Opinión /

El 'golpe' de Ortega y la oposición


Jueves, 29 de diciembre de 2011
Carlos F. Chamorro*

La reelección ilegal de Daniel Ortega, pese a las denuncias nacionales de fraude y los severos cuestionamientos de los Observadores Internacionales, constituye una nueva modalidad de Golpe de Estado consumado desde el poder. Se trata de un grave precedente en América Latina que plantea a la OEA un dilema insalvable.

Según la Misión de Observación Electoral de la Unión Europea, en Nicaragua se produjo un “grave retroceso” en la calidad democrática de las elecciones, mientras los observadores electorales nacionales, las cámaras empresariales y la Conferencia Episcopal de la Iglesia Católica, coinciden en que las elecciones “no fueron transparentes” y demandan la renuncia en pleno del Consejo Supremo Electoral. Sin embargo, la inacción de la OEA revela que esta organización continental, cobijada bajo la Carta Democrática Interamericana, no está preparada para actuar en las zonas grises del fraude electoral.

Con la reelección de Ortega, doblemente prohibida por la Constitución, se está consumando la última etapa de un “Golpe desde arriba”, en el que un gobierno que llegó al poder como una minoría política en el 2006 a través de una elección democrática, utiliza el control de las instituciones, en particular las Cortes de Justicia y el Poder Electoral, para demoler el Estado de Derecho e imponer una dictadura institucional. Desafiando la tendencia latinoamericana en que los fraudes electorales habían pasado a ser una reliquia del pasado, Ortega simboliza la resistencia que aún persiste en la región ante la ola democratizadora, emulando la época del viejo PRI mexicano de los 60 y 70 o la dictadura de Fujimori, que se derrumbó en Perú a inicios del siglo.

Las elecciones del seis de noviembre implantaron un récord de opacidad, al extremo que la misión de la Unión Europea las declaró “no verificables”, mientras que el enviado de la OEA, Dante Caputo, admitió que a sus observadores, expulsados arbitrariamente en el 20%  de las juntas seleccionadas para monitorear, “les taparon el radar”. La oposición estima que al impedirles tener fiscales en un porcentaje mayor a un tercio de las mesas de votación, el partido de gobierno contó a solas los votos y se produjo un fraude mayúsculo en la elección legislativa con el consecuente despojo de 10 a 15 diputados.

Irónicamente, Ortega no necesitaba robarse la elección para ganar la Presidencia, pues de acuerdo a todas las encuestas previas contaba con una clara ventaja. ¿Por qué, entonces, descartó la opción de organizar una elección transparente? Hay, al parecer, una razón de arrogancia política, y otra que responde a su realpolitik. La primera es que bajo su mentalidad autoritaria, Ortega profesa y practica un rechazo visceral al sistema de democracia representativa; la segunda es que sólo el método del control partidario del aparato electoral le garantizaba plena seguridad de lograr una abrumadora mayoría parlamentaria. 

Aunque nunca se sabrá cual fue el verdadero resultado de la elección, el 62% oficial le otorga al FSLN una cómoda mayoría calificada en la Asamblea Nacional, para hacer reformas constitucionales y modificar a su antojo el sistema político. En efecto, Ortega ya no está obligado a negociar, y dependerá de su propio cálculo político si decide o no hacer concesiones. Ahora concentra todos los poderes en un régimen que fusiona estado-partido y familia, y está mitad de camino en la cooptación del ejército y la policía. Sus únicos contrapesos visibles radican en la sociedad civil y la prensa independiente, cuyos espacios se han reducido drásticamente, y en la Alianza PLI, que aún debe establecer su credibilidad a través de una estrategia coherente de oposición.

La reelección de Ortega, con fraude electoral incluido, simboliza la implantación de un modelo de negocios privados, que combina el autoritarismo político con el clientelismo social, apuntalado en la privatización de la millonaria cooperación económica venezolana. Ciertamente, no se debe dejar de denunciar el efecto pernicioso del fraude electoral en la consolidación del orteguismo, pero tampoco se pueden pasar por alto las causas estructurales del fracaso de la oposición. Es hora de ajustar las cuentas del fraude y definir una estrategia para promover una reforma electoral integral en el 2012, pero al mismo tiempo urge una autocrítica de parte del liderazgo opositor. Desde el fraude electoral municipal del 2008, la oposición perdió la iniciativa política y apostó con exclusividad a la presión externa, sin generar un movimiento de presión popular para revertir ese fraude y cambiar las reglas del juego electoral. Tres años después, concurrió a las urnas sin contar con garantías mínimas, y a pesar de las banderas de honestidad que desplegó Fabio Gadea, el PLI tampoco logró generar esperanzas entre la mayoría de los votantes. El 6 de noviembre hubo mucho más abstención que en las elecciones del 2006, no solo por la creciente desconfianza en el CSE, sino porque la mayoría de los votantes independientes y particularmente los más pobres, no reconocieron en la oposición una alternativa de gobierno creíble.

Ahora que el factor del “pacto bipartididista” dejó de gravitar en la agenda nacional, la oposición ya no tiene pretextos para evadir su mayor déficit político: la falta de conexión entre su práctica y discurso con las demandas sociales de la gente –empleo, salarios, salud, vivienda, crédito, seguridad social, seguridad ciudadana, etc– que le impide ofrecerle a los pobres una alternativa de esperanza.

El discurso contra el autoritarismo, la violación a la ley y la represión, solo tendrá  un impacto político real si se vincula a una gestión política y social de base, –en los barrios, comunidades, zonas rurales, ministerios, gremios y universidades– que desde los intereses de la gente le plantee un desafío al clientelismo y las políticas oficiales. El reto consiste en promover una nueva dinámica política con la gente, para transitar de los “regalos” del Comandante a una gestión basada en la promoción de derechos y la exigencia de rendición de cuentas. En otras palabras, la demanda de ciudadanía debe anteponerse al clientelismo para neutralizar la intimidación oficial.

¿Está preparada la oposición --vale decir el liderazgo del PLI, y también las organizaciones democráticas de la sociedad civil-- para asumir esta tarea y de paso permitir que surjan nuevos liderazgos? No lo sabemos. Pero si no se produce un cambio de enfoque estratégico en la manera de hacer política, de nada le habrá servido a la oposición la liquidación política de Alemán para hacer avanzar un proyecto democrático alternativo al autoritarismo.

*El autor es periodista nicaragüense y director de Confidencial, donde esta columna fue publicada originalmente. 

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