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Diario de campo 10

De enero a agosto del año pasado, el joven antropólogo salvadoreño Juan Martínez convivió en el día a día de una colonia dominada por la Mara Salvatrucha en el Área Metropolitana de San Salvador. Durante su insistente investigación de campo escribió, en código de realismo etnográfico, este diario de campo que La Sala Negra presenta a manera de miniserie escrita, de pequeños retratos que forman un panorama. Cada lunes y jueves, con extensión variable, los lectores encontrarán los diarios que se escribieron allá en La última comunidad de la colina.

Miércoles, 16 de febrero de 2011
Juan Martínez

Hoy el calendario marca 18 y en la última comunidad de la colina todos tenemos miedo. Es un día tenso y triste para los Bravos Locos Salvatrucha. En esta comunidad el enemigo es el mismo para todos: el Barrio 18. Incluso para la gente que no pertenece ni tiene vínculos con la  Mara Salvatrucha. A la inversa es igual, la gente de aquí no es bien vista en las comunidades de las laderas de la colina o del centro del municipio.

Estoy en la entrada de la casa comunal esperando a mis alumnos. Poco a poco van llegando y se acomodan dentro del local. Aprovecho a hablar con la madre de Hugo y Karla. Jazmín lleva ya un par de años vendiendo horchata en estas gradas, y las guerras como la que ahora se vive por acá a ella le son familiares.

-A mi marido, el papá de los niños, me lo mataron en el 2006. Yo siempre pienso, fíjese, que si él estuviera vivo mis cipotes no andarían en los pasos que  andan. Porque él sí era tremendo, a él sí le tenían miedo. Vaya, ahora la Karla a saber dónde andará, no sé si está con el hombre o con quién carajos se habrá ido.

-¿Y quién es el hombre?

-Ese, usted, el Little Man. Ya antes se había ido con él. Ahí estuvo viviendo en la casa de él, pero mire, si ella es una niña, ella ni sabe lavar ropa de hombre, ni sabe cocinar. Vaya, porque en la casa yo lavo la ropa del niño y la mía, a cocinar no la pongo porque me quema la comida, y ahora que venga él a penquearla por no saber esas cosas. Eso me dio cólera.

Yo fui a hablar con él, ¡y a mí me valió! Mire, le dije yo, a mí me vale lo que usted sea. Ya vi cómo me mandó a la cipota toda golpeada y eso a mí sí me da cólera. Si me le llega a pasar algo a la niña yo sí me voy a enojar y no respondo. ¡Y me vale riata irme de aquí! Por ahí dicen que ahora él es el que va a llevar la palabra aquí, que ya no va a ser  El Camino, yo no sé. A mí me vale, yo por mis cipotes son capaz de todo

Mire, le dije yo a Little Man, si el papá de ellos estuviera vivo usted ya no estaría aquí, pregunte como era él. Pregunte, le dije yo. Porque, mire Juan, el papá de los niños sí era cosa seria, él no andaba con babosadas.

- ¿Y por qué lo mataron?

-Un cinco de junio me lo mataron. Lo que pasa es que se había metido a una banda. No así de pandillas, sino que a una banda. Como quizás a él no le alcanzaba el pisto, como usted sabe que a los hombres con varias mujeres no les alcanza el dinero, y él tenía otra mujer y otros hijos.

Todos los niños están dentro y la clase debe comenzar. Dejo a Jazmín casi con la palabra en la boca y entro

En el interior del local  los dos seminaristas se las ven a palitos para controlar al grupo de niños y adolescentes que reciben refuerzo escolar. El conjunto de voces de los niños hace un sonido inentendible, como de abejas enfurecidas. En  una esquina, Kevin, un niño de 12 años, aplica a uno de los seminaristas una llave al brazo mientras ríe y llama a los demás para que vean su hazaña. En una mesa, otro niño escribe sus iniciales con una cuchilla de unos ocho centímetros mientras los demás niños corren persiguiéndose unos a otros alrededor del otro seminarista que repite, como una grabadora descompuesta, cada dos minutos:

-Niños, compórtense. Hagan las tareas.

Dice con la mirada extraviada y el tedio en el rostro.

Corro a liberar al nuevo pasionista de las garras de Kevin que inmediatamente replica la técnica en otro niño. Trato de formar un grupo con los niños que corretean, pero es imposible. Si logro que Karen se siente, Melvin se levanta y ataca con un cuaderno a Brian. Si consigo, luego de mucha suplicas y zalamería, que Cindy se siente a hacer su tarea, Pamela me jala la camisa llorando para decirme que Alejandro le ha quitado sus cosas. En efecto, el niño ha hecho un círculo alrededor suyo con los lápices y los cuadernos de Pamela, y hace angelitos en el suelo. Se ve tan contento que me da una tremenda pena despojarlo de su botín. Pero Pamela está inconsolable.

En una esquina, una niña de ojos grandes y pelo negro y largo, largo, mira a los demás correr y brota de sus enormes ojos un goteo incesante de lágrimas. 

-¡Naa, siempre viene así! Esa niña es rara.

Me responde uno de los seminaristas cuando le pregunto por ella. Me acerco despacio, me siento a su lado sin decirle nada, y la niña me mira con temor, aprieta sus piernas y baja la mirada como si estuviera ante un monstruo. No tendrá aun diez años, tiene los labios pintados de rojo encendido y una mini falda demasiado corta  para una niña.

-¿Qué te pasa, princesa?

Le pregunto mientras imito su gesto. La niña me responde jalando su pequeña falda hacia abajo, como ocultando un tesoro. La angustia se le enciende en la mirada. Le digo que pintemos algo y le acerco una hoja de papel y una caja de colores. No me dice nada pero los coge. Se mueve despacito y como con miedo. Ordena los lápices y comienza a pintar. Me paso la tarde a su lado y casi logro sacarle una risa con lo burdo de mis dibujos. Poco a poco y en silencio va apareciendo en su papel un jardín. Tiene muchos colores, es como un parque. Está iluminado por un sol sonriente y rechoncho, lleno de columpios y subibajas, y con muchas niñas corriendo por todos lados. En su dibujo todas las niñas son felices. No hay hombres en su jardín.

Se termina el refuerzo y las abejas se van con su ruido a perderse en los pasajes de esta gran colmena. La niña queda rezagada, camina despacio con su dibujo entre los brazos detrás de la marabunta de niños que se aleja.

Me quedo en la puerta de la casa comunal con un nudo en la garganta que no me deja respirar.

-Hey, Juan, vamos a jugar pelota, pues.

Me grita uno de los Bravos Locos Salvatrucha mientras rebota una pelota sobre el polvo. Lo he olvidado por completo. Hace unos días me comprometí a jugar fútbol en la cancha de la comunidad.

Quien me grita es El Guapo, un pandillero de unos 25 años que tartamudea cada frase.

La descripción de El Guapo es la misma que en los medios de comunicación escuchamos de los “sospechosos”: tiene cabello negro, ojos negros, mide 1.60 de estatura, complexión delgada, no lleva tatuajes y es de tez morena.

Aunque me da mucho temor le digo que sí.  Me explica que iremos a la cancha que queda bajando las barrancas de la comunidad, y que no me preocupe, que no es un partido serio, simplemente son los hombres de la comunidad que quieren matar el tiempo.

Mientras bajamos una pendiente llena de piedras, por mi cabeza pasan un montón de artículos periodísticos en los que el fin de la historia invariablemente es el mismo: un montón de jóvenes asesinados en la cancha de una comunidad en una zona de pandillas. Mi cabeza, como un calendario enloquecido, me recuerda la fecha de hoy una y otra vez: 18 de febrero, 18 de febrero, 18 de febrero.

El pandillero me dice que debemos doblar en un callejón y bajar por una pendiente  llena de piedras y llantas viejas. Al fondo de la pendiente hay un terreno yermo y polvoso. A los costados, los hombres han improvisado unas graderías con llantas de camión rellenas de cemento y tierra. Decenas de murales de la MS y de la clica de los BLS se ven en los muros que rodean este predio.

Ya hay varios hombres jóvenes esperando la pelota que El Guapo lleva en las manos. En una esquina, sobre la yerba, descansa nuestro equipo. Algunos me miran con desconfianza, otros inmediatamente se lanzan a hacerme bromas. Algunos tatuajes asoman por los bordes de las camisas y las calzonetas. No logro distinguir a los pandilleros de los demás.

La dinámica consiste en formar varios equipos de siete jugadores. El equipo que recibe un gol es sustituido por otro. Y así, sin más, empezamos a jugar.

Comienza el partido y El Guapo en una jugada relámpago despunta por la banda derecha hasta llegar a la línea del saque de esquina. Lanza un centro. Un muchacho alto y delgado se estira como puede para cabecearla, pero nada. El portero ha salido y manotea el balón. Ahora, los demás se lanzan contra nuestra meta que está custodiada solamente por este asustado antropólogo y un hombre de unos cuarenta  años a quien llaman El Negro. Es nuestro portero. Los delanteros contrarios avanzan cada vez más y mis compañeros de equipo me gritan: 

-¡Vaya, lic, dele con todo, mócheselo, mócheselo!

 A El Negro solo le falta salir de su meta y darme un empujón. Al final, decido arremeter contra el delantero que ya esta a diez metros de mí, y me lanzo con los ojos cerrados en una barrida con tijereta. Escucho un zumbido fuerte al lado de mi cabeza. El delantero disparó. No puedo ver nada más que una nube de polvo alrededor mío. Temo lo peor, me paro y volteo tan rápido que no me da tiempo para ver que en mi estúpida barrida había hecho pedazos mi pantalón. Todo está bien, El Negro, tirado en el suelo, abraza la pelota como a una mujer hermosa, con ganas. La jugada se repite varias veces e invariablemente ese delantero se las ingenia para dejarme tirado en el suelo con mi ropa hecha pedazos, envuelto en las miradas de reproche de mi equipo y vilipendiado de las formas más grotescas e ingeniosas que se le ocurren al El Negro.

El partido continúa y las graderías se van llenando de aficionados y de nuevos equipos que esperan su turno para jugar. La cosa se pone cada vez más emocionante. Las tribunas comienzan a gritar groserías desde sus butacas-llantas como en un estadio de verdad. Los ánimos comienzan a calentarse y los porteros nos dan indicaciones a grito pelado. De pronto dejo de ser el lic y El Negro comienza a maldecirme como a los demás.

- Movete, bicho, por la puta, aunque sea la lengua sacale a ese perro.

El Guapo es nuestra estrella. Lleva ya como 15 tiros a marco. Todos sin éxito.  De pronto, me llega el balón y el mismo delantero del principio, y que ya me ha hecho pasar varias vergüenzas, se me acerca, pateando el suelo al mejor estilo de un toro bravo. Me amaga para un lado y para el otro, cierra y abre las piernas invitándome a pasar y de las graderías comienzan a salir murmullos. Se están burlando de mí.  Siento en el pecho una enorme presión y decido moverme sin pensarlo mucho, hago un amague a la izquierda y le doy un toquecito al balón que pasa rodando lentamente por en medio de las piernas del muchacho. La tribuna grita un largo “ooooole”, y yo le   pego al balón con todas mis fuerzas. El Guapo lo recibe con el pecho y lanza un centro muy preciso que uno de los nuestros aprovecha con la cabeza, metiendo la bola al fondo de la portería contraria. La emoción es increíble. Sin darme cuenta, estoy abrazando al goleador y gritando groserías como los demás. Por un momento, el partido se vuelve algo importante y la cancha un lugar acogedor.

La euforia dura poco y las preguntas, que habían volado durante el partido, se posan cada vez más pesadas recordándome que estoy aquí para responderlas. ¿Por qué ese montón de hombres jóvenes están jugando futbol a las cuatro de la tarde cuando deberían estar trabajando? ¿Será que no tienen trabajo?  ¿Por qué no tienen trabajo? ¿Por qué tienen que poner a un grupo de vigías para poder jugar? ¿Por qué tenemos miedo cuando el calendario marca 18? ¿Por qué es probable que un joven aparezca y nos dispare? ¿Por qué siguen jugando en una cancha donde ya han asesinado a varios jóvenes?

Las ganas furiosas de responder estas preguntas es lo único que me ancla a este lugar.

El siguiente equipo no tarda ni cinco minutos en sacarnos del juego. Inmediatamente, otra cuadrilla de siete jugadores entra a la cancha lanzando vítores y dando saltitos. Las graderías ya están llenas, unos cuatro equipos esperan su turno y un montón de niños contemplan los partidos emocionados.

Mientras me voy, un montón de hombres jóvenes siguen bajando de las comunidades y subiendo por las barrancas, como un goteo constante, hacia la cancha de  la comunidad.

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