Una calle de El Mozote después de la incursión militar que ejecutó la masacre en 1982 / Foto por cortesía de Museo de la Palabra y la Imagen.
El Mozote, El Salvador. Tres sobrevivientes que dicen haber sido testigos aseguran que cientos de civiles, entre los cuales había mujeres y niños, fueron sacados de sus hogares en Mozote y sus alrededores, y asesinados por el ejército salvadoreño durante la ofensiva decembrina contra la guerrilla izquierdista.
Guiados por guerrilleros, esta reportera hizo un reconocimiento de la región. Días antes, otro reportero y un fotógrafo hicieron el mismo recorrido. Hablamos con los sobrevivientes. La guerrilla, que controla zonas extensas de la provincia de Morazán nos condujo hasta el pueblo, ahora desierto, y nos mostró las ruinas de decenas de casas de adobe que según ellos y los sobrevivientes fueron destruidas por las tropas. Aún se ven los cuerpos en descomposición debajo de las ruinas y en los campos aledaños, a pesar de que ha pasado un mes desde el incidente.
Ernesto Rivas Gallont, embajador salvadoreño en Washington rechazó «enfáticamente la afirmación de que el ejército salvadoreño haya matado mujeres y niños. Este tipo de actuación no está de acuerdo con la filosofía de las instituciones armadas». Admitió que «las fuerzas armadas han estado activas en esa parte del país», en particular durante una ofensiva contra la guerrilla en diciembre, pero definitivamente «ninguna de sus actividades ha estado dirigida contra la población civil».
Los sobrevivientes, entre los cuales hay una mujer que afirma que su marido y cuatro de sus seis hijos fueron asesinados, afirmaron que durante la segunda semana de diciembre, cuando ocurrió la masacre, no había habido enfrentamientos. La mujer, Rufina Amaya, ama de casa de treinta y ocho años de edad, dijo que las tropas habían entrado al pueblo una mañana, habían reunido a sus habitantes en dos grupos, los hombres separados de las mujeres y los niños, se los habían llevado y les habían disparado. Amaya dijo que se había escondido durante el tiroteo y que después había escapado bajo la protección de la guerrilla hacia el campamento donde se llevó a cabo esta entrevista.
Según esta versión, las tropas se regaron por las zonas aledañas y hacia los pueblos más pequeños de los alrededores. José Marcial Martínez, de catorce años de edad, habitante de La Joya, contó que se había escondido en un maizal y había visto cómo mataban a sus padres y a sus hermanos. José Santos, de quince años, dijo que había visto también cómo mataban a sus padres, a tres hermanos menores y a dos de sus abuelos.
Entrevisté a una docena de habitantes de la región que aseguraron haber huido de sus hogares durante la ofensiva de diciembre y haber perdido familiares durante el asalto militar.
Para llegar al corazón de la provincia de Morazán desde el norte hay que caminar varios días a través de pueblos y de campamentos militares. Después de haber solicitado durante varios meses el permiso para hacer una visita, el Frente de Liberación Farabundo Martí accedió llevarme a la provincia comienzos de enero, dos semanas después de que la estación radial clandestina de la guerrilla transmitiera el primer informe de una supuesta masacre en Morazán. Su propósito evidente era mostrar a la prensa que sí controlaban la zona y darles pruebas de la masacre de diciembre.
Guiados por un grupo de guerrilleros jóvenes, atravesamos Arambala, un pueblo muy bonito en las cercanías de Mozote; las casa de adobe encaladas parecían haber sido saqueadas y el pueblo había sido abandonado. Cuarenta y cinco minutos más adelante había otro pueblito. Las casas también habían sido destripadas y saqueadas, pero la primera impresión, sobrecogedora, fue el olor dulzón y nauseabundo de los cuerpos en descomposición. Estábamos en Mozote.
Los muchacho, como se les llama a los guerrilleros, nos condujeron hacia la plaza principal donde se erguían las ruinas de lo que había sido una iglesita encalada; las paredes de la pequeña sacristía colindante también parecían haber sido tumbadas a empujones desde afuera. En el interior el hedor era insoportable y de entre los escombros sobresalían innumerables huesos: calaveras, costillares, fémures, una columna vertebral.
Las quince casas de la calle principal estaban aplastadas. En dos de ellas, como en la sacristía, los escombros estaban entreverados de huesos. Parecía que todas las edificaciones habían sido incendiadas —incluidas aquellas donde había restos de cadáveres— y los restos humanos estaban tan chamuscados como las vigas.
Del pueblo salen veredas que conducen hacia varios caseríos: estos caseríos forman la comunidad de Mozote. Salimos por uno de esos caminos, una ruta idílica a cuya vera cada casa solía tener una huerta, un gallinero pequeño y al menos una colmena. Solo los árboles frutales estaban intactos. Las colmenas habían sido volcadas y había abejas zumbando por todos lados. Las casas habían sido destruidas y saqueadas. Habían arrojado los cadáveres de las vacas y de los caballos a la carretera. En los maizales detrás de las casas había más cuerpos, pero estos habían sido calcinados por el sol. En un claro en uno de los campos había diez cadáveres: dos viejos, dos niños y un bebé con un tiro en la cabeza, en brazos de una mujer; el resto eran adultos. Aunque los campesinos de la región dijeron después que habían enterrado algunos de los cadáveres, los jóvenes guerrilleros admitieron que habían pedido que dejaran los cuerpos donde estaban hasta que alguien de afuera viniera a verlos.
Empezaba a oscurecer y nos encaminamos hacia un campamento militar guerrillero.
Allí había 20 guerrilleros jóvenes, todos armados y disciplinados. Más adelante había un campamento civil que, como el otro, estaba formado por un conjunto de casitas de adobe donde vivían cerca de ochenta campesinos, refugiados y simpatizantes de la guerrilla. A la mañana siguiente, los muchachos mandaron traer de este campamento a Amaya, la única sobreviviente de Mozote según su propio testimonio.
Los guerrilleros me dejaron a solas con ella. Me contó que en la tarde del 11 de diciembre —aunque más bien hablaba de días de la semana que de fechas— las tropas de la Brigada Atlacátl habían llegado a Mozote. La brigada es una unidad de élite compuesta por mil hombres y conocida al menos de nombre por la mayoría de los salvadoreños; fue entrenada en el país por consejeros militares americanos especializados en ofensiva antiguerrillera y despliegue rápido.
«La gente del ejército le advirtió a Marcos Díaz, un amigo de ellos de nuestro pueblo, que la ofensiva era inminente y que no habría tránsito desde San Francisco Gotera (la capital de la provincia) en diciembre, y que debíamos quedarnos en Mozote porque allá nadie nos iba a hacer daño. Eso hicimos en el pueblo vivíamos más o menos quinientos».
Contó que los soldados habían sacado a todo el mundo de sus casas y los habían hecho esperar «en la carretera como hora y media. Se llevaron nuestro dinero, esculcaron las casas, se comieron nuestra comida, nos preguntaron dónde teníamos las armas y se fueron. Quedamos contentos. Ya pasó la represión, dijimos. No mataron a nadie».
Amaya hablaba con lo que parecía un tono de histeria controlada. Mientras conversábamos la voz solo se le quebró cuando me habló de la muerte de sus hijos. Dijo que después de los sucesos de diciembre sus dos hijos sobrevivientes se habían unido a la guerrilla, pero que Mozote no era particularmente favorable a la guerrilla aunque estuviera en el corazón de la zona rebelde.
Dijo que los guerrilleros habían ido de pueblo en pueblo a comienzos de diciembre advirtiendo a la población que se avecinaba una ofensiva del gobierno recomendándoles que huyeran a las ciudades y a los campamentos de refugiados a los alrededores de la región.
«Pero nosotros nos sentíamos seguros porque conocíamos a los del ejército», afirmó. Su marido, de quien Amaya dijo que estaba en buenos términos con los militares locales, «tenía un salvoconducto militar».
Como a las 5:30 de la mañana siguiente a la visita, dijo, las tropas, encabezadas por el mismo oficial —ella lo llamó teniente Ortega—, regresaron a Mozote. Según ella, reunieron a toda la gente en la placita frente a la iglesia y los agruparon en dos filas, una de hombres y otra de mujeres y niños. «El mismo Marcos Díaz a quien el ejército le había dicho que estábamos a salvo estaba en la fila de los hombres, y también mi marido. Conté como ochenta hombres y noventa mujeres sin los niños».
Dijo que las mujeres habían sido conducidas junto con los niños a una casa en la plaza. Desde ahí vieron cómo vendaban y amarraban a los hombres, cómo los pateaban y los empujaban, y cómo se los llevaron en grupos de cuatro y les dispararon. «Los soldados no tenían rabia—dijo—. Se limitaron a cumplir las órdenes del teniente. Eran fríos. No era como en una batalla».
«Cerca del mediodía empezaron con las mujeres. Escogieron primero a las muchachas jóvenes y se las llevaron a los cerros. Después eligieron a las mujeres mayores y las llevaron a la casa de Israel Márquez en la plaza. Oímos los disparos. Después siguieron con nosotras, por grupos. Cuando me llegó el turno de que me llevaran a la casa de Israel Márquez me escondí detrás de un árbol y me encaramé. Entonces vi al teniente. Él personalmente estaba ametrallando a la gente».
«Oía a los soldados hablar —siguió diciendo monótonamente—.Llegó una orden de un teniente Cáceres para el teniente Ortega de que matara también a los niños. Un soldado dijo: “Teniente, aquí hay uno que dice que no mata niños”. “¿Quién es el hijueputa que dijo eso? —respondió el teniente—. Lo voy a matar”. Los oía gritar desde donde estaba acurrucada en el árbol. Oía llorar a los niños. Oía a mis propios hijos. Más tarde, por la noche, cuando ya todo había pasado, el teniente ordenó a los soldados que quemaran los cuerpos. Hubo una gran quemazón esa noche».
Amaya contó que había escapado cuando el fuego aún ardía. «Oí a los soldados que decían: “Vámonos. Del fuego no pueden salir brujas”. Después se fueron a hacer lo que llamaron una “operación peinilla” en las casas de las colinas. Empecé a caminar y no paré durante tres noches. En el día me escondía porque había tropas por todas partes.»
Amaya y los dos muchachos que dijeron haber visto cómo sus familias eran asesinadas subrayaron el hecho de que las tropas parecían estar en permanente contacto radial con alguien.
Volví a reunirme en el campamento civil con Amaya y con los dos muchachos. Aunque ellos eran los únicos testigos de la matanza, casi todos los moradores del campamento afirmaron que muchos parientes habían muerto durante «la represión de diciembre» y que esa era la razón por la cual estaban allí.
En Washington el martes el embajador Rivas negó la veracidad de esta historia y afirmó que se estaban haciendo todos los esfuerzos necesarios para erradicar los abusos de las fuerzas armadas, y que este era «el tipo de noticias que nos hacen creer que hay un plan» para desacreditar el proceso electoral en El Salvador y a las fuerzas armadas o, más bien, para quitarle validez a la certificación que el presidente Reagan debe presentar ante el Congreso.
Por ley, esta semana el presidente Reagan debe certificar ante el Congreso que la dirigencia salvadoreña «está en proceso de controlar todos los elementos de sus fuerzas armadas, con el objetivo de poner fin a la tortura indiscriminada y al asesinato de los ciudadanos salvadoreños por parte de estas mismas fuerzas»; de no hacerlo, se correría el riesgo de que el Congreso restringiera la ayuda a El Salvador.
The Washington Post, 27 de enero de 1982
* Alma Guillermoprieto, en la actualidad, es reconocida como la cronista que mejor ha contado Latinoamérica para la prensa internacional. Escribe para The New Yorker, The New York Review of Books, National Geographic y otros emblemáticos medios de prensa. Recientemente, Editorial Debate publicó 'Desde el país de nunca jamás', un libro homenaje que recoge sus crónicas más importantes en sus 30 años de carrera. El texto aquí publicado con su autorización está incluido en esa selección junto a tres más sobre El Salvador.