Opinión /

Adiós maestro Flor


Sábado, 1 de enero de 2011
Fernando Umaña

Conocí a Amílcar Flor en 1973. Estuve como su alumno en el entonces Bachillerato en Artes; dos años de duro trabajo. En el tercer año, trabajamos en el montaje de graduación, que como requisito lo teníamos que hacer por nuestra cuenta, con nuestra propia manera de organización, a poner en práctica todo lo aprendido. Éramos 23 muchachos tratando de entenderse, con agrias discusiones nos imponíamos los unos a los otros, un verdadero caos.

Repetíamos, nos equivocábamos, terminábamos hasta  las once o una de la mañana.  Al salir del salón de ensayo, encontrábamos a Amílcar fumando, sacando de una bolsa panes y todo tipo de meriendas, hablaba preguntando, nos conversaba de un cántaro que era útil por su vacío, no por su forma. Nunca nos habló de una manera directa de nuestro trabajo de graduación, pero en sus relatos nos daba claves. Jamás nos reprochaba nuestra manera caótica de pelearnos, jamás intervino, solo nos esperaba en silencio.

Varias veces nos acompañaba hasta el albergue estudiantil a altas hora de la noche, nos veía entrar, tomaba un taxi y se iba, al día siguiente se aparecía con recortes de periódicos o algunas revistas o algún texto extraído de un libro, aquí está tu respuesta, me decía. Le miraba con los ojos desorbitados, con un tropel de preguntas en mi mente, ¿cómo sabía de mis incertidumbres? , ¿Cómo descubría las angustias de todos, si no le habíamos planteado nada?  Amílcar, tras los visillos de las ventanas, nos acompañaba, nos vigilaba. Se sentaba en las afueras del salón de ensayo, sentado en la acera en un lugar en donde no lo pudiéramos descubrir y apuntaba con su libreta todos los pormenores de nuestros ensayos. ¡Pero qué paciencia! Nuestros ensayos eran larguísimos, de 5 a 7 horas. Para Amílcar en “el no hacer”, estaba la clave, la sabiduría de su pedagogía, a la manera taoísta: con el no hacer se conquista el mundo.

Jamás nos contó lo que hacía: lo supe 13 años después, en 1990, cuando nos reencontramos en la Pequeña Sala del Teatro Nacional, mientras yo dirigía Apócrifos con Teatro Sol del Río y él era un actor invitado a nuestra compañía. Temor y temblor al dirigir al maestro. Mis respetos, era tu última enseñanza. El vacío del cántaro es esencial, pues hay que llenarlo y, cuando esté lleno, sé generoso. Gracias MAESTRO, muchas gracias.


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