Opinión /

La política y el estilo


Martes, 11 de septiembre de 2012
Álvaro Rivera Larios

Entre los conceptos y la conducta del político existe una brecha que suelen escarbar con saña los realistas. Salvo contadas excepciones, la gran mayoría de los seres humanos no está a la altura de sus altos ideales. Del dicho al hecho hay mucho trecho decían los abuelos y es verdad. 

Pero la conducta del político no es necesariamente una prueba en contra de sus ideas. Buenas ideas han tenido usuarios nefastos o realidades adversas. También es verdad que algunas visiones han sido una fábrica de errores y desastres, a pesar de que las detentaban personas honestas.

No resulta fácil discernir, a la hora de evaluar las prácticas que recomienda una teoría, hasta qué punto sus fallos obedecen a la naturaleza de sus planteamientos o a las taras de quienes intentan realizarlos.

Nuestra primera reacción, frente a una conducta política, es la de juzgarla moralmente. Puestos a valorar los fines y los medios que se emplean para alcanzarlos, no podemos prescindir del punto de vista ético. A la conciencia pública moderna, sin embargo, la moral ya no le basta. En nuestros días, la absolución o la condena normativa de un comportamiento político (sus fines, sus medios, sus resultados), exigen el análisis de la conducta dentro del marco de los factores sociales que han podido condicionarla. El juicio ético actual ya no puede dar la espalda a la explicación del comportamiento colectivo que ofrecen las ciencias sociales. 

Pero aun ahora nuestra búsqueda de las explicaciones nace con frecuencia del asombro, del azoro moral que nos producen ciertas prácticas humanas ¿Cómo es posible que alguien recurra a medios oscuros para conseguir una meta noble? ¿Cómo se puede recurrir a la tortura, por ejemplo, para defender la libertad o el estado de derecho? A menudo, ni siquiera es cierta la blanca bandera que legitima los actos atroces. Querríamos que cualquier hombre estuviese a la altura ética y heroica de aquello que pregona. Querríamos que la distancia entre las grandes palabras y las cosas no constituyese un desalentador abismo. 

Qué insatisfactoria se muestra la realidad ante los ojos de quien exige el cumplimiento absoluto de un proyecto; cuán lejos están siempre las obras de los ideales. Ninguna idea tendrá una realización plena, si el agente que la pone en práctica no es más que una especie de ángel caído. A quien lo exige todo, todo le parecerá pequeño; para quien toda realidad es degradante, ninguna utopía vale la pena. Por distintos caminos, el realista y el soñador exigente pueden precipitarse en el desencanto.

Añoramos estar en casa, entre las cuatro paredes de la certeza. En lo que atañe a los asuntos estratégicos, sin embargo, no tenemos más remedio que vivir en la intemperie. Ni las metas ni las acciones que a ellas conducen son un asunto cómodo y claro. Hay que arriesgar, hay que calcular el salto y no siempre está garantizado que alcancemos la otra orilla.

La acción forma parte de una realidad y enfrenta diversas resistencias dentro de una estructura objetiva. El hombre mismo, en sus acciones, se muestra como una herramienta imperfecta que ejecuta cálculos arriesgados ¿Qué podemos esperar realmente de nuestras ideas y nuestros actos?

Para decidir qué hemos logrado y qué es lo que falta en la balanza de nuestros intercambios con la realidad tiene que existir una medida flexible, rigurosa e inteligente dispuesta en unas manos que sean a su vez flexibles e inteligentes: buenas herramientas fracasan entre los dedos torpes o zafios. Hay que estar aquí y hay que estar allá, hay que ver y hay que vernos. Hay que hacer inventarios implacables.

Nada está garantizado. Todo es un viaje por aguas inestables y violentas.  Hace falta un buen mapa, pero también hacen falta curtidos marineros.

Quiero decir que las ideas y sus puentes con la realidad son un territorio traicionero. Las cuatro paredes de la certeza son el final del camino y el camino nunca es breve ni fácil.

A veces, quien está obligado a emprender el viaje no cuenta con una buena nave ni con una buena tripulación ni con un buen mapa. Pero tiene que hacer el viaje. Más le vale no engañarse y creer que posee medios distintos a los que realmente tiene. Están los hombres que están y están unas herramientas y no otras. El arte del viajero consistirá en sacar las mejores ventajas de sus recursos mediocres; tiene que soñar con los pies en la dura tierra.

II

A mí tampoco me gustan los políticos salvadoreños y sospecho que mi aversión es algo típico de las personas que, habituadas a tratar con las grandes ideas y los grandes objetivos, se echan para atrás cuando descubren los modales, el lenguaje y las acciones de aquellos líderes que presuntamente deberían modernizar nuestras sociedades. A ese choque entre la complejidad de las ideas de una elite intelectual y la vulgar realidad de los agentes que componen su sistema político podríamos denominarlo el síndrome del intelectual argentino ¿Cómo se asimila que la misma sociedad que produce a un Borges sea gobernada por un Perón?  Que un sapo que eructa dirija a ésta o aquella honorable institución es algo que indigna a los aristocráticos intelectuales desde hace muchos años. Esa indignación es a la vez moral y estética y, en principio, resulta comprensible. Lo malo es regodearse en ella y no ver con inteligencia lo que subyace detrás de las formas.

El desprecio que sienten los ilustrados por el político es antiquísimo, no es de ahora. Ese desdén, ese rechazo al político vulgar y su vulgar política, ya se detecta en Platón. La filosofía política de Platón puede interpretarse como una crítica de la vulgaridad. 

Un conflicto entre ciudadanos tendría que estar regulado por las normas de la urbanidad y no ser todo ese despliegue de falacias, golpes bajos y torcimientos de la ley que caracteriza la conducta de “la chusma”. Hay que ver cómo se expresan los señores diputados, hay que ver cómo confunden la negociación seria con el vulgar trapicheo, hay que ver cómo barren y trapean con las leyes que limitan su poder. Pero ¡cuidado¡ esto es algo más que una cuestión de estilo –el mono aunque se vista de seda, mono se queda–, aquí hablamos de cultura y lo hacemos en el sentido en el que un antropólogo examinaría el tráfico de las influencias dentro de una comunidad. 

Lo que hemos contemplado últimamente es la imagen obscena de una cultura ciudadana. Eso es lo que hay y pedirle al mono que mejore sus modales de nada sirve si lo que hace es barnizar con elegancia la misma práctica vulgar.

Hay que modificar los sustratos y las formas, pero antes habrá que superar la etapa de la mera indignación estética. Detrás de tales formas hay una filosofía y esa es la que, una vez reconocida y explicada, habría que suprimir. 

Por un lado están las honorables ideas de los políticos y, por otro, están sus vulgares formas de trapichear con las influencias. El trapicheo forma parte de la oscura educación cívica de todo miembro de la comunidad salvadoreña ¿quién no acelera trámites o elude sanciones legales pagando una módica suma en el lugar conveniente? Es en el reino de la vulgaridad donde deben rastrearse los valores que orientan realmente nuestra vida pública. A mi no me sorprende la forma grosera en que se ha intentado ventilar un “conflicto” entre los poderes del Estado. Al fin y al cabo, ese estilo es una herencia que nos han dejado décadas de dominio conservador. De alguna forma, todos somos hijos de una cultura marcada por un capitalismo salvaje. Para nosotros la fuerza y el dinero están por encima de la ley y las instituciones. Lo que sorprende es que la izquierda también participe de tal cultura. La izquierda, perdidamente vertical y economicista, no conoce muy bien el país que pretende cambiar y, por lo tanto, tampoco se conoce bien a sí misma y de ahí que posea una visión abstracta de la revolución.

Hay que reconocerlo, nadie puede vivir en el seno de una sociedad oligárquica sin que algo se le pegue. La derecha salvadoreña es, por lo tanto, una de las influencias “estilísticas” de la izquierda salvadoreña. El estilo, en política, también forma parte de los contenidos. Ahí está el asunto y lo mejor es reconocerlo como parte de los obstáculos que deberá superar el movimiento revolucionario salvadoreño del siglo XXI.

Si la izquierda se plantea cambiar la realidad, no tiene más remedio que cambiar la incómoda esencia que subyace en ciertas maneras suyas de adoptar decisiones y ejercer el poder. Ese cambio de estilo tiene que ser también un cambio de conceptos; es decir, de prácticas. 

Emprender esa gran renovación supondría la puesta en marcha de un ejercicio de inteligencia colectiva que fuese más allá de las colisiones coyunturales y viese en ellas la oportunidad de juzgar nuestra obscena realidad política y los límites mismos de nuestro pensamiento. 

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