Hace algunos años, cuando leí El orden del discurso de Michel Foucault, me convencí, con él, de que el lenguaje “por más que en apariencia (...) sea poca cosa” tiene estrecha relación con el deseo y el poder. Es, en sí mismo, “el objeto del deseo” y el “poder del que quiere uno adueñarse”, dice este filósofo francés. Su enorme peso reside no en que revele la realidad, sino en algo más profundo: nuestro lenguaje construye nuestra realidad. Aprehendemos el caos interpretándolo, ordenándolo, jerarquizándolo, poniéndole nombre y atribuyéndole predicados. Así, pues, las palabras que usamos y las maneras en que las ponemos juntas modelan nuestra realidad; ellas cargan con lo que pensamos, con lo que deseamos y con lo que podemos hacer.
No me resulta extraño, entonces, que muchos intelectuales, profesores, escritores y periodistas hayan protagonizado en estos días una verdadera lucha en torno a la posición oficial de la Real Academia Española (RAE) sobre las guías de lenguaje no sexista. Este debate, a mi juicio, pone de manifiesto el deseo y el poder que habitan en el territorio de la lengua y sus usos.
Si no está usted al tanto de la cuestión se la cuento en breve: el pasado 4 de marzo el periódico El País, de España, publicó el artículo “Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer”, firmado por Ignacio Bosque y suscrito por 26 académicos de la RAE. Bosque argumenta que los usos propugnados por esos manuales (él estudia nueve de ellos, todos españoles) son contrarios tanto al principio de economía que rige en la lengua como a las prácticas usuales de los hablantes. Además, dice que las guías han sido elaboradas, en su mayor parte, sin la participación de lingüistas, por lo que muchas de sus recomendaciones son contrarias a las normas. Arremete, en particular, contra el “desdoblamiento léxico” aconsejado por las guías: preferir “los ciudadanos y las ciudadanas” al tradicional “los ciudadanos”. Como dice el académico: “el rechazo a toda expresión del masculino destinada a abarcar los dos sexos es marcadísimo en las guías”.
Entre las abundantes reacciones, favorables y desfavorables, al artículo de Bosque quiero comentar la de Pedro Álvarez de Miranda, miembro de la RAE y catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid que apoya, como es lógico, la postura de la RAE. Su texto titulado “El género no marcado” explica con elemental claridad un aspecto lingüístico donde, a mi juicio, se pone en evidencia cómo la lengua construye, no de manera neutra ni imparcial, la realidad.
El masculino es, en castellano, el género que se impone “por defecto” o por default. Álvarez de Miranda lo explica así: “Cuando yo construyo una frase en que un adjetivo debe concordar con dos sustantivos, uno masculino y otro femenino, necesito que ese adjetivo (...) vaya en uno de los dos géneros. Uno cualquiera, en principio... Lo que no puede es no ir en ninguno, porque el ‘sistema’, para funcionar, necesita que uno se imponga por defecto”. Así, decimos “Juan y María están cansados de estar casados”. Por defecto, usamos el masculino.
Ahora bien, ese masculino por defecto ha sido y sigue siendo la norma en los campos de la actividad humana con mayor prestigio y poder. No es solamente una cuestión lingüística. La lengua da forma a la realidad. Veamos algunos ejemplos. En el terreno político, el masculino es el género no marcado: la mayor parte de gobernantes y funcionarios de alto rango son hombres; las presidentas, en tanto minoría, son el género marcado. En el gremio médico y en el académico, de forma semejante, el género no marcado es el masculino, la mayoría de médicos y de catedráticos son hombres; las médicas y las catedráticas son, todavía, una minoría.
Las guías de lenguaje no sexista, es cierto, contravienen principios lingüísticos al recomendar los desdoblamientos (las médicas y los médicos) y los circunloquios (las personas que ejercen la medicina) para “visibilizar” a las mujeres en el lenguaje. Una manera de entender la transgresión que proponen es que convierten al masculino --cuando se refiere a personas-- en un género marcado: es decir un género gramatical que alude a los hombres y solamente a ellos, así como el femenino es un género que se refiere a las mujeres y solo a ellas. En esa interpretación, el masculino se igualaría al género gramatical femenino y tendría que emplearse de la misma forma. Entiendo, pues, que al género masculino se le quita su cualidad de ser el género gramatical “por defecto” y eso no es poca cosa. Es el deseo “feminista” de desbancarlo de esa posición de poder: ser el sujeto (gramatical, personal, social, político, económico, etc.) por default.
Quiero concluir diciendo que no soy partidaria de usar los desdoblamientos ni de los circunloquios: no soy partidaria de “marcar” el género masculino. Sin embargo, pienso que la lucha por la igualdad de derechos y de oportunidades entre mujeres y hombres sigue vigente, y que la forma como nos expresamos al hablar y al escribir no es ajena a esta guerra de los sexos. Es decir, que hay que buscar las maneras de incluir y de no discriminar sin atentar contra la economía del lenguaje. El bombardeo de artículos que han seguido al texto oficial de la RAE es, a mi manera de ver, un ejemplo de ese combate.
* María Tenorio es licenciada en Letras por la Universidad Centroamericana 'José Simeón Cañas' (UCA). Posee una maestría y un doctorado en Literaturas y Culturas Latinoamericanas de The Ohio State University. Actualmente es parte del staff de investigación de la Escuela Superior de Negocios (ESEN). Coautora del blog Talpajocote.