La Comisión de la Verdad para El Salvador, producto de los Acuerdos de Paz firmados entre el Gobierno encabezado por Alfredo Cristiani y la guerrilla del FMLN, tenía tres miembros: el expresidente de Colombia Belisario Betancur; el excanciller de Venezuela Reinaldo Figueredo, y Thomas Buergenthal, que en esa época acababa de dejar de ser juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. De la mano de este último llegó como asesor a la Comisión Douglas Cassel, un hombre práctico, de conversación distendida en un español casi perfecto, doctor en derecho por Harvard y hoy profesor de derecho internacional en la Universidad de Notre Dame.
“Tom era amigo mío. Es mi mentor. Yo ya había trabajado en El Salvador un par de veces antes. Fui observador del colegio de abogados de los Estados Unidos en el juicio contra los militares del caso jesuitas en el 91. Cuando Tom me llamó para pedirme que fuera su asesor, mi respuesta fue que él no necesitaba ningún asesor, que él era de los mejores juristas del mundo, pero él dijo que necesitaba ayuda y yo acepté venir.”
Y vino. Cada comisionado nombró a un asesor. El venezolano nombró a un exdecano universitario, el colombiano a un excanciller, y una vez nombrados los tres asesores funcionaron como un equipo y supervisaron todas las investigaciones de la Comisión. Decidían con los comisionados las prioridades de investigación, colaboraban con los investigadores en algunas entrevistas con los testigos más delicados, y supervisaban los procedimientos de verificación de datos. Con 22 mil denuncias de casos sobre la mesa decidieron que no podían investigar todos a fondo e hicieron una selección de 30 que consideraban más trascendentales o representativos. El resto los sistematizaron para extraer cifras que ilustraran patrones de actuación, el perfil de las violaciones de derechos humanos más habituales durante la guerra civil.
El resultado fue un informe de título optimista -“De la locura a la esperanza”- y contenido estremecedor. Un documento del que Cassel fue editor principal y que desde su presentación el 15 de marzo de 1993 ha estado, en El Salvador, sometido a la polémica y los cuestionamientos político partidarios e ideológicos. Solo los académicos y algunos intelectuales reivindican todavía el valor esclarecedor de aquel trabajo de investigación sobre la barbarie, documentado y escrito entre los rescoldos de la guerra y bajo amenazas.
Eran ustedes solo tres delegados, tres asesores y un grupo de investigadores.
Sí. Cuando yo llegué a la Comisión ya se había contratado a los investigadores. Ninguno era salvadoreño. No era seguro en aquella situación y por eso se tomó esa decisión, al igual que se había decidido que ningún comisionado fuera salvadoreño. Creo recordar que tuvimos una secretaria administrativa que era salvadoreña, pero todos los demás –muy a propósito- no eran salvadoreños, no solo por temas de seguridad, sino porque nadie en El Salvador iba a confiar en un salvadoreño que pudiera estar del otro lado. Si un investigador era salvadoreño, el acusado lo podía usar para intentar desacreditar el informe de la Comisión.
Ustedes, los asesores, participaron también en el proceso de entrevistas, recolección de archivos, datos…
Sí, pero no tan directamente como los investigadores. Recabamos datos en diversas formas. En primer lugar abrimos sucursales para recibir a las víctimas, que vinieron a diario en gran número y pasaron horas ante un equipo especializado en recibir denuncias. Luego recuperamos todo eso en unas cifras que fueron analizadas por un experto español en manejo de datos. Y después comenzamos con una lista de 85, 90, 100 casos que consideramos de trascendencia para la sociedad, porque ese fue uno de nuestros mandatos. Pero nos dimos cuenta, primero, de que no había tiempo para investigar 90 casos a fondo, y en segundo lugar, de que en unos casos había pistas y en otros no. Así que decidimos que algunos de los casos más importantes -como Romero, jesuitas, El Mozote- obviamente no podíamos dejarlos de lado; y en otros casos tal vez no tan trascendentales pero que eran ejemplo de patrones de violencia, como desapariciones forzadas, los seleccionamos por el hecho de que teníamos pruebas suficientes. De los 30 casos que finalmente investigamos, en 28 llegamos a la convicción moral de quién lo hizo y en dos casos, uno de ellos el asesinato del esposo de Mirna Perla, Herbert Ernesto Anaya Sanabria, como había indicios por los dos lados no pudimos descartar la posibilidad de que él hubiera sido asesinado por el propio Frente, aun habiendo sido director de la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador. Mirna se enojó mucho, conmigo en especial, porque siempre ha sostenido que fue el gobierno quien lo hizo, pero nosotros tuvimos que manejar criterios fuertes, morales y legales, porque sabíamos que la única arma de la Comisión era su credibilidad y si alguien detectaba una sola equivocación en un caso lo podría aprovechar para desmentir y desprestigiar todo el informe. Por eso tuvimos una regla muy rigurosa de no sacar conclusiones sobre ningún hecho de importancia sin tener al menos dos fuentes independientes, y eso tuvo resultados positivos y negativos. Positivos porque, hasta donde yo sé, nadie nunca ha podido desmentir ninguna de nuestras conclusiones. Eso no significa que no hubo errores, pero en lo humanamente posible los evitamos con esa regla de doble prueba y con el escrutinio muy de cerca por parte de los asesores.
Nadie los ha desmentido a través de un proceso de investigación, pero sí…
Me refiero a una acusación creíble de que mentimos. No la hay, al menos que yo sepa. Pero el resultado negativo de aquel proceso fue algo que frustró mucho a varios de los investigadores. Por ejemplo, en el tema de las desapariciones forzadas. Los investigadores eran muy buenos, investigaron el tema, vincularon con el financiamiento de escuadrones de la muerte a unos ricos salvadoreños que vivían en Miami, y llegaron a nosotros con un informe de 30 páginas. A mi juicio todo era verdad, pero en 28 de esas 30 páginas había solo una fuente. Publicamos solo dos páginas.
Porque el resto no cumplía el requisito de la doble fuente.
Correcto. ¿Qué pasaría si alguien se equivocara o estuviera mintiendo? No pudimos asumir el riesgo de equivocarnos en eso. Y por lo tanto estoy convencido de que no contamos toda la verdad que conocimos en el momento. Por prudencia.
Pese a su esfuerzo por evitar que se desacreditara el informe, no se ha logrado superar el constante enfrentamiento entre dos supuestas verdades acerca de lo que pasó en la guerra.
Sí. Eso se debe a una serie de motivos: en primer lugar, la Comisión de Naciones Unidas para El Salvador es casi la única comisión de la verdad en las últimas décadas -y ha habido como 70 u 80 comisiones de la verdad en distintos países- que fue totalmente internacional. Tal vez era necesario por razones de credibilidad y seguridad, como mencioné, pero eso tuvo la desventaja de crear una comisión de la verdad paracaidista, es decir, que llegó y salió del país, por lo que los mismos salvadoreños no son dueños de la comisión. La UCA intentó hacer algo, difundir el informe, pero nadie más. El FMLN, como por razones de credibilidad y honestidad también denunciamos fuertemente a Joaquín Villalobos y a otros líderes del Frente, tampoco tuvo interés en maximizar el impacto del informe. Y, por otro lado, al salir el informe, la junta militar organizó una rueda de prensa con todos ellos presentes, desde el más alto nivel, para acusar a la Comisión de falta de ética, parcializada, atrevida, politizada... no recuerdo todas las palabras pero se pueden encontrar en la web. Así que la derecha en El Salvador se quedó con esa versión de los militares, y la izquierda y la sociedad civil no se sintieron dueñas del informe, como en otros países. Y el gobierno hizo todo lo posible para reprimir el informe, no por la vía de la censura, pero sí por la vía de no publicarlo, no publicitarlo, no utilizarlo en las escuelas como se hace en otros países. Por eso no me sorprende para nada que las dos versiones todavía existan hoy. Pero para nosotros lo más importante en ese momento fue sacar la verdad, y a nivel internacional el informe fue aceptado totalmente. Por eso hubo fuerte presión para que la junta directiva de los militares saliera y la Corte Suprema de El Salvador entera fue efectivamente destituida un año después. Y tuvo otros resultados positivos, pero eliminar las dos versiones de la historia no fue uno de ellos. Tal vez por eso cuando yo doy clases de justicia transicional en la universidad de Notre Dame o en otros lugares digo que no se debe seguir este ejemplo, el de una comisión sin miembros nacionales, a menos que sea absolutamente necesario.
Ustedes sabían desde un principio que el informe no sería legalmente vinculante.
Los Acuerdos de Paz decían que las conclusiones de la Comisión de la Verdad sobre quién hizo qué cosa no podrían tener efecto vinculante, porque no éramos un tribunal, no organizamos juicios con derecho a defensa de los acusados. Les dimos entrevistas, oportunidad para explicarse: “Señor coronel, ha sido señalado como responsable de participar en la reunión donde se ordenó el asesinato de los jesuitas, ¿qué dice usted?” Pero en primer lugar varios de ellos no quisieron comparecer ante nosotros, y en segundo lugar, como no era un juicio, ellos podían decir lo que querían pero nosotros llegábamos a nuestras conclusiones sin que ellos pudieran citar testigos. Nos basábamos en nuestras propias investigaciones. Tampoco recomendamos en aquel momento que los casos se pasaran a los tribunales, porque en esa época pasarlo a los tribunales habría resultado en condenas contra el Frente y sentencias absolutorias para los militares. Habría sido totalmente perverso e injusto. En el mismo informe decíamos que no podría haber justicia jurídica hasta que se reformara el sistema judicial de El Salvador, lo cual se inició y se dieron grandes pasos. La primera Corte Suprema después del informe, elegida en el 94, incluyó a Chema Méndez padre, uno de los mejores juristas de El Salvador, y a otros jóvenes. Pero hasta la fecha todavía hay impunidad para todos esos delitos. Había un compromiso político en los Acuerdos de Paz por el que el gobierno se comprometía a cumplir con nuestras recomendaciones, pero los militares no permitieron a Cristiani hacerlo. Le amenazaron.
Hay cables de Estados Unidos que hablan de cómo el gobierno de Cristiani siempre estuvo sometido a conjuras de parte de los militares.
Por eso no cumplió con su compromiso de cumplir las recomendaciones. Pero después de nuestra salida se quedó Onusal hasta 1996 y tuvieron una oficina de derechos humanos encabezada por Diego García Sayán, ahora juez de la Corte Interamericana, que había sido jefe de la comisión de juristas en Lima. Diego quedó encargado de dar seguimiento a todas nuestras recomendaciones y se cumplió de hecho con la mayoría de las cuestiones formales, como por ejemplo aceptar la competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que es un factor actual muy importante para El Salvador. Aunque hay una recomendación que Diego se negó a hacer cumplir.
¿Cuál?
Habíamos recomendado que quienes fueran señalados como responsables de graves violaciones a derechos humanos no pudieran tener cargos públicos durante cinco años y cargos en seguridad durante 10 años. Diego opinaba que con eso violábamos los derechos humanos de los señalados, al quitarles un derecho político sin haberles permitido pasar por un juicio. Ahora creo que Diego tenía razón y nosotros no, aunque me parecía una buena idea en su momento, ja, ja, ja, ja... porque el temor era que si ellos se quedaban en política la situación en El Salvador era tan frágil, tan reversible, que todo el proyecto democrático estaba en riesgo.
Parece una cuestión de costo de oportunidad. Inhabilitarlos podría haber regenerado el sistema político, pero posiblemente los hubiera convertido en protagonistas ocultos del juego de poder.
El acusado de mayor grado en el informe fue Ponce, que en ese momento era ministro de Defensa. Si nosotros aceptábamos que ese señor pudiera seguir en su cargo o que pudiera ser destituido el viernes y tomar otro cargo el lunes… ¡Hombre! ¡Él era el mayor responsable de los actos cometidos por militares! Eso lo teníamos que evitar, y lo evitamos... Todavía creo que tendría un buen debate con mi amigo Diego sobre ese tema.
Saber de antemano que el informe no tendría efectos legales ni presentaría batalla en un juicio, ¿no relajó los estándares probatorios que usted conoce como jurista?
Mmmmm… eso es debatible. Nuestros estándares se publican en el capítulo jurídico del informe y fueron de tres niveles: para señalar a una persona necesitábamos tener pruebas “contundentes”, para señalar a una institución prueba “sustancial”, y para un hecho por el que no señala a nadie pero que está comprobado, aplicábamos un balance de probabilidades. Si eso se compara con los estándares de prueba que se aplican en un juicio penal, donde se piden pruebas “más allá de la duda razonable”, nuestra segunda y tercera categoría no llegan a eso, pero hay que entender que ese “más allá de la duda razonable” se pide para condenar a una persona por un delito. Yo creo que el estándar de prueba “contudente” es en la práctica lo mismo que “más allá de duda razonable”, y además en un juicio civil, en el cual una persona demanda a otra por daños, en muchos sistemas jurídicos el estándar no es “más allá de duda razonable” sino la mayor probabilidad a partir de las pruebas que se presentan. Es técnicamente complicado responder a tu pregunta.
Usted, como abogado, ¿estaría en capacidad de sostener ante un juez, por citar quizá el caso más célebre, que Roberto d’Aubuisson es el responsable de la muerte de Óscar Arnulfo Romero?
Sí, sin lugar a dudas.
¿Hubiera estado en capacidad de sostenerlo en juicio en el caso de que el informe hubiera sido vinculante? Los elementos recogidos por la Comisión, plasmados en el informe, ¿cree que serían suficientes para condenar a Roberto d'Aubuisson?
Si hubiera sido posible llevarlo ante un tribunal, creo que habría resultado en una condena. Ninguno de los comisionados y ninguno de los tres asesores tuvimos la menor duda en este caso, porque nos entrevistados con testigos clave, que sabían lo que ocurrió. Pero en un juicio penal la pregunta es si esos testigos voluntariamente comparecerían, y la respuesta, al menos en esa época, era “no”. Ellos temían por su vida. Ya fue de hecho muy difícil convencerlos para dar su testimonio a la Comisión, aun a sabiendas de que no íbamos a revelar su identidad. Sobre el caso jesuitas, por ejemplo, hubo militares que no quisieron darnos testimonio en El Salvador. Yo tuve que entrevistarme en un hotel cerca del aeropuerto de Chicago con uno de ellos, que me pidió que no revelara su identidad ni siquiera a los comisionados. Yo le dije: “Eso no puedo hacerlo, pero le garantizo que no lo identificaré a menos que los comisionados lo estimen necesario”. Él era el “testigo 72” o algo así. Presenté su testimonio a los comisionados, y era coherente con las pruebas que ya conocíamos, así que ellos decidieron que no tenían que preguntarme el nombre del testigo si yo explicaba qué cargo tenía, qué conocimiento directo tenía, etcétera. No era un testimonio único, sino parte de la abundante prueba que teníamos en ese caso.
Aún hoy cuesta encontrar gente dispuesta a reconocer, incluso sin grabadora delante, verdades del pasado. Es llamativo que, a pesar del miedo, en 1992 tanta gente tuviera ganas de hablar con ustedes para dar testimonios comprometedores.
Eran elementos de conciencia, pero también tuvimos herramientas de presión. Por ejemplo, a un testigo clave en el caso Romero lo encontramos en Estados Unidos y le dijimos: “Bueno, señor, ¿quiere usted quedarse en este país o que le manden a El Salvador? ¿Quiere colaborar con nosotros?” Recuerden que la comisión se instaló a mediados del 92 y sacó su informe el 15 de marzo del 93. Y el 20 de enero del 93 entró al gobierno Bill Clinton y salió Bush padre. El mismo día de ese cambio de gobierno se nos abrieron muchas posibilidades que no habíamos tenido antes. Amigos y colaboradores nuestros entraron en el gobierno. Decir a un testigo en Estados Unidos que si quería quedarse sería prudente colaborar con nosotros era imposible antes del 20 de enero, pero después ayudó a que recibiéramos el testimonio más clave para resolver el caso Romero.
¿Era real esa amenaza? ¿Había ese nivel de compromiso de la nueva administración estadounidense con el informe de la Comisión?
Sí. Por supuesto, Bill Clinton no sabía nada de esto, pero personas de confianza en tercer o cuarto nivel del gobierno, que trabajaban en el tema de relaciones internacionales y Derechos Humanos en la casa blanca y en el Departamento de Estado sí estaban comprometidas con la Comisión. Ya les habíamos adelantado que nos estaba corriendo el reloj, para que cuando entraran nos abrieran esas puertas. Y lo hicieron.
Pero, más allá de los vínculos personales, ¿era un compromiso político del gobierno de Estados Unidos?
Eran decisiones de personas de tercer o cuarto nivel. Por ejemplo: habíamos intentado acceder a los archivos de… creo que de la CIA, y en el gobierno de Bush acordaron que solamente Tom Buergenthal, ni yo ni los otros gringos en la Comisión, podría ver los archivos relevantes, sin sacar fotocopias ni tomar notas, solo verlos en una sala secreta. Pero entra Clinton y en cuestión de días tenemos permiso para que uno de nuestros investigadores pudiera ir allá y pasar todo el tiempo necesario tomando notas. Lo que trajo a su regreso nos ayudó a corroborar algunos casos. Así que eran decisiones por parte de oficiales menores, no sé si por escrito o solamente orales. Nosotros recibimos las autorizaciones en forma oral.
Soy de la generación cuya infancia se desarrolló en la guerra civil, tengo 32 años. Parte de la generación de personas que participó en la guerra de uno y otro bando, le insisten a mi generación en que el hecho de que el informe de la Comisión de la Verdad no fuera vinculante fue una condición para firmar la paz. Es decir, nos sugiere que la guerra terminó porque el informe de la Comisión de la Verdad no iba a tener carácter vinculante. ¿Qué opina?
Habría que preguntarle a Álvaro de Soto. No sé si en algún momento alguien dijo exactamente eso. Pero en el contexto me suena posible. Lo que buscaba Naciones Unidas era poner fin a la guerra, y que el informe fuera o no vinculante me parece un punto muy técnico. Aunque fuera vinculante, muchas veces los gobiernos no cumplen con la ley y aun si fuera ley nacional, la Corte Suprema de esa época no iba a hacer nada. Y a nivel de derecho internacional, ¿a dónde se puede acudir para seguir un juicio o buscar una sentencia que haga cumplir con un Acuerdo de Paz? No habría tribunal con jurisdicción. Si a mí me hubieran hecho esa pregunta en el 91 o el 92 yo hubiera dicho que lo importante era un compromiso político del gobierno, con un seguimiento muy de cerca de Naciones Unidas y con el apoyo de Estados Unidos, que tiene mucha plata y podía presionar al gobierno salvadoreño. No puedo constatar que pasara eso, pero me parece creíble. Y además, yo hubiera estado de acuerdo con los negociadores en ello.
Otra de las máximas que se suele repetir es: para llevar presos a los militares o los guerrilleros que violaron derechos humanos, hubiera sido necesario que alguien ganara la guerra. Abrir esos casos cuando no hubo vencedores ni vencidos es hacer trampa al espíritu de los Acuerdos de Paz, que...
Para nada.
Eso se dice.
Se dice, pero para nada es así. En los Acuerdos de Paz se habla, explícitamente, de la necesidad de superar la impunidad. Incluso, el compromiso de amnistía que aparece en los Acuerdos de Paz excluye explícitamente a cualquier persona nombrada por la Comisión de la Verdad. Está clarísimo que en los Acuerdos no se aceptó la idea de que la paz necesita impunidad.
Una amnistía que excluyera a los nombrados por la comisión...
Eso se dijo y se aceptó antes de que se conociera nuestro informe. Pero después de nuestro informe los legisladores, bajo amenaza militar, adoptaron una amnistía sin excepciones. Y esta fue respaldada en mayo del 93 por la Corte Suprema de Mauricio Gutiérrez Castro, señalado por nosotros como violador y encubridor de violaciones a los derechos humanos. Pero en septiembre del año 2000 la Corte Suprema de El Salvador, la Sala de lo Constitucional, falló algo así como -no recuerdo las palabras exactas-: “Las graves violaciones de derechos humanos quedan fuera de la Ley de Amnistía”. O sea que en El Salvador desde septiembre de 2000 la puerta está abierta, bien abierta, jurídicamente, para procesar a los responsables. El problema es falta de voluntad política, la dificultad de recabar pruebas a estas alturas, y el temor de los testigos. Muchas de nuestras pruebas clave (en la Comisión de la Verdad) eran testigos, y no creo que esos testigos vayan a comparecer ahora ante un tribunal y decir la verdad.
¿Usted estaría dispuesto a testificar ante un tribunal?
No puedo hacerlo. Por dos motivos. Primero, el mío sería un testimonio de oídas; no soy testigo directo. Pero por encima de eso prometimos confidencialidad a nuestros testigos, y testificar sería una violación de ese compromiso. Ese mismo problema ha surgido en algunos tribunales internacionales y a veces no se ha respetado el compromiso de confidencialidad, pero si eso me pasara a mí, tendría que pensar bien, como un punto de conciencia, qué hacer.
Hay quien defiende que el informe de la Comisión de la Verdad contradice el espíritu de los Acuerdos porque rompe la concordia, y que la amnistía es la verdadera clave para asentar la paz. Usted dice que la Ley de Amnistía, tal y como se redactó, contradice el espíritu de los Acuerdos.
Por supuesto. Y refleja un gran cambio por parte de los militares. A mediados del 92, ¿qué decían los militares sobre la Comisión de la Verdad? Decían: “Bueno, puede haber habido excesos por parte de algunas manzanas podridas. Por favor, señalen y denuncien ustedes a esas malas personas, a esos pocos individuos, que no manchan a toda la institución de la Fuerza Armada”. Pero en octubre del 92 se dan cuenta de que vamos a señalar a altos mandos militares, porque nos están interviniendo las comunicaciones telefónicas. ¡Y cambian su versión! Empiezan a decir: “Por favor, señalen responsabilidad institucional, pero no señalen responsabilidad individual”. Incluso enviaron una misión a Nueva York. Creo que iba el canciller, y no sé si David Escobar Galindo fue parte de esa misión... pero tres salvadoreños de mucho peso diplomático internacional fueron al Consejo de Seguridad para pedir que ordenara a la Comisión de la Verdad que no citara nombres. Afortunadamente Boutros Ghali, Estados Unidos y otros miembros del Grupo de Países Amigos rechazaron ese acercamiento. También el presidente Betancur y Tom fueron a Naciones Unidas para explicar la situación y confirmar que en el informe íbamos a nombrar a generales, coroneles, etcétera. Y así fue: terminamos señalando tanto responsabilidad institucional como individual. Decir que eso contradice los Acuerdos de Paz es una simple mentira, utilizada para justificarse posteriormente.
Sin embargo sí cree que la posterior amnistía excedió lo contemplado en los acuerdos.
No hay lugar a dudas. Es explícito. Lo que pasa es que los militares amenazaron a Cristiani. “De acuerdo, no habrá golpe de Estado, pero usted tiene que darnos amnistía”. Y por supuesto se las dio.
¿Usted tiene pruebas de lo que está diciendo ahorita, o solo cree que los militares amenazaron a Cristiani?
No tengo las pruebas en mi mano, pero en aquel momento me lo contó alguien, ya no recuerdo quién, que lo sabía directamente. En octubre de 1992 el Departamento de Estado llamó a Tom y le dijo: “Su vida y la de Doug corren peligro en El Salvador. No deben regresar. Y si regresan, tengan en cuenta que son amenazas bien acreditadas por las fuentes de inteligencia.” Tom me llamó, lo hablamos, y por supuesto decidimos regresar a El Salvador de todos modos. Pero tomamos nuevas precauciones. Vivíamos aquí, en este mismo edificio en el que estamos, en este hotel, pero nuestras oficinas estaban en el antiguo hotel Sheraton, así que todas las noches, al salir del Sheraton, nos acompañaban seis guardaespaldas de Naciones Unidas que eran ex marines estadounidenses, y ocupábamos rutas distintas para hacer el recorrido entre los dos hoteles, y si nos cruzábamos con otro vehículo parábamos el nuestro y los guardaespaldas se ponían en guardia mientras pasaba. Y al llegar aquí nos quedamos en el hotel y no salíamos a no ser que hubiera una entrevista o algo así. Además, vehículos sospechosos aparcaban a menudo frente a las casas de nuestros investigadores. Las amenazas eran tan fuertes que a mediados de diciembre, cuando estimamos que habíamos terminado casi toda la investigación en El Salvador y solo faltaban entrevistas con testigos fuera de El Salvador, decidimos sin previo aviso mudar a todos nuestros colaboradores y todos nuestros documentos a Nueva York. Y más o menos desde la Navidad de 1992 hasta el 15 de marzo de 1993 trabajamos en las oficinas centrales de Naciones Unidas, porque no era seguro hacerlo aquí. También fue público que a finales de octubre o principios de diciembre vino a El Salvador Colin Powell (entonces presidente del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos). Él tenía una reunión de no sé qué en Buenos Aires, o en algún lugar de Suramérica, y de regreso paró en San Salvador. ¿Por qué? Porque algunos militares, que poco después serían citados por nosotros en el informe, estaban amenazando con un golpe de Estado. El propósito de la visita era que Colin Powell les dijera que Estados Unidos no iba a apoyar ningún golpe. Eso creo que se ha publicado en diversos lugares, pero nosotros lo supimos en el mismo momento en que sucedió.
¿Ponce encabezaba ese movimiento golpista?
Creo que no era Ponce, sino Bustillo y otros más. Ponce era un poco más diplomático que el resto.
También era más cercano al presidente Cristiani.
Y era una figura más importante. Tenía más que perder si el golpe no prosperaba.
Otra de las cosas que se dice es que, si 20 años después de los Acuerdos de Paz somos uno de los países más violentos del mundo, es en parte porque la violencia es hija de la impunidad y tras los acuerdos no se castigó a los violadores de derechos humanos.
Tal vez yo no sea la persona más indicada para opinar sobre esto, pero no estoy de acuerdo. Yo creo que la impunidad por violaciones de derechos humanos propicia más violaciones de derechos humanos, es decir, ataques, amenazas y asaltos por motivos políticos. Pero la violencia de la calle la analizo desde un enfoque distinto. Y según mi análisis personal no tiene nada que ver con lo que dijo o no la Comisión de la Verdad. Este país sufre ante todo de injusticia económica y social. La ha sufrido durante décadas. Y también fue víctima de fraudes políticos, sobre todo en los años 70. Yo vi la violencia de la rebelión como una respuesta a la injusticia: los chicos de la clase media se fueron a la montaña frustrados por la imposibilidad de un cambio político pacífico y recibieron el apoyo de muchos campesinos y pobres por su situación de exclusión social, de la que culparon con razón a los ricos y a quienes protegían a los ricos, es decir, a los militares. ¿Qué pasa con los Acuerdos de Paz? Los Acuerdos son un instrumento político que integra al Frente en la Asamblea, que saca un informe sobre los abusos... ¿Pero qué pasa con la pobreza? ¿Qué pasa con la exclusión social? No se tomaron en serio las necesidades económicas y sociales del pueblo salvadoreño. Todas las recomendaciones que hicimos a Naciones Unidas para que hubiera reparaciones económicas, inversión en las víctimas y los pobres de este país, no se tomaron en cuenta. Incluso Álvaro de Soto y una colega publicaron un artículo allá por 1995 sobre la falta de articulación entre el brazo político de las Naciones Unidas y los brazos económicos, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. No se puede resolver una crisis económica, social, militar y política, enfrentando solo la parte militar y política. Si se ignora la pobreza extrema, la desigualdad absurda, entonces la violencia toma otra forma. Después de 1992 la sociedad salvadoreña ya no quería más revolución por la fuerza de las armas, pero los pobres reaccionaron de manera anárquica e individualizada a su situación de injusticia, de desempleo. Agravado por el hecho de que muchos ya tenían armas y sabían cómo utilizarlas. ¿Por qué no robar o incluso matar por algo que deseo? Yo lo veo como una segunda fase de respuesta a algunos de los mismos problemas que impulsaron la guerra civil. Insisto, es mi análisis muy personal.
¿Es capaz de percibir los efectos que ha tenido a largo plazo aquel documento de la Comisión? ¿Ve rasgos heredados de aquel “De la locura a la esperanza” en El Salvador de hoy?
Sí, los hay. No creo que el trabajo de la Comisión haya transformado El Salvador, pero sí hay secuelas importantes. Por ejemplo, El Salvador es ahora Estado parte de la Convención Interamericana de Derechos Humanos y se somete a la Corte Interamericana, y eso ha tenido efectos positivos y en el futuro puede ser de mayor importancia todavía. Aislar el impacto de una ley, del fallo de una corte, de un informe, de la llegada a un país de un nuevo político como Gandhi o Mandela... intentar aislar el efecto de una sola cosa, cuando todo interactúa entre sí, siempre me ha parecido poco realista. Hay que preguntarse por el impacto acumulado de todas las reformas que se han impulsado, de todos los cambios culturales que se han logrado. A mí me parece que en El Salvador la cultura de las élites es ahora más pacífica, más democrática, más dispuesta al estado de derecho que en los años 70 y 80; pero la cultura de los pobres -e insisto en que a lo mejor la mía no es una opinión autorizada porque no estoy lo suficientemente cerca de ellos- incorpora la violencia igual que antes, o peor aun. Porque las élites han visto los beneficios económicos y sociales de la paz, de la participación pacífica en la Asamblea. Pero, ¿qué beneficio han visto los más pobres y los jóvenes sin empleo?
Notas relacionadas: