José Matías Delgado ha superado las fronteras del tiempo hasta convertirse en un sinónimo de El Salvador. Es un personaje multicitado cuando se habla del país, de su pasado y su destino. Los 5 de noviembre y 15 de septiembre se le nombra como padre de la patria; ¿por qué habrá logrado ese lugar indiscutible en los festejos nacionales?
Si se analizaran los discursos pronunciados en septiembre por los hombres que han ocupado la presidencia (no hay mujeres en ese cargo), para saber qué personaje ha sido el más mencionado, a lo mejor, Delgado estaría en la cabeza de la lista. Otros tienen referencias destacadas, como Manuel José Arce o Gerardo Barrios, pero el cura Delgado tendería a superarlos. Ostenta un título superior, que le fue otorgado dos meses después de muerto: Benemérito de la Patria. ¿Por qué un cura, no un general, está en la cumbre de tantas menciones nacionales?
Delgado tenía varias características sobresalientes. La primera: sus dotes intelectuales. Era sacerdote, también doctor en derecho. Se había formado en la Universidad de San Carlos bajo la influencia de las corrientes de pensamiento que estaban cerca de la Revolución Francesa. Además era una persona informada sobre lo que pasaba en México y América del Sur, donde la Independencia y la autonomía formaban parte de las opciones que se discutían en los debates cotidianos, después de saber que los monarcas españoles estaban como prisioneros de Napoleón Bonaparte cuando el siglo XIX no había completado su primera década.
Por sus dotes intelectuales, Delgado llegó a ser Rector de la Universidad de San Carlos, la única que existía en el Reino de Guatemala (como se nombraba entonces a la Centroamérica actual), un cargo al que pocos podían aspirar. Él lo ocupó después de los acontecimientos ocurridos en noviembre de 1811, en San Salvador, lo cual es una indicación de los aires que se respiraban en la San Carlos.
Además de intelectual, Delgado era político. Y ese oficio lo ejercía con habilidad y cálculo; con astucia y disimulo, también con ambición, de acuerdo al testimonio dejado por conocedores de su tiempo.
El cura y doctor era capaz de convertir una derrota militar en victoria política. Después de la Declaración de Independencia las provincias centroamericanas, que antes habían estado sometidas al poder colonial, cuya sede se encontraba en Guatemala, se convirtieron en un hervidero de conspiraciones y tendencias. Varias corrientes ideológicas se enfrentaban y cruzaban, creando un panorama desconocido. Una propuesta ocupaba el centro del que surgían diferencias y coincidencias: era la anexión al Imperio mexicano. No se trataba sólo de una discusión sobre el futuro político de Centroamérica; era una realidad militar, pues las tropas mexicanas estaban en estos territorios, amparadas en los pronunciamientos de muchos ayuntamientos a favor de la incorporación a México.
San Salvador desplegó todas las iniciativas imaginables en aquellas circunstancias: unas conspirativas, otras diplomáticas, sin faltar las negociadoras ni las militares. El liderazgo de San Salvador mantenía correspondencia con el jefe de las tropas invasoras, al mismo tiempo que preparaba la resistencia militar. Hasta integró una delegación para viajar a Washington con el propósito de ofrecer su anexión a los Estados Unidos. Atrás del despliegue salvadoreño estaba una aspiración sentida por la mayoría de productores de añil: que su territorio no quedara sometido a Guatemala.
Delgado participó activamente en esa amplia e imaginativa agenda de opciones ante un batallón militar y una próxima anexión. Cuando la realidad se impuso, esto es, cuando las superiores tropas mexicanas vencieron la resistencia militar salvadoreña, aceptó los hechos. Y cuando llegó el cambio, con la caída del Imperio, capitalizó la nueva situación. Entonces, la derrota militar se transformó en victoria política.
Las tropas mexicanas se replegaron, casi al mismo tiempo que se instalaba el primer Congreso constitucional de Centroamérica. En aquel momento lleno de solemnidad, los constituyentes proclamaron la Independencia absoluta, contundente, incondicional y alejada de relativismos, como los planteados en septiembre de 1821. Los constituyentes también eligieron a Delgado como presidente de aquel cuerpo fundador. Fue un momento sobresaliente en su trayectoria, al que había llegado defendiendo los intereses de los productores provincianos, quienes querían una sola república en América Central, pero sin el poder dominante de los establecimientos económicos de Guatemala.
A la formación intelectual y la habilidad política, Delgado sumaba una sensibilidad peculiar: la identificación con las aspiraciones de independencia –política, económica y religiosa– de San Salvador. Tanto se identificó con ellas que no dudó en aceptar, y buscar, el nombramiento de obispo que hizo la autoridad política. Él, dotado de luces y conocedor de los poderes centroamericanos, tanto políticos como económicos y religiosos, sabía la magnitud del desafío. También el significado del nombramiento: su carrera eclesiástica llegaba a la cumbre y el dinero recaudado por la Iglesia se quedaría en San Salvador, no se mandaría a Guatemala. Primero aceptó el nombramiento; después reconoció el poder inapelable del Vaticano. Cuando el Papa le mandó una carta, amenazando con declararlo cismático, aceptó que no podía llegar a tanto. Pero, durante los años previos, sostuvo candidatura y nombramiento.
Tal vez el episodio del obispado fue el peor de los momentos públicos que le tocó vivir a Delgado; también uno de los que le labró un lugar sobresaliente en la memoria colectiva. Como intelectual, político y portador de los sentimientos pioneros de la nacionalidad salvadoreña, empeñada en la independencia de los poderes guatemaltecos, Delgado ocupó un lugar destacado entre sus contemporáneos. Pero eso no explica por completo el hecho de haberse convertido en un sinónimo de El Salvador.
Después de la Declaración de Independencia vino la guerra. Casi una década estuvo Centroamérica dedicada a los combates y sometida a los caudillos con vocación militar. El final de esa etapa fue la derrota morazanista. Veinte años después de la Declaración de septiembre, Francisco Morazán dio la voz de mando al pelotón que lo fusiló en San José, Costa Rica. El hecho dramático significaba el fracaso de la fundación centroamericana; para entonces, Delgado ya era un referente indiscutible de nuestro territorio y sus esperanzas políticas. Cuando el esfuerzo de una sola patria llegaba a su fin, con la derrota morazanista, se impuso la edificación de los estados nacionales. Fue en ese ambiente que Delgado creció más como figura emblemática del país que surgía con nombre propio, el mismo que está en nuestros documentos de identidad personal. (FIN)