Opinión /

Política, ética y estética


Domingo, 19 de agosto de 2012
Ricardo Ribera

En política no sólo hay que exigir el respeto a la ética, que demasiado a menudo es pisoteada por la conducta de los políticos, también es importante la estética. Es decir, comportarse con una compostura y elegancia que ayuden a dignificar la política, eludiendo actitudes y acciones que contribuyan a desprestigiarla aún más. Considero que se trata de estética, pues determinados comportamientos pertenecen lisa y llanamente al ámbito de la fealdad: no sólo son incorrectos y están reñidos con la ética, además pueden ser considerados “feos”, de mal gusto, bayuncos, desagradables. Son anti-éticos y anti-estéticos.

Más de alguno tal vez tildará esta susceptibilidad mía de derechista, conservadora, pasada de moda, señal inequívoca de envejecimiento y de decadencia. Puede ser. Debo reconocer que incluso puede haber un fondo clasista en esta preocupación mía por la estética y por darle más nivel a la política. Y acepto la falta de neutralidad ideológica de ciertas palabras y conceptos. Es falso que el lenguaje sea neutral por el hecho de ser una herramienta que usamos todos y le es útil a todas las clases sociales.

Así por ejemplo, hay un claro origen medieval en expresiones como actuar con “caballerosidad”, dar muestras de “señorío”, comportarse con “hidalguía”, ser “un señor” o tener “nobleza” de carácter. Las conductas idealizadas de los caballeros, de los señores, de hidalgos y nobles, de la clase alta en definitiva, penetraron en el lenguaje y se convirtieron en ideales éticos y patrones de conducta. Las ideas de la clase dominante – ya lo advertía Marx – se convierten en las ideas dominantes. Lo mismo ocurre con la visión de mundo.

Visto desde el otro extremo, la aristocracia consiguió también cargar de desprestigio y de valoraciones negativas palabras referidas a clases subalternas. Es el caso de los siervos, sometidos a servidumbre y a la condición servil o simplemente “vil”. Entrenados en el “servilismo”. Dados a cometer “vilezas”. Todo son connotaciones negativas.

Según tal decantamiento clasista del lenguaje, también los sectores sociales que escapaban al control de la nobleza y eran odiados por ella. Es el caso de las villas, que gozaban de protección real y que eran libres de los feudos que las rodeaban. “El aire de la ciudad hace libre” – se decía en la época medieval – y efectivamente el campesino que escapaba podía encontrar refugio en la villa. Sus habitantes eran llamados “villanos” y quedó de herencia lingüística el que una “villanía” sea sinónimo de acto oprobioso y de deshonor.

Con el tiempo, cosas que en su momento fueron expresión de lujo y sofisticación, de refinamiento, de los modos de vida de una elite, hay una tendencia a la democratización y al acceso de tales bienes para el conjunto de la población. Elementos de cultura como el uso de plato individual, de cubiertos, de servilletas y mantel, que en algún período histórico eran de uso exclusivo de la clase alta, se va extendiendo su utilización y su costumbre al resto de capas sociales. No sólo la vida material sino también la vida espiritual: hoy se saluda de “señores y señoras” a la totalidad de un público y en nuestros días “caballeros” o “damas” son palabras con las que se rotulan puertas para indicar los servicios sanitarios para uso público.

De alguna forma, la democratización de la política ha implicado en la historia no solo el acceso de las distintas clases sociales a un ejercicio antes vedado exclusivamente a un censo de ciudadanos con recursos económicos, sino también la educación en usos y costumbres antes exclusivos del sector dirigente. Se pide a la ciudadanía, y por tanto con mayor énfasis se exige de la clase política, actuar con honor y nobleza, ser caballeroso y amable, guardar fidelidad a la palabra dada y comportarse con lealtad a los compromisos contraídos. Vivir en democracia implica vivir como seres humanos libres pero también vivir como seres dignos, confiables, nobles, incapaces de actos viles y de villanías vergonzosas. Hacer política con ética y con estética.

Mucho de esto está haciendo falta en la política doméstica. Imagen pésima la que dan a menudo nuestros políticos, en especial en cuanto tienen algunas cuotas de poder y se sienten poderosos. Como a tanto “nuevo rico” que le sobra dinero pero le falta gusto, a ellos les puede sobrar poder pero les falta clase y señorío, elegancia y dignidad.

Muestras abundantes de la forma “plebeya” y “vil” de hacer política, de las “patanadas” propias de “patanes”, se vienen dando en la larga saga de confrontación, acoso y desacato a la Sala de lo Constitucional publicitada como “crisis institucional” o “choque de poderes”. Falto de mesura, pero también de elegancia y sutileza, el grosero intento el año pasado por intentar paralizar a la Sala imponiéndole unanimidad con el decreto #743, derrotado por la acción ciudadana, a pesar de la coincidencia de todas las fracciones partidarias en la burda maniobra.

Otro feo gesto fue el del Presidente de la Asamblea Legislativa (que de “honorable” sólo demuestra tener el título inherente al cargo) en la ceremonia de toma de posesión de la nueva legislatura el pasado 1° de mayo. Aprovechando la presencia protocolaria del Presidente de la Corte Suprema de Justicia y en una actitud de “ahora que me tiene que escuchar, me va a oír”, dedicó parte de su discurso a despotricar de las actuaciones del poder judicial, incluso con alusiones personales al Dr. Belarmino Jaime. Éste escuchó sereno y digno, se despidió sin hacer reclamos. Pero en la siguiente sesión solemne, del 1° de junio, donde el Ejecutivo presentaría su informe anual, simplemente no se hizo presente. Ni él ni ninguno de los magistrados de la Sala de lo Constitucional. El órgano judicial, contra todo protocolo, estuvo ausente. Vista la complicidad del Presidente de la República con las iniciativas contra la Sala no podía descartarse una nueva andanada de acusaciones en el discurso presidencial. La ausencia fue una respuesta adecuada y elegante, algo así como “el sonido del silencio”, al ruido y arrebato vociferante desde el podio legislativo.

El desacato a las sentencias de la Sala, secundado desde el Ejecutivo, difícilmente va a resolverse con la mal llamada negociación en Casa Presidencial. No hay negociación entre poderes del Estado y no puede haberla, pues tampoco hay conflicto entre ellos. A negociar se sientan los partidos, para lo cual bastaba la sede legislativa. Tampoco hay verdadero mediador pues éste, lejos de dar muestras de sensatez y neutralidad, ha sido un factor de tensionamiento y parcialidad.

Al pasar de los días, la crisis se agrava y se agregan nuevos hechos de ridiculez manifiesta. Desde la “toma de posesión” de los magistrados electos ilegítimamente en abril de 2012, que incluyó la toma por la fuerza del edificio y la vulneración de cerraduras y despachos, hasta la payasada de acudir a la Corte Centroamericana de Justicia. Quien pretende ser el Presidente de la CSJ llega para declarar a nombre suyo, como instancia demandada, en su contra, o sea, a decir que el demandante tiene razón y que por tanto la elección de su persona es legítima. El Dr. Ovidio Bonilla se deslegitimó él solo, pues en vez de esperar tranquilamente un desenlace, ha querido ser parte activa, o se lo exigieron: mostró falta de independencia, de nivel y de señorío.

Por otro lado, la Asamblea Legislativa formó una comisión para investigarse a sí misma, o sea, si fue legal o no su actuación cuando eligió – por unanimidad – a los magistrados en 2009. Ahí se pretende anular la elección del magistrado Rodolfo González por un caso en tribunal de familia, no penal, que ya se cerró, donde no fue hallado culpable ni hubo condena. La reciente denuncia de su ex-esposa en la PDDH exigiendo se respete su vida privada y no se siga utilizando políticamente lo que fue una simple discusión matrimonial, que se superó con terapia de pareja, parece cerrará de manera definitiva ese intento desesperado y ridículo por desmembrar la Sala. Es una actitud de cacería de brujas bastante cínica, viendo los antecedentes y catadura moral de algunos integrantes de tal comisión. Es el último capítulo de una infame novela, donde se demuestra que la política, además de sucia, puede ser fea; muy sucia y muy fea.

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