Opinión /

El momento de la verdad


Domingo, 13 de febrero de 2011
Carlos Gregorio López Bernal

El gobierno de Mauricio Funes está entrando a una nueva etapa, seguramente mucho más complicada que la anterior. Atrás quedaron las expectativas del primer año, las incertidumbres sobre el rumbo que le daría al país, el entusiasmo de la “luna de miel” con los votantes que lo llevaron al poder. Ha llegado la hora de la verdad. Estamos iniciando un periodo que durará poco y que será el que realmente dejará huella en el país. Una vez comience el carnaval de las elecciones presidenciales, sus posibilidades de acción se reducirán drásticamente. Por lo tanto, este año el gobierno deberá tomar decisiones; obviamente esas medidas no dejarán satisfecho a todo mundo, aunque sean para el bien del país.

No es de extrañar entonces que este año haya iniciado con más problemas. Por un lado están las concurrentes demandas de trabajadores estatales por mejoras salariales, el tema del subsidio al gas licuado, las recurrentes e impertinentes demandas de los “empresarios” del transporte de pasajeros, el problema de la seguridad pública, cuya supuesta mejora aún no es percibida por la población. Por si fuera poco, esta semana la publicación de un documento ha puesto de nuevo en agenda, con razón o sin ella, un posible aumento a los impuestos.

En todos los problemas apuntados aparecen fatalmente dos variables: gastos y disponibilidad de recursos por parte del Estado. Al referirse a las demandas salariales de ciertos sectores, el presidente y sus funcionarios han dicho repetidas veces que existe voluntad política, pero que no tienen los fondos para asumirlas. Y aún omitiendo el tema salarial, el Estado salvadoreño no puede impulsar una verdadera agenda de desarrollo del país sin contar con mayores recursos; para tenerlos solo puede hacer tres cosas: aumentar impuestos, contraer préstamos y/o disminuir gastos.

Cualquiera de esas opciones tiene sus pros y sus contras. En todo caso, su aceptación o rechazo no dependerá de qué tan beneficiosas sean para el país, sino de a qué sector afecten más, o peor aún de qué tan afectado ese sector se perciba y de su capacidad para hacer oír su voz en los medios. Y es claro que ciertas gremiales, pero sobre todo algunos voceros, autorizados o no, tienen muchas más posibilidades de imponer su visión, independientemente de que tengan o no razón.

Junto a las demandas salariales de los sindicatos del órgano judicial, de los trabajadores de salud y de los maestros, en las últimas semanas también se han conocido las diferencias abismales de los salarios que se devengan en las instituciones estatales; diferencias que en algunos casos son ofensivas y atentatorias contra la razón y la sostenibilidad del Estado mismo. Que un Motorista V de la Asamblea legislativa gane $1,528.57, o que una Secretaria IV del mismo órgano gane $1,230.00, como lo reveló un medio de prensa, mientras que un policía o un maestro gana la mitad de esos salarios, no es un abuso: es una injusticia, es una indecencia. Basta considerar el riesgo en que vive un policía, ya no se diga la inversión en formación, el esfuerzo y el estrés a que está sometido un maestro.

La indignación crece porque es vox populi que la mayoría de puestos en la Asamblea Legislativa corresponden a “tajadas” que los partidos políticos, todos los partidos políticos, se recetan para recompensar a sus cuadros militantes. Es decir, esos no son empleos creados en función de una necesidad, ni obtenidos con base en méritos. Son simples prebendas políticas. Lo peor de todo es que el nuevo presidente de la Asamblea, que muchos creían iba a sentar un nuevo estilo de dirección en ese órgano, hoy dice que no puede revelar datos sobre esos abusos en aras de “mantener la armonía política”. Por favor, ¿está o no comprometido con la transparencia?

Ese tipo de situaciones nos muestran la cultura política de nuestro medio; el Estado convertido en botín político y la burocracia entendida no como el aparato que hace viable y eficiente la acción estatal, sino como el anzuelo para ganar las adhesiones políticas que no se pueden conseguir con verdaderos proyectos políticos.

Ante tales abusos, cualquiera diría que, antes de pensar en aumentar impuestos, debe “racionalizarse” el gasto estatal. Totalmente de acuerdo, pero eso no significa dar por cerrado el tema. Y aquí es preciso volver a las apresuradas y poco novedosas declaraciones de algunos voceros de las gremiales empresariales, ante un supuesto aumento impositivo. La sola posibilidad provoca que el presidente de la Cámara de Comercio afirme que ya no discutirán el pacto fiscal en el seno del Consejo Económico y Social (CES). Por si fuera poco otro medio publica en primera plana: “ANEP emplaza al Gobierno por paquete fiscal”. El verbo usado denota un sentido de urgencia y de relación asimétrica. En Derecho se emplaza a alguien para “comparecer en el juicio para ejercitar en él sus defensas, excepciones o reconvenciones” (RAE).

Si nos atenemos a lo anterior, resulta que la ANEP estaría apremiando al Gobierno para que le explique a cuenta de qué se atreve a considerar un aumento de impuestos sin antes haberles consultado y pero aún, sin tener su visto bueno. A lo mejor el titular en cuestión exageró las cosas; lo que sí es innegable es la visceral aversión que algunas personas vinculadas al mundo empresarial tienen hacia los impuestos. Sencillamente, nunca estarán de acuerdo en pagarlos. Lo cual no significa que todos los empresarios piensen así; sin embargo, callan; y el que calla, otorga.

Históricamente en este país el gran capital se ha resistido a pagar impuestos, y lo ha logrado admirablemente, y para ello se ha valido del poder político y a veces del poder militar. A lo largo de la historia republicana, la estructura fiscal del estado salvadoreño ha sido marcadamente regresiva. Esto ha sido posible porque los gobiernos no han sido suficientemente independientes y fuertes, como para obligar a contribuir más a quienes más tienen. Esa tendencia nos ha llevado adonde estamos: un Estado que no puede resolver las necesidades más apremiantes, y sin posibilidades de impulsar el desarrollo nacional.

Sobre abundan los estudios que muestran hasta la saciedad que no es posible que El Salvador logre aceptables niveles de desarrollo sin aumentar la inversión social, el último documento que trata ese tema es el Informe de Desarrollo Humano, El Salvador 2010, del PNUD. Aún así, Jorge Daboub, presidente de la Cámara de Comercio, pregunta: “¿Más impuestos, para qué?”, seguidamente señala que los salvadoreños ya pagamos más de 60 tributos. Puede que sea cierto, pero igualmente cierto es que no es suficiente. Tan es así que anteriores gobiernos tuvieron que contraer crecidos préstamos sin que ello generara mayor rechazo entre algunos que hoy se rasgan las vestiduras ante esa realidad. “Este es un gobierno que se está endeudando como si no hubiera mañana. Eso es indisciplina e irresponsabilidad”, dice un sesudo analista. ¿Pero no habrá algo de irresponsabilidad también al negarse obstinadamente a considerar cualquier posibilidad de pagar más impuestos?

No se puede seccionar el problema: por supuesto que es necesario reducir el gasto público y para ello no bastan tímidos decretos de “retiros voluntarios”, hace falta una ley de servicio civil que nivele verdaderamente los salarios y haga realidad el mito de la meritocracia. Igualmente es innegable que los préstamos externos pudieron ser un salvavidas del que se abusó generosamente, pero ya no más. Hay que considerar la cuestión fiscal, y seguramente que muy pocos nos sentiremos complacidos de pagar más impuestos, pero tendremos que hacerlo en algún momento. Y eso sí es una cuestión de responsabilidad ciudadana y de amor a este país. Pero también es un asunto de poder... Se puede negociar hasta cierto punto; es indudable que sería mejor que una medida de ese tipo se tomara por consenso. El problema es que consensuar implica necesariamente voluntad de todas las partes. Y aquí hay una parte que no manifiesta esa voluntad. 

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