1. La sobreexposición del escritor en eventos públicos es una tendencia dominante de nuestra época, una época que ha hecho del “culto a la celebridad y el espectáculo” un valor supremo. Muy pocos son los elegidos que pueden mantenerse al margen de esta corriente; diría, incluso, que para las nuevas generaciones tal sobreexposición es parte del encanto que les estimula a optar por un oficio a veces ingrato como es la escritura de ficciones. Me parece que esta tendencia puede ser muy destructiva para el escritor, al menos en mi caso, cada vez que tengo que hablar sobre mi obra, explicarla y explicarme, siento que quedo más vacío, y a veces temo que de tanto hablar de lo que he escrito termine por no escribir nada más. Pero “a lo hecho, pecho”, como se decía en otros tiempos, y hubo dos años de mi vida en que gané buena parte de mis ingresos haciendo lecturas de mi obra en pequeños y perdidos colleges y universidades de los estados de Pensilvania y Nueva York, lecturas en las que los alumnos y profesores siempre terminaban preguntándome por qué mis novelas son tan violentas, de dónde viene esa violencia, como si la violencia fuese ajena a sus vidas. La necesidad de responder con alguna coherencia a esas preguntas es la que me llevó a reflexionar sobre las relaciones entre violencia y literatura, una reflexión que nunca me propuse mientras escribía mi obra, porque las rutas de la creación no responden necesariamente a la racionalidad del pensamiento, y para mí la violencia (en especial la violencia política) presente en mis obras no fue una opción temática sobre la que yo decidiera, sino que me parecía tan natural como lo es la mansión encantada para quien escribe historias de misterio y horror.
2. Debo confesar que ante el señalamiento crítico de que el principal tema de mis ficciones es la violencia, mi primera reacción fue defensiva: ¿es que se puede escribir una literatura que se precie de profundizar en la condición humana sin que contenga en mayor o menor grado violencia? ¿No consiste la historia del hombre en un permanente ejercicio de la violencia, a tal grado que ha sido llamada la “partera” de la historia? Y la literatura, cuya materia prima es el hombre, ¿no ha reflejado, desde los inicios de la tradición grecolatina, ese mundo regido por la violencia? La guerra fue el tema de la primera gran obra literaria en que nos reconocemos, La Ilíada, y a partir de ese momento, a través de los siglos, hasta llegar al presente, ha sido un tema permanente en las obras que nos deslumbran. Existe una línea de continuidad entre el definitivo y grandioso combate de Eneas contra Turno al final de La Eneida y los combates casa por casa en el sitio de Stalingrado narrados por Vassili Grossman en esa obra maestra del siglo XX que es Vida y destino: es el mismo ser humano, regido por similares pasiones extremas, sumergido en el esplendor del combate o en la ignominia de la tortura, la masacre, el genocidio. Porque la guerra no sólo “es la continuación de la política por otros medios”, como decía Clausewitz, sino que también es la forma más extrema del ejercicio organizado de la violencia, y de la exacerbación de las pasiones que esta genera. Y la gran literatura se nutre precisamente de esas pasiones: del llanto y el rencor de una madre arrodillada ante el cadáver desfigurado de su hijo hoplita en una ciudad del Peloponeso, al llanto y el rencor de una madre arrodillada ante el cadáver de su hijo talibán asesinado por la fuerzas “civilizadoras” de las democracias occidentales en Afganistán, la línea de la violencia y del sufrimiento humanos es la misma; pocas cosas realmente han cambiado bajo el sol en lo que respecta a la ferocidad y el dolor en el ser humano. El escritor, con su sensibilidad que funciona como radar, no puede dejar de registrar esa ferocidad, ese dolor.
3. Los escritores latinoamericanos también somos hijos de nuestra historia. Y desde la misma independencia, nuestra historia no ha sido un paseo de campo: dictaduras, revoluciones, guerras civiles, intervenciones militares extranjeras y golpes de Estado, han sido una constante en sociedades en las que la institucionalidad política ha sido débil o casi ausente, en las que el recurso de la violencia ha sido el lenguaje y la práctica favorita de los sectores dominantes, y a veces también la única opción de los grupos oprimidos que intentan hacerles frente. Pero en la médula de nuestra violencia histórica, más que la ambición de conquista y de sometimiento de pueblos vecinos –que sí la hubo a lo largo del siglo XIX– lo que persiste como una constante más allá de las formas políticas es un permanente desarreglo interno definido por la injusticia, la opresión y la exclusión. En los diferentes periodos de la historia Latinoamericana ha habido una rica literatura que ha tratado de reflejar esta situación de violencia-injusticia. Nombrar las importantes obras narrativas o de poesía que han dado testimonio de ello haría de esta ponencia una especie de larguísimo directorio –lo que no es mi intención. Pero lo cierto es que hasta en este último periodo, cuando los gobiernos latinoamericanos se jactan de que se vive un “florecimiento democrático”, las nuevas generaciones de narradores aún cargan sobre sus hombros el peso de la historia de violencia política que asoló la región durante la segunda parte del siglo XX; es la herencia que aún fecunda sus obras: la reciente narrativa que tiene como telón de fondo a las dictaduras instauradas en el cono sur en los años 70’s y 80’s es un ejemplo de ello, una narrativa que incluye diversos tipos de obras y de autores que van desde Roberto Bolaño y Arturo Fontaine en Chile, pasando por Carlos Liscano en Uruguay, hasta los novísimos Martín Kohan y Leopoldo Brizuela en Argentina; las obras que recrean los conflictos internos o guerras civiles en la Centroamérica y el Perú de los años 80’s son otro ejemplo de una corriente narrativa en que la violencia política empapa la atmósfera bajo la cual suceden las más diversas tramas, obras escritas por narradores de las últimas tres generaciones, que incluyen a los guatemaltecos Marco Antonio Flores y Rodrigo Rey Rosa, el nicaragüense Sergio Ramírez y los peruanos Vargas Llosa, Alonso Cueto y Santiago Roncagliolo, para mencionar algunos nombres destacados. La historia como ejercicio de violencia política pesa, es un fardo del que ni quienes la vivieron como nenes, o con la candidez del niño o del adolescente al que le escondían los relatos macabros, pueden librarse fácilmente; es un fardo que pesa en la memoria colectiva, y a veces individual, de las nuevas generaciones de escritores, pero al mismo tiempo es un abrevadero, un pozo del que se extrae agua para las ficciones.
4. La literatura, por supuesto, corre a un ritmo distinto que la historia. Y la violencia política ha dejado de ser la pátina que identifica la vida cotidiana en la mayoría de países latinoamericanos. El juego democrático liberal, con variantes y peculiaridades, ha sido asumido por las élites políticas de la región y el crimen ha dejado de ser el método común de resolución de los conflictos políticos. Lo paradójico es que la violencia, la propagación del crimen, ahora como fenómeno social, no ha disminuido, sino que, por el contrario, se ha incrementado, y podría afirmarse que en algunos países la instauración de la democracia ha coincidido con el auge del crimen organizado y con procesos acelerados de descomposición social e institucional. La explicación de este fenómeno rebasa mis conocimientos y los límites de esta ponencia, pero podría mencionar algunos factores que están en la base de la nueva violencia latinoamericana: la corrupción de las élites, la persistencia de una gran exclusión social y económica (sobre todo entre las juventudes) producto de una aberrante distribución del ingreso, el narcotráfico, y la privatización de la seguridad pública. Pero la literatura, pese a que camine a distinto ritmo de la historia –tal como dije antes–, también tiene una legítima ambición de contemporaneidad y esta nueva violencia social tiene su reflejo en la obra de autores que arman sus tramas a partir de la vendetta del sicario, la masacre para conquistar un barrio, el crimen pasional entre capos, las decapitaciones y descuartizamientos como mensajes cifrados entre bandas rivales, esas nuevas manifestaciones de una violencia que ya no responde a las ideologías políticas enfrentadas en el siglo XX, sino a una mentalidad regida por el capitalismo salvaje y la lucha despiadada por el control de los mercados, en especial por el mercado de las drogas. El narrador que asume su ambición de contemporaneidad con el tratamiento del tema de la violencia del crimen organizado enfrenta grandes retos en términos de estrategias narrativas. No es para menos. Su materia prima ya ha sido hollada por la prensa, los medios electrónicos y las redes sociales. La tiranía de lo instantáneo machaca y frivoliza la violencia criminal y el dolor que ésta causa. El narrador tiene que encontrar no sólo nuevos abordajes, nuevas formas de contar, sino también otra profundidad en las palabras que vaya más allá de la contundencia de la imagen. Rubem Fonseca y Fernando Vallejo son los primeros nombres que se me vienen a la mente de los varios escritores que han venido abriendo brecha en este campo, con distintos estilos y disímiles recursos narrativos, pero con una agudeza que también subvierte los valores de la llamada corrección política, considerada por algunos como la máscara liberal del capitalismo salvaje.
5. Una virtud de la ficción, a diferencia de la historia que no se despega de los acontecimientos, es que puede moverse en distintas densidades del tiempo y del espacio. La velocidad del tiempo histórico en que se inscriben las tramas a veces funciona como una fachada tras la cual se esconde otra temporalidad, a través de la cual los personajes reflejan aspectos más inmutables del ser humano: los estados de la mente y del espíritu. Una relectura del Pedro Páramo de Juan Rulfo, al calor de la historia que México vive o padece en estos momentos, resulta no sólo ilustrativa al respecto, sino sorprendente. Hace unos meses, mientras releía a Rulfo, quedé boquiabierto ante la contemporaneidad de esa obra: el corte horizontal de la trama tiene un tiempo histórico muy preciso, la década de los 20’s en el México post-revolucionario, pero Rulfo logró un corte vertical a profundidad que le permitió diseccionar el ser mexicano y su entorno de tal manera que los hace inmanentes: Comala puede ser ahora cualquier pueblo abandonado en el norte de Tamaulipas, Nuevo León o Chihuahua; los ejércitos de forajidos que pululan en la obra tienen pocas diferencias esenciales, aparte de las tecnológicas, con los ejércitos de narcotraficantes que imponen su dominio ahora en esas zonas; y, lo más importante, los antivalores que rigen el mundo de Pedro Páramo parecen más bien calcados de lo que sucede ahora en esa parte del país: la impunidad, la inexistencia de un Estado de Derecho, el caciquismo, el desprecio de la vida humana y el culto a la muerte. En mi más reciente viaje a la Ciudad de México, luego de salir del aeropuerto, mientras el coche esperaba la luz verde en una bocacalle, observé un inmenso graffiti en un muro, escrito con pintura roja y chorreante que decía: “¡Viva la Santa Muerte!”. El retorno del culto a la muerte es el retorno de Pedro Páramo, en una especie de tiempo circular propio de algunas culturas precolombinas que poblaron el territorio mesoamericano. Y tal como decía Shakespeare por boca de Pericles, la muerte es la máxima violencia que el tiempo ejerce sobre los hombres.
6. Puede que la violencia se haya convertido en un círculo vicioso para algunas sociedades latinoamericanas, sobre todo para aquellas en que sus élites corruptas están dedicadas al saqueo y la verborrea, y no a la resolución de los acuciantes problemas sociales y económicos de la población. Desde el norte de México, bajando hacia el sur, a través de Centroamérica –quizá con un pequeño salto sobre Nicaragua, Costa Rica y Panamá–, y recalando en Venezuela y Colombia, vemos un territorio donde el crimen se enseñorea. En esta época varias ciudades disputan el dudoso privilegio de encabezar la lista de los sitios más peligrosos del planeta: Caracas, Guatemala, Ciudad Juárez, San Salvador... ¿Cómo salir del círculo vicioso de la violencia? No tengo la menor idea, que no soy todólogo ni pitonisa. Lo que si sé es que ya no me sorprendería si un estudiante universitario en Pensilvania me preguntara por qué mis novelas son tan violentas, o cuando un editor alemán que ya ha publicado alguno de mis libros decide no publicar otros bajo el argumento de que son muy violentos y los libreros protestarían. Y no me sorprendería porque creo haber entendido que esas actitudes no son expresión solo de una mentalidad paternalista (“los países latinoamericanos no terminamos de salir de cierta etapa de barbarie”, sería el mensaje implícito), sino que conlleva una visión autocomplaciente, en el sentido de que las democracias occidentales han alcanzado un estadio de civilización que las hace inmunes a la violencia en la que nosotros nos consumimos, una violencia que alguna vez ellas ejercieron y sufrieron, pero que nunca más las volverá a afectar, como si la historia fuese una esplendorosa línea ascendente sin caídas estrepitosas ni movimientos circulares. Lo paradójico es que sean estas mismas democracias occidentales las que se hayan embarcado recientemente en guerras explicables sólo por la voluntad del saqueo, como lo estuvieron en Irak y ahora lo están en Afganistán, donde ejercen una violencia de la que están libres dentro de sus propias fronteras, una violencia que sus sociedades rechazan para sí mismas y achacan al otro, al extraño, al diferente. Lo paradójico es que aquel mismo público estadounidense que preguntaba por el exceso de violencia en mis novelas y en Latinoamérica no se preguntara también por la relación directa entre lo que sucede en los países de la región y el multimillonario negocio que significan la violencia y el narcotráfico para la industria del armamento y para la banca de Estados Unidos: su liquidez y su rentabilidad aumentan en la medida en que aumentan nuestros muertos, nuestra debacle institucional, nuestra descomposición social.
7. Pero volvamos a la literatura. Lo que es vicioso y maligno para el hombre y la sociedad constituye muchas veces el alimento principal para la creación literaria. Lo que es negativo para las sociedades latinoamericanas puede que sea el principal nutriente de su literatura. ¡Cuidado!: esta es una idea peligrosa si se asume de manera simplista, sin gradaciones ni matices: nadie necesita encontrarse un cuerpo descuartizado a la puerta de su casa para escribir una buena novela; nadie necesita sufrir la violenta pérdida de un ser querido para tener un tema para su próximo cuento. Lo que quiero decir es que no se escriben obras artísticas relevantes a partir de la felicidad y la autocomplacencia, de la inercia propia de quien cree haber arribado al punto de llegada, a la “meta” de la historia, y que el círculo vicioso de la violencia, y los esfuerzos que las sociedades latinoamericanas hagan por salir de él, generan una vitalidad que seguirá encontrando cauces y enriqueciendo la ficción que se escribe en esa región. Y también quiero apuntar que, más allá de la violencia política y social, la ficción siempre tratará de ir más a fondo –eso es lo suyo–, de hacer esas incisiones verticales que con tanta maestría hizo Rulfo, a fin de detectar y reflejar esas otras violencias que se esconden en el corazón del hombre, que se parapetan en la máscara de la respetabilidad, que se refrenan bajo el rictus tolerante del ciudadano civilizado, pero que una vez que los controles colapsan salen a la superficie abruptamente, contundentes, como ha sucedido tantas veces en la historia y seguirá sucediendo. Es ahí donde está la llamada marca de Caín, en el corazón de la especie, y si el escritor trata de bajar por esas pendientes escabrosas, a veces abismales, donde se esconden los nidos de esas otras violencias, su obra será también un reflejo de ello.
(Esta ponencia fue presentada en el “Primer Coloquio Internacional de Estudios latinoamericanos: Literatura y política. Perspectivas actuales”, que se llevó a cabo en la Universidad de Palacky, en la República Checa, del 4 al 6 de mayo recién pasado)
* Horacio Castellanos Moya, escritor salvadoreño, autor de 'El asco', 'Tirana memoria', 'La sirvienta y el luchador', y otras novelas publicadas por Editorial Tusquet.