El proceso abierto en la Audiencia Nacional española contra 20 militares acusados del asesinato de seis sacerdotes jesuitas, su empleada y la hija de esta, pone a prueba nuestras nociones de justicia, reconciliación, soberanía y democracia.
Al centro del debate se enfrentan la justicia universal contra el derecho nacional, un debate no resuelto ni política, ni filosófica ni moralmente en ningún lugar del mundo, con excepciones como Ruanda o la ex Yugoslavia, en las que la comunidad internacional determinó, con la cooperación de los gobiernos nacionales, que el sistema de justicia y el clima político local no permitían llevar a cabo juicios apropiados.
En el caso salvadoreño, la cúpula militar que sostenía el poder en los últimos años de la guerra planificó, ordenó y luego pretendió ocultar el crimen contra los jesuitas. Así lo determinó la Comisión de la Verdad y así está establecido en todas las investigaciones llevadas a cabo. Pero esto no ha sido reflejado en ningún juicio.
No es esto debido a la ley de amnistía, porque el crimen fue de tal trascendencia que a la postre obligó al gobierno de turno a abrir un juicio en El Salvador, pero ese proceso estuvo lleno de irregularidades y no alcanzó a los jefes militares.
Quienes argumentan en contra de la justicia internacional suelen decir que las comunidades nacionales están mejor preparadas para dimensionar las consecuencias de los actos de sus miembros y para entender los intereses de esa comunidad, ambos esenciales para la debida impartición de justicia. Otros refieren también la conveniencia de sentar precedentes en las comunidades mismas donde los crímenes fueron perpetrados. Y todos estos son sin duda argumentos de un gran peso.
Del otro lado, quienes defienden la justicia internacional lo hacen partiendo de que los crímenes de lesa humanidad ofenden al género humano en su totalidad y por tanto sus juicios no pueden ser limitados por el derecho de ningún Estado.
En el caso de crímenes de guerra, se trata además de juicios que tienen relación directa con los procesos de reconciliación y justicia restaurativa. Con devolver la dignidad a las víctimas en particular y a la comunidad entera en general. Ello requiere de tribunales con la capacidad de establecer los hechos más allá de toda duda razonable, y de esta manera sentar un precedente sólido.
En El Salvador, ni el caso jesuitas ni el caso Romero, dos de los más trascendentes, recibieron el debido tratamiento en el sistema judicial nacional; entre otras cosas porque el Estado era administrado por grupos de poder afines a los perpetradores y era peligroso pretender llevarlos ante la justicia. Ambos fueron procesos viciados, a tal grado que terminaron siendo más un obstáculo que un aporte al establecimiento de los hechos que perseguían.
Hoy, dos décadas después de firmada la paz, tan no está resuelto el caso jesuitas que su reapertura en España ha cimbrado El Salvador; puesto en peligro la independencia de poderes (decreto 743) y ahora pondrá a prueba a los tres poderes del Estado, al ejército y a la policía.
Más allá de qué lado del debate se está, el caso jesuitas confirma que el proceso de paz, y la ley de amnistía, han sido insuficientes para el proceso de reconciliación nacional, para la restauración de la dignidad de las víctimas y para, por fin, dejar el conflicto armado en manos de los historiadores. El Salvador merece saber la verdad.