La única revolución posible y necesaria de esta época es la del Estado de Derecho. Es una paradoja de revolución, pues es conservadora y solo trata de asegurar la paz social. Sin embargo su fórmula simple –cumplir la vieja norma de igualdad ante la ley– ha sido imposible en esta sociedad atávica.
Y no ha sido posible, entre otras razones, por carecer de una elite jurídica de Estado. Una guardianía de los principios del orden jurídico, el fundamento impersonal y abstracto, soberano, que ofrece certezas y da estabilidad.
En las sociedades existe esa clase de hombres (hasta ahora pocas mujeres) eclécticos, doctrinarios del derecho, más cercanos a la razón filosófica. No carecen de ideología, por eso suelen distinguirse entre ellos dos ramales, el conservador y el liberal. Debaten y desarrollan la norma con sus interpretaciones y aplicaciones.
Tampoco carecen de intereses personales, pero son “clase aparte” por su capacidad de desapegarse de lo pecuniario y de los apetitos cortoplacistas (caníbales autodestructivos) de su clase o grupo social. Poseen visión de conjunto y son leales al principio ordenador. Cuando pierden esa fidelidad, salen automáticamente del club de los elegidos, no porque se les expulse, sino porque claudicaron a la transgresión de Estado.
En el siglo XX hubo representantes dignos de esa casta. Arturo Herbruger es un buen ejemplo, como magistrado de la Corte Suprema que le puso un coto a Árbenz. Edmundo Vásquez Martínez y Héctor Zachrisson, en la Corte de Constitucionalidad (CC), a inicios de los noventa, fueron verticales en el caso Ríos Montt. No es una casta de infalibles ni forzosamente serán los más doctos, valientes o vociferantes. Pero tendrán el coraje de enfrentar al centauro del poder, cuya cultura es domesticar o apalear a los operadores de justicia, despojándolos de toda dignidad. La elite jurídica de Estado no es suficiente para desatar la revolución del Estado de Derecho, pero es la necesaria reserva ética.
*Este artículo fue publicado originalmente en elPeriódico de Guatemala