El presidente de Estados Unidos llega este martes a El Salvador a una visita que evidencia los enormes cambios sufridos en la región desde la última vez que un mandatario de ese país estuviera en tierras salvadoreñas.
En 2002, el entonces presidente George W. Bush vino a reunirse con su homólogo Francisco Flores para hablar de libre comercio. El primero republicano, y el segundo arenero, sirvieron de protagonistas de una reunión que incluyó a los mandatarios de los demás países del istmo, y cuyos principales temas en agenda fueron los acuerdos comerciales y migración.
Ahora el presidente que nos visita es Barack Obama, demócrata, y el anfitrión es Mauricio Funes, un izquierdista que llegó al poder como candidato del FMLN. Y ahora los demás mandatarios de la región representan problemas diplomáticos tan grandes para Washington que no han sido invitados a la visita; y de hecho Funes ni siquiera habló con ellos para presentar alguna agenda común.
La visita de Obama reafirma la alianza estratégica de ese país con El Salvador, así como el liderazgo salvadoreño en América Central. Pero en gran medida se debe a lo inestables de los países vecinos y a sus dudosas credenciales democráticas (En Guatemala, Honduras y Nicaragua se ha alterado el Estado de Derecho con fines electorales: el lanzamiento de la candidatura de la Primera Dama; el Golpe de Estado; y la perversión de la Constitución para buscar un periodo presidencial más, respectivamente, han convertido a estos países en poco atractivos para que el mandatario de Estados Unidos siquiera se tome una foto.
Pero hay muchas otras diferencias en esta visita. Si en 2002, recién dolarizados, el libre comercio era promocionado como la panacea que nos sacaría del subdesarrollo, apenas una década después Estados Unidos presenta en nuestro país un nuevo plan de cooperación para el desarrollo que debería, según sus cálculos, ayudar a evitar la emigración mediante la creación local de oportunidades.
Hoy, además, el principal tema de agenda no es el comercio, sino la seguridad. La penetración del narcotráfico en tierras centroamericanas, de primordial responsabilidad estadounidense (Washington cerró la llamada ruta del Caribe; comenzó a empujar a los narcotraficantes al istmo desde el sur con el Plan Colombia y desde el norte con el Plan Mérida; y el tráfico por la región pretende satisfacer la insaciable demanda por drogas de los estadounidenses), ha puesto en riesgo la estabilidad, la democracia y las débiles instituciones de países que no cuentan ni con los recursos ni con la capacidad militar ni institucional para hacerles frente.
Y hoy la apuesta migratoria ya no es la renovación del TPS, sino una reforma que permita la regularización de los centroamericanos que además no depende del Ejecutivo, sino del Congreso.
En lo simbólico, lo verdaderamente extraordinario de la escala de Obama será su visita a la tumba de Monseñor Romero, el mártir salvadoreño asesinado por un escuadrón de la muerte dirigido por el fundador de ARENA, Roberto D’Aubuisson, y financiado por grandes empresarios, que continúa en la impunidad. El homenaje que Obama hará al más universal de los salvadoreños dista mucho de ser un acto cómodo para el principal partido de oposición, que hasta hace dos años gobernó El Salvador manteniendo excelentes relaciones con Estados Unidos, y que hasta ahora no ha podido asumir su propia historia ni la de su fundador.
La visita de Obama evidencia las rápidas transformaciones en América Central pero también la permanencia de nuestros principales desafíos: el desarrollo, el combate a la pobreza, la consolidación institucional, la seguridad pública y el combate a la corrupción. Es un buen momento para el establecimiento de una nueva agenda bilateral, sin las perversiones ideológicas que se impusieron en otros tiempos. Hay nuevos problemas, nuevas visiones, nuevos mandatarios y nuevas oportunidades. Es un buen momento para reafirmar una alianza que permita a ambos estados beneficiarse a largo plazo.