A principios de abril de este año, en la Universidad de Berkeley, California, tres periodistas disertan públicamente sobre WikiLeaks y el impacto de esta organización en el mundo. Es uno de los mejores páneles que hoy pueden componerse para hablar de periodismo en cualquier lugar del planeta: Bill Keller, el director ejecutivo del New York Times; Nick Davies, periodista estrella de The Guardian, de Londres; y Marc Holger, director de Der Spiegel. El anfitrión del evento, el productor y periodista investigativo Lowell Bergman (interpretado en el cine por Al Pacino, en la película El Informante), los presenta ante una audiencia compuesta en su mayoría por periodistas investigativos de Estados Unidos; el resto somos un puñado de periodistas latinoamericanos y europeos.
Hace un año, en este mismo foro, el invitado especial fue Julian Assange, el fundador y director de WikiLeaks, que vino a hablar de su organización cuando aún no adquiría la fama que alcanzó apenas meses después con la revelación de secretos militares y diplomáticos de Estados Unidos. Hoy Assange se encuentra a miles de kilómetros de distancia, en Ellingham Hall, una propiedad rural al noreste de Inglaterra donde guarda arresto domiciliar mientras se resuelve una solicitud de extradición presentada por Suecia, que quiere interrogarlo por denuncias de delitos sexuales en su contra. Este año, sigue desde allá la conferencia en vivo, vía Skype.
En la mesa de honor, Bill Keller anuncia que el New York Times está pensando en abrir un espacio en su página web para que los lectores puedan entregarles documentos, algo así como su propio wikileaks. El Times terminó en malos términos con Assange y su organización, porque decidió consultar al Departamento de Estado antes de publicar los cables enviados por las embajadas estadounidenses que terminaron en manos de WikiLeaks. Y porque Keller, que nunca ha visto a Julian Assange, escribió un perfil en su periódico en el que lo describe de una manera que a Assange le pareció injusta. Ahora, en Berkeley, Keller prefiere no comentar sus diferencias con WikiLeaks, y se limita a decir que no cree que vuelvan a trabajar nada juntos.
Lowell Bergman, el anfitrión, toma el micrófono y anuncia a “un invitado especial”, y una pantalla por encima de los panelistas se enciende para dejar ver a un hombre de cabello plateado. Bergman lo saluda: “Julian (Assange) es el periodista ciudadano de nuestra ciberera. No es una fuente, es un activista. Pero eso no es raro entre los periodistas hoy en día”. Podría responderse a esa frase que el periodismo no es activismo; que el periodismo requiere un método; que el periodismo no solo arroja datos, sino que los interpreta y los pone en contexto; que WikiLeaks y su famoso director no hacen nada de esto... etcétera. Pero nadie lo rebate. Bergman es uno de los periodistas más respetados en Estados Unidos, una institución en sí mismo; una de las pocas personas capaces hoy de convocar a esos periodistas y a este ciberactivista que a través de Skype aparece en primer plano en pantalla gigante, por encima de los gurúes del periodismo que ahora, en comparación, parecen indefensos.
En cualquier otro tiempo, y en cualquier otro espacio, el editor jefe del New York Times habría sido el gran referente de una jornada como esta; el centro de todas las miradas. Pero no aquí ni ahora. La principal atracción está en la pantalla, disparando dardos desde su ordenador: es Julian Assange, el personaje más representativo del siglo XXI; el hacker australiano que se convirtió en superestrella después de protagonizar el año pasado la mayor filtración de documentos de la historia; el hombre al que la revista Rolling Stone nombró “la estrella rock” del año y que la revista Time puso en su lista de los 100 más influyentes del mundo; el rostro de una organización compuesta por gente que generalmente no usa su nombre, sino un alias con el cual navega por el mundo de las comunicaciones encriptadas, los servidores protegidos y los algoritmos; y que vive entre redes y nodos a los que penetra con su ordenador personal.
Desde la tranquilidad de la campiña británica, Assange se despacha contra Keller y compañía: “En Estados Unidos los medios viven en una burbuja. Yo no soy una fuente, soy un publisher. No tomamos los riesgos de los soplones, sino de los publishers. Los medios tienen que cuidar y entender su rol. Su rol es pedir rendición de cuentas a los gobiernos y las organizaciones; no es ser populares, ni hacer propaganda”.
Después de pelearse con el Times y el Guardian, Assange optó por un camino más enredado, pero mucho más efectivo: “En vez de tener a cinco grandes medios de comunicación, hoy trabajamos con 63 en todo el mundo”, dice Assange. El Faro es uno de ellos.
El primer contacto
En febrero de este año recibí el primer correo electrónico. El remitente era simplemente “WL WL”, y el mensaje decía: “Le escribo desde WikiLeaks en Inglaterra. Actualmente poseemos documentos de trascendencia política para El Salvador y queremos discutir con ustedes la posibilidad de cooperar para la difusión de los mismos. Me gustaría platicar con usted más a detalle a través de una plataforma segura. Si le interesa, le ruego me escriba lo antes posible para que les explique qué hacer”.
No le creí. No le iba a dar mis datos para entrar en una “plataforma segura” a un desconocido que decía que era de WikiLeaks -como tampoco se los he dado a la esposa del doctor no sé cuántos que tiene un dinero en Abidjan que no puede sacar del banco sin mi ayuda-. Así que simplemente borré el correo. Llegaron otros dos a los que tampoco respondí, y luego dos llamadas telefónicas que no contesté. En marzo, Gianina Segnini, una periodista de La Nación, de Costa Rica, me escribió y me dijo que le contestara, que era un contacto real de WikiLeaks. El contacto, al que llamaré P0r10ck, me pidió que instalara una serie de programas en mi computadora y me guio para encriptar no sé qué cosas de mi sistema operativo. Cuando ya estuvimos en una comunicación segura, como tres días después, me saludó: “Quiubo compadre”. Solo respondí: “Hola”. Una semana después viajé a Londres para recibir los cables de El Salvador.
Me hospedé en un club de periodistas, llamado Frontline, que posee siete cuartos para miembros del club a un precio mucho menor que el promedio de habitaciones disponibles en el centro de Londres.
El Frontline, lo supe después, fue fundado por Vaughn Smith, un ex militar británico que hizo mucho dinero produciendo programas de televisión y documentales de guerra, y que hoy es uno de los principales mecenas de WikiLeaks y el propietario de la casa de Ellingham Hall, donde Assange cumple su arresto domiciliario. En mi cuarto del Frontline esperé a que me contactaran. Una llamada me advirtió que al siguiente día, a la 1 de la tarde, me dirían dónde nos veríamos, y hubiera apostado a que sería en Baker Street.
Este mismo cuarto (El Purple Room) sirvió hace siete meses de hogar a Assange, y aquí se reunió con los periodistas del Guardian para ajustar los detalles de la liberación de los cables del Departamento de Estado. Es una pequeña estancia en un piso de tres cuartos, un baño y una cocina, en un oscuro callejón. Está a una cuadra de la sede central del Frontline, cerca de la estación de Paddington.
P0r10ck me citó afuera de una estación de metro.
–Yo te voy a reconocer, no te preocupes –y después de encontrarme me dijo–: Sígueme
Me guió por varias calles y callejones, hasta que dimos con un edificio pequeño. Abrió la puerta principal y descendimos al sótano. Ahí sacó otra llave, abrió la puerta de uno de los apartamentos y entramos. Era un solo cuarto con dos mesas de plástico, cuatro sillas, una impresora y dos líneas dedicadas de internet. Tenía una pequeña ventana desde la que solo se veía un muro. Nada más. Ni un libro, ni un adorno, ni una maceta, ni una secretaria, ni una persona. Nadie. P0r10ck sacó su computadora de la mochila y yo hice lo mismo. La abrió y me pidió que, en la mía, abriera un programa, insertara ciertos comandos y le leyera una larga serie de números y letras que aparecieron en mi pantalla. Cuando constató que coincidían con los números y letras que él tenía en la suya, me dijo:
–Sí, eres Carlos Dada. Bienvenido a WikiLeaks.
Le dije que era más fácil comprobar mi identidad si me pedía el pasaporte. Ni siquiera rio.
P0r10ck colocó una memoria USB en su máquina, copió unos archivos y me la entregó.
–Aquí están todos los cables.
–¿Ahora qué hago? –pregunté.
–Nada. No puedes abrirlos. Están encriptados. Cuando regreses a San Salvador te volveremos a contactar con una clave para que los puedas abrir.
Firmamos un acuerdo según el cual El Faro se compromete a publicar en la página de WikiLeaks todos los cables que recibimos.
Vine desde San Salvador para que me entregaran esta pequeña memoria USB. Nada más. Aquí estaban todos los cables enviados por la embajada de San Salvador a Washington entre los años 2003 y 2008. Mi contacto me dio otro paquete, que trabajaremos después de este. Pero no podía abrirlos. Una semana después P0r10ck me contactó en un programa encriptado de chat, llamado jabber, y me dio una clave de más de 70 caracteres para desencriptar los cables. En El Faro, Rodrigo Baires se inventó una base de datos y junto a él y José Luis Sanz comenzamos a clasificarlos.
Pocos días después volví a contactar a P0r10ck y le pedí una entrevista con Assange.
–Ahorita estoy con él, dejame preguntarle.
15 minutos después la entrevista había sido aprobada, yo puse la fecha y ellos la hora: 17 de abril, a las 11 a.m., en Ellingham Hall.
Un hacker
Mendax llegó a convertirse en el mejor hacker de Australia en la última década del siglo XX. Un hombre descrito por sus allegados como dotado por una inteligencia muy por encima de la media, al que siempre le aburrió la escuela, confesó años después que prefería vivir inmerso en las redes informáticas porque ahí no había nada que no fuera previsible. Hijo único de una familia disfuncional, compuesta además por su madre y por el novio de turno de ella, Mendax comenzó a principios de los 90 a penetrar los sistemas militares estadounidenses. Pocos años después, el hombre conocido como Mendax en el mundo de los hackers fue llevado a juicio en el mundo real y presentado a Australia por su verdadero nombre: Julian Assange.
Según la reconstrucción del juicio escrita por los periodistas ingleses David Leigh y Luke Harding, la jueza consideró que penetrar los sistemas militares estadounidenses era una ofensa muy seria, pero lo dejó libre porque no encontró evidencia de que lo hubiera hecho para obtener ganancias personales, sino por “curiosidad intelectual”.
En diciembre de 2006, junto con un pequeño grupo de hackers, Assange abrió WikiLeaks, un sitio web para recibir documentos de usuarios con la garantía de mantener su anonimato a través de sofisticados sistemas de encriptación y comunicación entre servidores alrededor del mundo, utilizando entre otros un sistema llamado Tor, que no deja huellas entre un servidor y otro y que reencripta y desencripta en cada estación, y que termina en una matriz localizada en Suecia que garantiza no tener “puertas traseras” y que por tanto no puede ser interceptado.
Pero el sistema también tiene otra función: si una persona lo suficientemente experta en informática y sistemas de encriptación administra una de las estaciuones, y si quien envía los mensajes no los encripta de manera correcta, pueden ser interceptados por el administrador. Así, aparentemente, se hizo WikiLeaks de sus primeros cables: comunicaciones secretas de regímenes y fuerzas rebeldes en África. Después vinieron unos cables sobre la corrupción del presidente de Kenya, que comenzaron a cimentar la reputación de esta organización.
Assange comenzó entonces a viajar por el mundo entero. Se instaló en Nairobi un tiempo y desde ahí comenzó a dar muestras de su estilo: viajaba en un laberinto de aviones y transportes terrestres, haciendo varias paradas para despistar, con una mochila cargada de laptops, cables y teléfonos móviles.
En 2009, la publicación de documentos secretos de dos bancos suizos puso a Assange en un lugar protagónico en Estados Unidos e Inglaterra, y los grandes medios comenzaron a hablar en términos muy positivos sobre su organización. Pero nada ni nadie esperaban el paquete que Assange recibiría en marzo de 2010 y que aseguró un lugar en la historia para él y para WikiLeaks: documentos confidenciales del ejército y del Departamento de Estado de Estados Unidos. La mayor filtración de la historia.
Ellingham Hall
Por primera vez en muchos años, Julian Assange tiene un domicilio. Se trata de una propiedad al noreste de Londres, en los confines de Norfolk, llamada Ellingham Hall, compuesta por una casa grande, un enorme jardín y terrenos de cacería. La propiedad pertenece a Vaughn Smith, el mecenas de Assange y fundador del Frontline Club de Londres. Ahí pasa el fundador de WikiLeaks sus días y noches, rodeado de jóvenes hackers de los cinco continentes, de su vocero, el islandés Kristinn Hrafensson, y de varias computadoras desde las que se comunica con el mundo exterior. Tiene que ir dos veces al día a reportarse a la estación de la policía: una en la mañana y otra en la noche, con lo que a veces le da tiempo de hacer un rápido viaje a Londres en tren y regresar justo para marcar tarjeta en la comisaría. Assange está en estas condiciones desde diciembre de 2010, cuando fue detenido en Londres a solicitud de la justicia de Suecia, donde dos mujeres le han abierto juicio por algo así como sexo irresponsable (lo acusan de haber sostenido relaciones sexuales con ellas paralelamente y no utilizar un preservativo).
La mansión de Ellingham Hall es una típica residencia de campo inglés: los terrenos de caza, la casa con una cocina grande, los salones llenos de señoriales retratos familiares. Una pintura al óleo retrata al padre de Vaughn. El señor Smith, que aparece uniformado, aún vive en Ellingham Hall. “No lo vemos mucho por aquí”, me dice Sarah, una inglesa pelirroja que es también asistente de Assange. El señor Smith vive en una casa separada de la principal residencia. La presencia de Smith padre constituye una de las grandes paradojas de esta historia. Su trabajo, que cumplió con diligencia durante muchos años, era llevar personalmente los mensajes de la reina a otros jefes de Estado, para que nadie pudiera interceptarlos. Ahora, ya retirado, tiene que compartir la propiedad con el hombre que ha puesto al mundo de cabeza justamente por interceptar mensajes ajenos.
El día pactado para la entrevista con Assange, Juan Carrascal y yo tomamos un tren desde Londres hasta la estación de Diss, y de ahí 40 minutos en carro atravesando la campiña inglesa hasta llegar a Ellingham Hall. El taxista, un hombre rechoncho y de fácil sonrisa, sabe muy bien que hay más negocio desde que “el hombre” se hospeda en la comarca. “Viene mucha gente a verlo. Algunos periodistas como ustedes y otros, muchos jóvenes”, dice. 40 kilómetros traducidos a libras esterlinas son un negocio redondo para la compañía local de taxis. El taxista aún no ha visto a “el hombre”. Y difícilmente lo verá. Assange no viaja en taxis, sino en vehículos privados en los que apenas va, cada mañana y cada tarde, a presentarse en la estación local de policía.
Cuando llegamos, nos recibieron varios de estos jóvenes hackers que van y vienen de la propiedad para trabajar desde ahí con Assange. La mochila del australiano es la oficina de WikiLeaks. Donde él esté, ahí es la sede de la organización.
Nos instalamos en el jardín a esperarlo conversando con Hrafensson, el islandés y vocero de la organización. P0r10ck había sido muy claro: solo tendríamos 20 minutos de entrevista. Assange, que anda descalzo por la residencia, tomó unas botas Dunlop de hule que encontró junto a la puerta y salió a saludarnos. Preguntó por El Salvador y después de unos minutos de conversación informal, de romper el hielo, interrumpió uno de sus ayudantes, un joven pelirrojo, con lentes y un fino suéter tejido a mano, que dijo ser originario de Suazilandia: “Julian, deberían comenzar ya. En media hora viene tu visita”.
Cuando Julian Assange se siente cómodo, no para de hablar. La entrevista duró más de una hora. Nos levantamos y me guio a la cocina. Le dije que le traíamos un recuerdo de Centroamérica, una botella de ron nicaragüense.
–Los sandinistas tomaban Flor de Caña –le advertí–. Es más fácil hacer una revolución con tres tragos de este ron que con todos tus WikiLeaks.
Le hablé del Foro Centroamericano de Periodismo y ahí mismo me dijo que quería estar en él. Vía Skype (así lo tuvimos en el Museo de Arte de El Salvador, en un panel del Foro sobre WikiLeaks, el 17 de mayo). Luego jaló una silla y me dijo:
–Siéntate aquí. Es la hora de la venganza.
Comenzó a entrevistarme con una cámara de video. La entrevista duró hasta que se terminó el videocasete, y entonces uno de sus asistentes aprovechó para llevarlo directamente a otra sala, donde lo esperaban los otros visitantes.
Cables, cables, cables
El 5 de abril de 2010, Julian Assange llegó al National Press Club de Washington con un video bajo el brazo. Cuando lo mostró, la audiencia quedó perpleja. Mostraba una toma desde un helicóptero Apache del ejército de Estados Unidos, disparando contra civiles en Bagdad. En ese ataque, perpetrado en 2007, murieron dos periodistas de la agencia Reuters. Fue la presentación pública de más de un millón de documentos que incluían diarios de guerra del ejército en Afganistán e Iraq, además de los 250 mil cables diplomáticos del Departamento de Estado.
El soldado Bradley Manning fue detenido en marzo de 2010, acusado de entregar esta información a WikiLeaks. Supuestamente Manning, un joven analista informático de servicio en Iraq, extrajo de una computadora todos estos documentos, y se los envió a Assange. A él lo delató otro hacker, al cual aparentemente le relató por chat lo que había hecho.
Actualmente Manning guarda prisión en un recinto militar en Kansas, se le han prohibido las visitas y sus seguidores denuncian torturas por las duras condiciones de su detención militar.
Los cables diplomáticos fueron incialmente entregados por WikiLeaks a cinco publicaciones de occidente: The New York Times, The Guardian, Der Spiegel, Le Monde y El País. Su publicación inició en noviembre del año pasado, y desataron un escándalo que puso en situación vergonzosa a muchos gobiernos, aunque ni de cerca provocó los daños que auguraban los detractores de Assange y su organización: ni dañó la reputación de Estados Unidos ni puso en peligro a nadie.
“Esto es una visión del mundo desde la(s) embajada(s) de Estados Unidos y de sus aproximadamente 6 mil volúmenes de material, así que es quizás la más grande enciclopedia jamás hecha de la visión del mundo de Estados Unidos”, dice Assange.
Ahora, WikiLeaks ha pasado a una nueva etapa: la de las alianzas con medios locales. El Faro es uno de los 63 medios de todo el mundo con los que WikiLeaks ha pactado la publicación de estos cables.
La última vez que nos vimos fue nuevamente vía Skype. Assange quiso estar presente en el Foro Centroamericano de Periodismo, que celebramos la semana pasada, y lo hizo como invitado sorpresa. Decidimos guardar su presencia hasta el último minuto, porque dada su situación jurídica existen siempre posibilidades de que un juez lo envíe en un avión a Suecia o que le llamen a declarar.
Pariticipó en un panel con el periodista nicaragüense Carlos Fernando Chamorro, que está publicando los cables correspondientes a su país; el subsecretario de Transparencia de El Salvador, Marcos Rodríguez; y yo. El moderador fue Fran Sevilla, periodista de Radio Nacional de España. Nosotros hablamos poco. Desde Ellingham Hall, Assange acaparó la atención. Habló en los mismos términos de la entrevista que nos concedió e hizo énfasis en la ventaja de aliarse con medios locales para dar contexto a los cables. Pero hizo una promesa que se quedó clavada en los asistentes: “El próximo año estaré en persona en el foro”. Eso, en realidad, no depende de él. Sino de las justicias sueca y británica y, hoy también, de un gran jurado estadounidense que le ha abierto una investigación por espionaje.