Opinión /

11 de septiembre


Lunes, 12 de septiembre de 2011
Carlos Dada

Boleto de regreso a San Salvador: 11 de septiembre de 2011. Salgo de un foro de periodismo organizado por el Centro Knight de la Universidad de Texas, en Austin, y me voy temprano esperando evitar las largas colas de seguridad en dos aeropuertos.

En Austin, a las 5:30 de la mañana, todos los televisores de las salas de espera tienen la señal en vivo de CNN a todo volumen. Transmiten los eventos memoriales que han comenzado en Nueva York y solo son interrumpidos por los constantes mensajes del sonido local advirtiendo de notificar cualquier sospecha.

Tres horas más tarde, en el aeropuerto de Houston, pasajeros con equipaje de mano conviven con uniformados que parecen listos para ir a la guerra. En los monitores locales, pasan constantemente las imágenes del ataque terrorista ocurrido una década atrás.  Hay un pequeño “Museo Memorial” en el que se despliegan las portadas de periódicos locales del 12 de septiembre de 2001, fotos de objetos recuperados del lugar del ataque, y dos policías marchan con las banderas de Estados Unidos seguidos por una escolta. Desfilan entre las salas de espera, por todo el aeropuerto, hasta que llegan al sitio del memorial. En el aeropuerto de Houston. No es un día para sentirse cómodo viajando. En los monitores locales siguen pasando las imágenes de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas y el fuego en el Pentágono.

En twitter, desfilan las alertas noticiosas de varios medios de comunicación estadounidenses: un avión custodiado hasta su aterrizaje en Nueva York porque a la azafata le pareció sospechoso que un pasajero se tardara veinte minutos en el baño mientras otro lo esperaba en el pasillo. Tres detenidos. El Servicio Secreto dice que investiga tres mensajes sospechosos enviados a la Casa Blanca.

Diez años después de aquel día, Estados Unidos sigue en alerta por terrorismo, con vigilancia reforzada en Nueva York, Washington y los aeropuertos del mundo entero. La era del miedo, inaugurada por el audaz ataque de Al Qaeda en Manhattan, se impuso en nuestras vidas hasta convertir ese sentimiento en cotidianidad. La respuesta del gigante herido, en manos de un presidente disléxico y un vicepresidente con cercanos vínculos a la industria militar, fue la de instaurar el miedo como política de Estado, lanzar dos guerras e institucionalizar, mediante la firma del llamado Patriot Act en octubre de 2001, la tortura, la detención preventiva y sin proceso y la manipulación de toda la legislación internacional para imponer sus criterios.

Según cifras conservadoras, dadas a conocer esta semana por la revista The Economist, las guerras en Afganistán, Irak y Paquistán han dejado 140 mil civiles muertos y unos 8 millones de refugiados. Estados Unidos está aún inmerso en dos guerras a las que El Salvador le ha acompañado (con el Batallón Cuscatlán en Irak y ahora en Afganistán) con el argumento de que es a solicitud de y mediante acuerdo con Naciones Unidas, aunque ello, hoy sabemos, se negoció con anterioridad cuando Estados Unidos comenzó a diseñar una manera de convertir su guerra en Irak como algo mundial; y cuando decidió, también, iniciar la retirada de Afganistán.

Hoy parecen lejanos aquellos días en que viajar por avión era cómodo y rápido, en que a bordo servían comida con tenedor y cuchillo y nadie revisaba si uno llevaba shampoos o botellas de vino. Aquellos primeros días posteriores al 11 de septiembre de 2001, los agentes de seguridad en Comalapa le pedían disculpas a los pasajeros por las nuevas medidas y las exhaustivas revisiones para apaciguar la paranoia estadounidense. Una paranoia que ayudó, también, a disimular el fracaso de sus servicios de inteligencia, porque los ataques no se detienen con controles aeroportuarios ni con alertas porque un pasajero lleva demasiado tiempo en el baño; sino con inteligencia capaz de detectar a grupos que están planificando ataques y que tienen acceso a recursos para llevarlos a cabo. Lo que falló el 11 de septiembre de 2001 no fue el control en los aeropuertos que autorizaron el ingreso de Mohammed Atta y a sus compañeros, sino la inteligencia de la CIA y del Pentágono.

Estos diez años atestiguaron: la paranoia post 11-S que incluyó cartas con ántrax; los presos de Guantánamo; la guerra contra Irak y la ausencia de armas de destrucción masiva; las torturas de Abu Ghraib; combates en las montañas afganas; atentados en Madrid y Londres; la subcontratación de la tortura; xenofobia; Blackwater y Halliburton; Rumsfeld; y un intenso debate entre los defensores de los derechos civiles y los abogados de la doctrina Bush. 

El 11 de septiembre exacerbó el patriotismo estadounidense y terminó, en cierta medida, aislándolo más. La nación más poderosa del mundo agitó su bandera y comenzó a ver enemigos incluso entre sus tradicionales aliados. 'O están con nosotros o con los terroristas', dijo Bush. La retórica norteamericana llegó a su extremo más absurdo cuando rebautizaron oficialmente las papas a la francesa como papas de la libertad para patentar, en la cultura pop, su repudio a la negativa francesa de acompañarlos a la guerra en Irak.

Hoy tenemos otros problemas en el planeta. El nuevo presidente estadounidense, Barack Obama, no ha podido cerrar Guantánamo pero ha sido mucho más exitoso que Bush en la cacería dirigida contra los jefes de Al Qaeda. Osama bin Laden está muerto y su organización ha sido seriamente mermada. Los talibanes ya no gobiernan Afganistán; los iraquíes ya no tienen a Saddam Hussein y en los países árabes una revolución ciudadana está cambiando el mapa político y deshaciéndose de sus dictadores. Hay una crisis económica mundial que vuelve a poner de manifiesto la falta de controles a los emporios financieros.

En Estados Unidos, la carrera electoral arranca con unos precandidatos republicanos que se llenan de discursos antiinmigrantes para convencer a las bases más duras de su partido, a los que desde el 11 de septiembre de 2001 encontraron espacios para gritar a todo extranjero que se marche de su país de inmigrantes.

En nuestra región, el narcotráfico y el crimen organizado amenazan toda la institucionalidad democrática que tanto nos costó construir. Son nuestros propios enemigos a los que nuestros estados comienzan a declarar guerras similares a la que aquel presidente estadounidense llamado George W. Bush declaró contra el terrorismo, imponiendo una doctrina que cambió la manera en que los Estados miran a sus ciudadanos.  “O con nosotros o con los trerroristas”, declaró Bush, como ahora declara el presidente Felipe Calderón en México.

Diez años después de que el mundo viera en vivo el mayor ataque terrorista de la historia, el presidente Barack Obama y el ex presidente George W. Bush se reúnen en el memorial de Nueva York, donde alguna vez se levantaron las Torres Gemelas. Obama dice orgulloso que su país no “sucumbió a la sospecha… Estos últimos diez años han demostrado que Estados Unidos no se entrega al miedo”. En el twitter, la agencia AP lanza otro mensaje: Hombre detenido en Kansas City por llevar un equipaje “sospechoso”. Más tarde el FBI aclara que no se trata de explosivos. 

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