez Sosa y las de sus vecinos. Esos que hoy viven como presos.

La de Julio es la primera del costado izquierdo. Es una de equina que linda con la calle principal de la residencial: la San Antonio. Frente a esta, Julio alquila un espacio para una sala de belleza, la “Black & White”. Sobre los muros de su casa, como en la mayoría de la zona, sobresalen unos colochos de metal: es alambre razor.

El portón principal, de color verde, es eléctrico, y la rejilla ubicada encima del buzón –seis hoyitos en dos hileras de a tres cada una- fue tapada con una plancha de metal color naranja. No se puede ver nada de afuera hacia adentro. Pero a ambos costados de la rejilla, hay dos mirillas de esas que dibujan a los visitantes como enanitos cabezones dentro de un mundo –el del lente- alargado. Julio sí podía ver todo lo de afuera.

Sobresale también, arriba del portón, un tubo de metal que sostiene una jaula de hierro. En su interior, dos reflectores con sensor de movimiento apuntan a la calle. A simple vista, esta armazón pareciera la versión en miniatura de una torre vigía de algún centro penitenciario. En la pared hay un intercomunicador, protegido por dos planchas de metal. El intercomunicador es gris metálico y las planchas que lo protegen también son de color naranja.

Como sus vecinos, quizá Julio le temía en demasía al exterior. Pero tal obsesión, en un país como El Salvador, en el que cada día se mata a una decena de personas, pasó inadvertida hasta el sábado 21 de agosto. Hasta ese día era común y no extrañaba. Porque tanta seguridad, en una residencial como La Cima, debería hasta imitarse. Y de hecho, salvo por los reflectores con sensor, la mayoría de los vecinos de Julio imitan sus precauciones.

La Cima es considerada por la Policía Nacional Civil como uno de los puntos principales de la capital en donde hay una gran probabilidad de que o le abran o le roben el carro a alguien. En La Cima se han cometido, en lo que va del año, una sexta parte del total de homicidios cometidos en el municipio de San Salvador.

En un lugar así, donde el miedo amanece y trasnocha pegado a los huesos, el argumento principal de la Ley de control y regulación de armas de fuego pareciera confeccionado para Julio y sus vecinos. Cuando el Estado es incapaz de proveer seguridad, ¿qué queda? ¿Cómo se defiende de sus miedos un ciudadano honrado, común y corriente? Él no tenía ningún récord delictivo, ninguna razón aparente para estar armado. Si tenía miedo sólo él sabe con precisión a qué. Julio, de 67 años, 1.75 metros de estatura, ojos almendrados color café y pelo cano se creyó el cuento de que para conjurar sus temores le iba a ser útil una Magnum .357. Un hombre con una obsesión con que el exterior le era hostil se hizo presa de sus miedos y el Estado le concedió un arma de fuego. Un hombre que le temía a algo simplemente usó su arma cuando lo consideró necesario.

Aquel sábado, horas después de utilizarla, los vecinos que le gritaron improperios a Julio recordaron de él solo los malos encuentros. Su irracional enojo al ver a cualquier persona caminando sobre la acera frente a su casa. Recordaron el regaño que le mandó a la niña Esmeralda cuando un familiar parqueó el carro pegado al arriate que linda con su propiedad.

—Esto no es parqueo público. Es propiedad privada. ¡Dígale que me venga a mover el carro, por favor! —le mandó decir. 

Recuerdan que vivía solo con una muchacha y la hija de su muchacha y que era un tanto extraño. Tras los disparos, concluyeron que estaba loco y todos recordaron más al Julio de los últimos seis años que al Julio de los primeros 4. El segundo respondía el saludo y no les gritaba cuando caminaban con sus perros sobre “su” acera. Pero el primero hacía eso y muchas otras cosas más.

Así que cuando Julio salió esposado de su casa, sus vecinos se sintieron reflejados más con la víctima que con el victimario.

A cualquiera de nosotros le pudo pasar, pensaron, antes de descargar la cólera y la rabia que sentían.

—¡Por favor, métanme en la cabina! —rogó Julio a los policías, luego de aguantar, sentado en la cama del pick up, durante algunos minutos, el escarnio que le propinaron sus vecinos.

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