Mientras en los círculos oficiales del poder político y económico debaten sobre la pertinencia o no de aumentar impuestos, gravar productos o privatizar algunas actividades públicas, en el mundo real la situación se va complicando para los salvadoreños que viven asediados por el crimen organizado, la violencia y las pandillas.
La información recientemente revelada por la Policía Nacional Civil a este periódico no da mucho margen para especulaciones: las pandillas tienen hoy más miembros que la Policía; las pandillas tienen hoy más fuerza que el sistema de seguridad; las pandillas han copado el sistema penitenciario; las pandillas manejan millones de dólares obtenidos por extorsiones y tienen acceso a armas y explosivos; las pandillas no le temen a las fuerzas de seguridad; las pandillas son hoy complejas estructuras que han evolucionado hasta pactar (o incluso golpear) a los cárteles del narcotráfico.
A pesar de los esfuerzos de policías, soldados, fiscales y jueces. La debilidad institucional, la falta de recursos, la falta de inteligencia, las malas decisiones en el pasado y la casi nula coordinación interinstitucional e internacional hacen que los grupos criminales se vuelvan más fuertes y amenacen seriamente al Estado en su conjunto.
Arriba, donde la manutención de privilegios marca la agenda entre empresarios y gobierno, parece haber poca conciencia de las urgencias de la población y de la vulnerabilidad del Estado y del sistema democrático. El debate no pasa por el peligro que enfrenta la nación, sino por las rentabilidades económicas de unos y políticas de otros.
Las redes del crimen organizado corrompen todo: la paz ciudadana, las instituciones del Estado, el tejido social, la cotidianidad de los vecindarios, las relaciones de poder, la administración de justicia.
Es necesario volcar todos los recursos al alcance del Estado para prevenir que el monstruo siga creciendo. Hemos perdido valiosos años, no podemos darnos el lujo de posponer las decisiones.
