Opinión /

Contra el narco


Domingo, 7 de noviembre de 2010
El Faro

El avance del crimen organizado en México y Centroamérica solo ha sido posible ante la debilidad de Estados incapaces de proveer las condiciones de una vida digna a poblaciones miserables y desprotegidas; y con cada vez menos instituciones y recursos nuestros Estados han dejado que los carteles les sustituyan llevando a cabo sus funciones.

En municipios enteros, las autoridades locales trabajan para el crimen organizado. Los carteles proveen empleo, seguridad e incluso una red de seguridad social atractiva para aquellos sectores deprimidos y que no pueden obtener estos recursos de ninguna otra manera; a medida que el cartel se va adueñando de las comunidades, es casi imposible para alguno de sus pobladores mantenerse ajeno a estas actividades. 

En estos lugares, el crimen organizado ha cooptado al Estado y prácticamente rige con control territorial, con el patrimonio de la fuerza y con mayor organización y recursos. 

Los gobiernos, unos más otros menos, salen apenas de un largo proceso de políticas de privatización y debilitamiento del Estado, que ha dejado a la administración pública aún con menos recursos para hacer frente a estas amenazas.

Si a ello le agregamos la débil recaudación, la poca transparencia fiscal, la corrupción, la falta de controles en el sistema financiero y la ausencia de políticas regionales e integrales, la mesa está servida para que los carteles sigan adueñándose de poblaciones enteras cada vez más al sur de México.

El corredor de la droga va de Colombia a México, y en medio estamos nosotros. Cada vez más, Centroamérica ha ido convirtiéndose en parque de lavado, en mercado de consumo, en “estaciones de servicio”, en bodega, en zona de reclutamiento y en plaza de los grandes cárteles mexicanos.

Estados Unidos, principal consumidor de drogas e impulsor de los planes de combate al narcotráfico en México y Colombia, ha relegado su participación a aportar dinero a estos dos países, y mantiene una lista negra de países grandes productores o de tráfico de drogas en la cual se encuentran todos los países centroamericanos con excepción de El Salvador y Belice. . En esa lista nunca se incluyen ellos mismos, a pesar de que su territorio es probablemente el mayor del mundo en consumo, y por tanto en tráfico, de drogas; ni explican por qué si su determinación para combatir el narcotráfico es tan grande sus ciudadanos siguen consumiendo tantas drogas sin control, y sin sangre en sus calles y sin capturas de grandes capos; y por qué su sistema financiero sigue siendo uno de los principales lavadores de dinero de las mafias. 

Aquí, los gobiernos centroamericanos intentan, aislados y con los pocos recursos de que disponen, combatir contra una fuerza que le supera en todos los sentidos, y no han sido capaces de articular una estrategia conjunta, regional, para enfrentar el problema.

El principal obstáculo es, acaso, la desconfianza entre los actores de seguridad pública (los policías salvadoreños desconfían de los guatemaltecos y de los hondureños, y viceversa), y recientes experiencias sustentan esa desconfianza. Pero es necesario comenzar urgentemente a establecer espacios de diálogo y ejercicios de confianza. La estrategia antidrogas concertada por los coordinadores antidrogas de todos los países del istmo es un muy buen paso en esta dirección, pero la magnitud del problema requiere mucha más interacción, mucha más creatividad, muchos más recursos y mucho más Estado.

El crimen organizado tiene hoy a México pasando sus momentos más difíciles en un siglo, y ha erosionado por completo la institucionalidad y el Estado en Guatemala. El Salvador no podrá detener esta amenaza solo. Ahora, más que nunca, es necesario que todos aporten los recursos que les corresponden, y que juntos, México y los países de Centroamérica, acuerden una estrategia para exigir a Estados Unidos que asuma su enorme corresponsabilidad en este problema, lo cual no está haciendo.

Los gobiernos de toda la región necesitan además incrementar su recaudación y sus sistemas de contraloría y transparencia, establecer controles severos en el sistema financiero y diseñar mejores políticas de redistribución del ingreso. En otras palabras, mucho más Estado, para combatir al narco.

El reciente informe de PNUD sobre el Estado de la democracia en América Latina advierte ya que es urgente una reforma a las fuerzas policiales para separar a sus miembros corruptos e ineficaces, así como en el sistema judicial. Hay que dotar de más recursos a las autoridades de seguridad pública y de mejor tecnología, pero hay también que avanzar en la organización comunitaria y el rescate del tejido social.

Pero esto, que hay que hacerlo ya, sea probablemente insuficiente. No es contradictorio ni desatinado ir pensando con más pragmatismo que nacionalismo en nuevas figuras, como la CICIG de Guatemala, que nos permitan avanzar en el combate al crimen organizado. 

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