Opinión /

El periodismo demanda compasión


Viernes, 6 de mayo de 2011
Carlos Martínez

Buenas noches, muy brevemente quiero dar las gracias a las autoridades del periódico El País, al gran jurado del premio Ortega y Gasset que ha decidido entregarme este reconocimiento, y a las autoridades del Gobierno Español que han tenido a bien acompañarnos. Me gustaría compartir muy brevemente con ustedes las razones por las que este reconocimiento significa mucho para mí.

El relato que me tiene hablando con ustedes es uno que pretende dar cuenta de la realidad que de forma más tímida y dolorosa caracteriza al país de donde vengo, la violencia, que además tiene por particularidad, o al menos esta nueva violencia de turno, el hecho de que no la comprendemos, de que creció ante nuestros ojos en medio de la guerra civil y que no tuvimos la capacidad de entender los motores que la movían y que aún ahora pese a que se cobra una innumerable cantidad de vidas anuales seguimos sin comprenderla. Los periodistas centroamericanos y de El Salvador, creo yo, que le hemos fallado durante demasiado tiempo a las sociedades que decimos servir, los grandes medios de comunicación y algunos de sus periodistas. A veces por la cómoda mediocridad o a veces por la llana cobardía, han decidido dar explicación y dar cuenta de este fenómeno desde despachos a través de las versiones oficiales o a través del simple conteo de muertos, vendiéndonos una versión de una sociedad que se divide en buenos y malos que lejos de explicar confunden y que lejos de acercar distancian.

Este reconocimiento es una voz de aliento y una invaluable palmada en la espalda para quienes, como el equipo del que soy parte, creemos que este es un oficio cuya labor es acercar a las sociedades, ofrecerles explicaciones y sobre todo no conformarse con versiones oficiales, no ser simplistas. Pero más allá del rigor que nos demanda el método, creo que es un oficio que además nos demanda una profunda compasión, que no es otra cosa que la posibilidad de indignarse con las injusticias que otros padecen y de sufrir con el sufrimiento de los otros, de situarse desde la perspectiva de las victimas que son a veces una romería de harapientos viajando en el tren de la muerte rumbo a Estados Unidos o a veces un hombre al que no le queda otra pregunta, que cuestionar por el paradero secreto del cadáver de su hija.

Espero que este relato tenga la capacidad de acercar a la sociedad o de explicarlo y de ponerla en pie uno de los fenómenos que más la cruzan ahora.

Quiero dedicar este reconocimiento al fotoperiodista Bernat Camps, junto con el que trabajamos durante seis meses en este relato, y a mis valientes colegas de El Faro, periódico para el que trabajo, donde se encuentran mis mejores amigos y mis mejores maestros.

Gracias.

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