Era noche cerrada cuando la marea de candelas, pancartas y efigies llegó a las afueras de Catedral metropolitana. Como cada año, también en la procesión del trigésimo aniversario del asesinato hubo tiempo para la música y para los discursos. El alcalde de San Salvador, Norman Quijano, tenía esta vez su espacio reservado en la tarima principal, invitado por el Fundación Monseñor Romero. Cuando se hizo presente y subió las escaleras, no pocos lo abuchearon, lo silbaron, lo insultaron por ser militante del partido fundado por el mayor Roberto d’Aubuisson. La situación incomodó sobremanera al presidente de la fundación, Ricardo Urioste. Al ver que el aluvión de improperios no cesaba, se levantó, caminó hacia el micrófono y se armó de valor para decir algo parecido a esto: ¿saben qué les diría Monseñor Romero? Que no han entendido el mensaje de Jesucristo, porque el evangelio nos enseña que debemos respetarnos unos a otros, también a los que no piensan igual.
Miguel Cavada escuchó la reprimenda desde su casa, por radio. Le pareció una actitud valiente la de Urioste, y a los pocos días, cuando se lo encontró, le felicitó.
—Tuvo usted valor de enfrentar a toda la gente –le dijo.
—Pues sí –respondió Urioste–, tanto que dicen que quieren a Monseñor Romero…
Cavada me cuenta esta anécdota en agosto de 2010, como colofón a una conversación sobre las discrepancias que Monseñor Romero también tuvo con algunos sectores de izquierda.
—¿Y usted –le pregunto– cree que él habría actuado igual que Urioste?
—Sí, claro, ¿no te he dicho que la primera vez que yo lo vi puteó a los del Bloque?
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Miguel Cavada Diez nació el 11 de septiembre de 1956 en Pontejos, un minúsculo pueblo de vocación agropesquera situado en la provincia de Cantabria, en la costa norte española. Hijo de Felipe y de Montserrat, fue el sexto de nueve hermanos –siete varones, dos mujeres–, una familia humilde y numerosísima que solventó sus problemas de espacio solo cuando a Felipe su patrón le ofreció una casa dentro del aserradero donde trabajaba en El Astillero, el pueblo de enfrente, separado de Pontejos no más por una estrecha franja de mar. Nunca faltó un plato de comida sobre la mesa, pero fueron años marcados por las estrecheces, nada de lujos ni de caprichos.
—Con decirte que el viaje de novios de mis padres fue a Bilbao –dice Cavada. Trasladado a la realidad salvadoreña, sería como que alguien viajara desde el puerto de La Libertad a San Salvador.
La infancia transcurrió sin grandes sobresaltos, entre el mar, el aserrín y los hermanos como cómplices principales de travesuras y juegos. Sus padres, aunque no eran devotos en exceso, sí les inculcaron la fe cristiana y las costumbres religiosas: rezar antes de comer, misa los domingos, catequesis… En catequesis precisamente fue cuando entró en contacto con la comunidad pasionista y, a los 18 años, en un momento de crisis personal, lo invitaron a un noviciado en Zaragoza, España, y un año después lo enviaron a estudiar teología a Valencia.
En Valencia estaba cuando ocurrió la tragedia.
La madrugada del 12 de enero de 1977, el Ángel, un buque mercante de 100 metros de eslora, se hundió en medio de un fuerte temporal en el mar Mediterráneo, frente a la isla italiana de Cerdeña. El barco naufragó como consecuencia de un corrimiento de la carga que transportaba, que provocó, primero, la inclinación de la nave, y luego, su vuelco. Murieron 11 tripulantes, entre ellos el segundo maquinista, un joven de 25 años que realizaba uno de sus primeros viajes. Se llamaba Fidel Cavada Diez.
—Yo estaba viendo el Telediario y ahí dijeron que el buque Ángel se había hundido. Llamé a mi casa y me confirmaron la noticia.
La muerte de Fidel fue un antes y un después para toda la familia, pero quien más la sufrió fue Montserrat. Por la presencia de tantos recuerdos en la casa, pidió que se fueran a vivir a otro lugar, y se instalaron en un apartamento más alejado de la línea de mar. A Miguel también lo marcó la pérdida de su hermano. Cuando al final de esta entrevista le pida que me señale los momentos más trascendentes de su vida, mencionará cinco, y el primero será el naufragio del Ángel.
Los otros cuatro sucedieron en El Salvador. Tras dos años en Valencia, Cavada llegó al país a mediados de 1978, cuando Monseñor Óscar Arnulfo Romero era ya arzobispo. Ser contemporáneo suyo y haberlo conocido es otro de los momentos importantes que señala, el segundo de su lista.
—Yo siempre he dicho que tuve la dicha de conocer a Romero. ¿Y por qué? Porque me parece una persona muy humana, y no me refiero solo como obispo o como religioso. Es una persona buena en el sentido más estricto de la palabra.
Monseñor Romero es la razón principal para haber pasado más de 30 años en El Salvador. Tras el asesinato, regresó a España unos meses a terminar sus estudios de teología. Los finalizó y retornó a El Salvador en contra de la voluntad del provincial de los pasionistas, lo que desembocó en la ruptura con esa congregación. Monseñor Rivera Damas lo ordenó sacerdote en 1983, y casi toda la guerra la pasó asignado a la parroquia El Calvario, en Santa Tecla, donde le encargaron acompañar a las comunidades rurales repartidas en cantones y caseríos de la cordillera del Bálsamo. Iba de un lado a otro en el mismo Volkswagen Safari blanco en el que asesinaron al padre Rutilio Grande.
—Fue una época bonita, muy bonita –dice–. En verdad que fue una suerte haber trabajado tan cerca de los campesinos y campesinas.
Esa década tan tumultuosa para El Salvador a Cavada le brindó dos de los momentos de su particular lista, los dos en tono positivo: por un lado, en 1983 participó en la fundación del Equipo Maíz, una fructífera experiencia de educación popular vinculada a las comunidades de base, que aún subsiste; y por otro, el nacimiento en 1987 de su primera hija –luego tendría otro varón–, lo que lo llevó a dejar el sacerdocio y a casarse.
—Yo me dije: me salgo de cura, sí, pero no me salgo ni de la Iglesia ni de El Salvador ni de la lucha que tiene este pueblo.
Colgados los hábitos, se volcó aun más con el Equipo Maíz e intensificó su labor como docente y editor de textos en la UCA, sobre todo a partir de que el sacerdote jesuita Juan Ramón Moreno -uno de los mártires- le invitó a dar clases en el Profesorado de Teología. De esos últimos años Cavada menciona el quinto de los quiebres en su vida: la muerte en 2004 de Montserrat Diez Diez.
—Para molestarla, de niños le decíamos Montserrat Veinte –dice Cavada, con un brillo de nostalgia en su mirada–. Ella y mi padre siempre me apoyaron, aunque les costara, en mi decisión de venirme a El Salvador, cuando era sacerdote y cuando ya no lo era.
—¡Como si hubiera sido esta mañana! –responde Cavada cuando le pregunto si recuerda la primera vez que vio a Monseñor Romero.
Fue el 29 de noviembre de 1978 en la iglesia de la Asunción, en Mejicanos, durante el funeral por Rafael Ernesto Barrera Motto, el padre Neto, acribillado a balazos el día anterior junto a tres integrantes de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), el brazo armado del Bloque Popular Revolucionario. Cavada, entonces un joven de 22 años que aspiraba a convertirse en religioso pasionista, había llegado a El Salvador pocos días antes, y lo habían enviado de un solo a una comunidad ubicada en el interior del país, en un municipio llamado Jiquilisco, en Usulután. Apenas tuvieron noticia del asesinato, un grupo de ellos viajó hasta Mejicanos para asistir al funeral.
—¡La iglesia estaba así! –dice mientras me clava la mirada y junta las yemas de los dedos de su mano derecha.
El padre Neto era el responsable de la pastoral obrera, y su contacto con las organizaciones del sector laboral era estrecho. El gobierno se apresuró a presentar su muerte como la prueba definitiva de que había sacerdotes involucrados en la lucha armada. Días después, las FPL echaron más leña al fuego cuando en un comunicado presentaron al padre Neto como el compañero Felipe. Pero aquel 29 de noviembre, Monseñor Romero no se casaba con esa versión aún, y así lo explicitó en su diario: “Continúan las conjeturas de que el padre Neto pertenecía a las FPL, pero todavía no podemos asegurar ni negar en sentido absoluto esta noticia”. Esa incertidumbre lo animó a desoír las voces dentro de la Iglesia que le pedían no asistir al funeral, si bien no desaprovechó la homilía para censurar lo que él llamaba la violencia sediciosa o terrorista, la practicada en definitiva por grupos como las FPL.
—Eso no se me olvida –recuerda Cavada, quien escuchó la homilía cerca de la puerta–. Casi al final, cuando el coro cantaba una canción a la virgen, van los muchachos del Bloque y empiezan a gritar: ¡porque el color de la sangre jamás se olvida! ¡Los masacrados serán vengados! Bueno, aquello era un mar de voces. Entonces Romero agarra el micrófono y dice, visiblemente enfadado: por lo menos esperen a que yo termine de dar fin a esta santa misa; después, ahí en la calle, griten las porras que quieran, pero aquí adentro no.
Recién llegado a un país que pocas semanas atrás ni siquiera podía ubicar en un mapa, el joven Cavada carecía entonces de todos los elementos para juzgar la reacción del arzobispo. El análisis más sereno lo hizo tiempo después. “Puteó a los del Bloque”, me dice ahora, sentados en su despacho de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). La airada reacción la interpreta lógica y sobre todo coherente, muy coherente con lo que apenas tres meses atrás había plasmado en su Tercera Carta Pastoral, titulada La Iglesia y las organizaciones políticas populares. Monseñor Romero explicitó que la Iglesia debía acompañar a las organizaciones en sus justas reivindicaciones, pero bajo ningún concepto podía amparar la violencia “que algunos llaman revolucionaria”, señala el documento, y que “equivocadamente es pensada como último y único modo eficaz para cambiar la situación social”.
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'Esta dimensión humana del padre Neto también se une con los otros hombres que junto a él son hoy cadáveres. Queremos también invocar sobre ellos el sentimiento humano; y si alguien criticara la presencia de la Iglesia junto a los que mueren en situaciones misteriosas como estos, podríamos decir: no es cristiano. La Iglesia tiene que estar donde hay valores humanos, la Iglesia tiene que salvar todo lo auténticamente humano y tiene que acompañar el dolor de madres, de esposas, de hijos, de todos aquellos que sienten en la repercusión humana del dolor, del misterio, de la inequidad. Por eso, hermanos, con todo derecho y sin ningún miedo, estamos celebrando estos funerales, porque es algo profundamente humano, y nada humano tiene que ser extraño al corazón de la Iglesia.'
(Monseñor Romero, homilía en el funeral del padre Neto, el 29 de noviembre de 1978)
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Conoció a Monseñor Romero en vida, lo aplaudió y disintió, lloró su muerte como se llora la de una madre, lo acompañó en la misa-funeral de Catedral y su ejemplo se convirtió en una de las razones para quedarse en El Salvador. Sin embargo, tuvieron que pasar años desde el asesinato para que Cavada se encontrara con el Monseñor Romero más profundo, con el verdadero.
—Yo antes sabía de Romero, porque lo conocí y porque había leído su biografía y todo eso, pero cuando me convencí de que era una persona realmente distinta es cuando empecé a leerlo detenidamente.
Eso ocurrió al final de la guerra civil. Cavada eligió sus homilías como material de estudio para su tesis de graduación, que finalizó en 1992. Una década después, la UCA le asignó la tarea de elaborar la edición crítica de esas mismas homilías. El resultado final fueron seis volúmenes recopilatorios. Ahora está haciendo algo similar con las cartas pastorales, y cuando concluya con las cartas, le entrará al diario personal. Es quizá la persona que más ha estudiado a Monseñor Romero.
—Y usted –pregunto a Cavada–, ¿cree que Monseñor Romero es santo?
—Sí –calla por un par de segundos–... lo creo, lo creo.
—Ha tenido que pensárselo...
—Pero no porque dude. Creo totalmente en su santidad. Lo que pasa es que, ¿cómo decirlo? Romero era obispo, una persona con poder, con todo solucionado. Para mí, santos, en el sentido amplio de la palabra, son la gente del pueblo, los que no tienen nada y tienen que luchar día a día. El propio Romero llamaba santidad popular a todos los pobres que caían asesinados.
—Pero ateniéndonos a los parámetros de la Iglesia, ¿cree en su santidad?
—Sí, sí, claro. Hace tiempo lo debían de haber nombrado, lo que pasa es que en el Vaticano hay muchos cardenales que no aprecian a los obispos como Romero. ¿Sabe qué? El Parlamento británico lo había postulado para el Premio Nobel de la Paz, pero se metió el Vaticano por medio, y promovieron a la Madre Teresa de Calcuta. Y al final se lo dieron a ella.
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A mediados de 1979 Cavada se trasladó a vivir de Jiquilisco a Mejicanos, siempre entre pasionistas. Estaba a punto de cumplir 23 años y estudiaba teología en la UCA. En noviembre, Cavada dio un paso más en su vocación y decidió profesar los votos temporales, la antesala de los votos perpetuos que conllevan la pertenencia definitiva a una congregación religiosa. La ceremonia se desarrolló la tarde del 25 de noviembre en la iglesia de San Francisco, donde tenía su convento la comunidad pasionista encabezada por el padre Juan Macho. Asistió Monseñor Romero, de sotana, como casi siempre.
—Yo estaba vestido de civil, y me pareció que Romero estaba un tanto extrañado porque él era muy tradicional en esas cosas. Ese día se me acercó, pero ni él me dijo nada ni yo tampoco a él.
—Lo cuenta como si fuera una espinita que tiene clavada.
—Sí, hombre. Lo que pasa es que yo era muy tímido. Tendría que haberle ofrecido la mano o algo, pero nos quedamos un buen rato así, sin decirnos nada. Después llegó no sé quién y se lo llevó. Fue la única vez que tuve la oportunidad de hablar con él.
A Monseñor Romero lo asesinaron cuatro meses después. Eran días ya especialmente convulsos, tiempos de locura, con una sociedad polarizada y radicalizada. La guerra civil se mascaba. Un mes antes de aquella ceremonia en la San Francisco se había dado el golpe de Estado que llevó al poder a la Junta Revolucionaria de Gobierno, un último intento por buscar una salida política a la profunda crisis sociopolítica salvadoreña, que fue recibido con esperanza por Monseñor Romero. Ese apoyo tácito a la Junta fue muy criticado por las organizaciones populares, que vieron en el golpe solo una maniobra estadounidense para evitar que El Salvador siguiera los pasos de Nicaragua, donde en julio había triunfado la revolución. Cavada vivió muy de cerca, incluso en primera persona, aquellas críticas.
—Como entonces estábamos muy cerca de la gente –dice– también nos contagiamos de sus dudas.
—Si lo hubiera tenido enfrente en esos días, ¿qué le habría dicho?
—No le habría dicho nada porque, como te digo, soy muy tímido.
—Estamos especulando…
—Bueno, le habría dicho: mire, Monseñor, hable con la gente.
Fue varios años después cuando Cavada se convenció de que ya hablaba con la gente para formarse su criterio: consultaba con líderes gremiales, voceros de grupos insurgentes, nuncios, embajadores, altos funcionarios, militares, campesinos y dirigentes sindicales, pero también pedía su opinión a los pobres que se arremolinaban en las puertas del seminario para mendigar y a los que le pedían su bendición en recónditos cantones o en las puertas de cualquier iglesia.
—Mi acercamiento a Romero ha sido después. Por utilizar un símil atrevido, lo he conocido ya resucitado, cuando entré en contacto con su palabra. Y todavía sigo estudiándolo. Ahí es donde he visto que este hombre era alguien realmente extraordinario.
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Los zapatos. A Cavada también le vienen a la memoria los cientos de zapatos que terminaron regados por la plaza Gerardo Barrios aquel 30 de marzo de 1980, tras la matanza perpetrada durante la misa-funeral. Sobre esa imagen me está hablando cuando suena su celular.
—...
—Estoy aquí aún, en la entrevista que me están haciendo.
—...
—Sí, pero si es por mí, yo estoy bien.
—...
—Bueno, salú.
Es la segunda llamada en menos de media hora, las dos de América, su hija. Antes telefoneó para preguntarle si almorzarían juntos, y Cavada le respondió que no, que comería en la cafetería y que luego dormiría un rato en la biblioteca, apoltronado en un sillón. Ahora deja el celular sobre la mesa. Me mira, se siente en la obligación de darme una explicación.
—Se preocupa mucho de cómo estoy porque la semana pasada me dieron quimioterapia.
Hace tres años a Cavada le diagnosticaron cáncer de pulmón. Demasiado humo. Comenzó a fumar a los 18 años y no lo dejó hasta que le detectaron dos tumores: el del pulmón y otro más en la cabeza. Está en tratamiento. Quimioterapia. 21 días de descanso y tres mañanas consecutivas de quimio. “Va para largo”, dice, sin perder la sonrisa. Casi no tiene pelo en la cabeza, lo que de alguna manera le resalta aún más sus profundos ojos azules y su nariz aguileña. El habla es lo que más le ha cambiado. Su voz es desesperadamente áspera, como si quisiera gritar y susurrar al mismo tiempo. Pero quién sabe si por su devoción a Monseñor Romero, Cavada luce entero, lúcido, confiado. No deja de hacer planes de futuro. Otro día, en este mismo despacho, recibirá otra llamada, esta vez de un amigo que le propondrá ir a un retiro espiritual, a orar por su salud. Al colgar, volverá a sentirse en la obligación de darme una explicación, sin que yo se la demande.
—Me dice que si quiero ir a una sanación. Yo le he dicho: gracias, pero te hablo cuando esté más desesperado.
***
El atardecer de aquel lunes lo recibieron sentados en el patio de la iglesia, platicando sobre cualquier cosa mientras la oscuridad avanzaba. Allí estaban Cavada y otros jóvenes religiosos cuando un hombre entró y con él sus gritos.
—¡Mataron a Monseñor Romero! ¡Mataron a Monseñor Romero!
Al instante comenzó a aparecer más y más gente, alertados todos por la noticia del asesinato; primero era un goteo, luego un torrente. Todos llegaban a que les confirmaran lo que no querían escuchar. Alguien encendió una radio, y la incertidumbre se tornó poco a poco en tristeza. Aquella terminó siendo una larga noche.
Los días hasta la misa-funeral toda la comunidad los pasó entre Catedral y la basílica del Sagrado Corazón, en estricto ayuno y sin apenas pegar ojo. La asignación era ordenar en filas y brindar ayuda espiritual a todos los que llegaban. Hubo muchos y sentidos abrazos. La comunidad pasionista terminó siendo una de las más activas. En la iglesia de San Francisco se pintaron dos de las mantas que armaron más revuelo: una decía 'Mons. Romero, profeta', y acompañó el traslado del féretro de un templo al otro; la otra, gigantesca, fue colgada en la fachada principal de la catedral y rechazaba la presencia de la Junta de Gobierno, del embajador estadounidense, de los obispos Aparicio, Álvarez y Revelo y del padre Freddy Delgado, acérrimos opositores los cuatro a la línea pastoral del arzobispo.
Lo asesinaron antes de que Cavada hubiera platicado siquiera unos minutos con él. La timidez. Quién sabe... si esa plática hubiera ocurrido, quizá Cavada le habría dicho lo mismo que sobre él me dice para esta entrevista, quizá le habría dicho algo así: “Siempre fuiste un hombre honesto. Siempre fuiste claro para hablar, algo impropio de un obispo. Los obispos hablan mucha paja, pero tú… derecho. Creo que no solo quisiste a la gente, te dejaste querer por la gente. No solo influenciaste a las personas, te dejaste influenciar por las personas. Siempre me ha llamado la atención esa capacidad de comunicarte, de cuidar los pequeños detalles, de ir hasta el último caserío y de estar allí con la gente. Eso no lo hace cualquiera, por eso es que tú has trascendido”.
—Romero no es que sea progresista –reflexiona ante mi insistencia–. No es un Casaldáliga, pero a la vez va mucho más allá que un progresista. Los deja atrás a todos. Es una mezcla de lo antiguo con lo nuevo. Eso es lo que lo hace auténtico.
Auténtico, dice Cavada. Cuesta concebir un adjetivo tan simple y la vez tan lleno de significado para definir a un ser humano.
***
—¿Cómo preparaba sus homilías? –pregunto.
—Lo primero, que no eran escritas. Él llevaba una hoja así –señala la mía, sucia de apuntes y garabatos–, con el guion nada más. Debajo, un puñado de hojas con nombres de víctimas, los lugares, todo. O fotocopias de documentos de la Iglesia.
—¿Ese guion él lo elaboraba o se dejaba asesorar?
—Iba por etapas. Durante la semana visitaba cantones y se entrevistaba con gente. No anotaba nada, pero se quedaba con todo. El sábado se reunía con sus asesores; padres casi todos. Aunque también había mujeres, como la directora de Orientación, y laicos como Roberto Cuéllar, el director de Socorro Jurídico, que le preparaba el informe de represión. Él tomaba notas de todas esas pláticas.
—Esas asesorías, ¿hasta dónde llegaban?
—Eran solo eso: asesoría. Después se quedaba él solo allá, en el Hospitalito, y ordenaba lo que iba a decir. A veces amanecía sin haber dormido. Lo último que hacía era orar, porque era un hombre muy de oración, sobre todo cuando tenía dudas. A donde quiero llegar es que las homilías no eran leídas, pero no eran casuales.
La labor principal de Cavada entre 2004 y 2009 fue escuchar, analizar, interpretar y ordenar 193 homilías pronunciadas entre el 14 de marzo de 1977 y el 24 de marzo de 1980. El fruto de ese trabajo fue una colección presentada en seis gruesos tomos con pastas moradas bajo un título muy literal: “Homilías. Monseñor Óscar A. Romero”. La colección la tiene en su despacho, en la balda más alta de una estantería metálica. ¿La última homilía es la del 23 de marzo, la del famoso cese la represión?, le pregunto. Cavada se levanta, da un par de pasos, toma el tomo sexto, y va directo a la parte final.
—No, la última fue la de la misa en el Hospitalito –dice Cavada–. En el casete incluso se oye el disparo, y eso lo escribo al final.
Sin levantar el dedo de la última línea, lee en voz alta: “En este momento sonó el disparo…”
Después, todo es blanco.