Opinión /

La fealdad de San Salvador


Martes, 18 de septiembre de 2012
Héctor Lindo

El Faro nos explicó recientemente por qué El Espino nunca llegó a ser el pulmón que tanto necesita San Salvador. La triste historia de El Espino es un episodio más en el cultivo de la fealdad de nuestra capital. Ya conozco las objeciones a semejante idea (“comunistas, sólo ven lo feo e ignoran las bellezas del país”, “no han visto el World Trade Center, perfecto para ejecutivos, de nivel internacional, uno se siente MBA”, “tan buen trabajo que ha hecho el Sr. Alcalde, vota azul, blanco y rojo”). Por supuesto que San Salvador tiene partes presentables, pero me refiero a la fealdad de las desproporciones y las contradicciones. ¿Qué dirían de una mujer que fuera una cuarta parte modelo de Miami (para usar el favorito estándar malinchista/clasemediero) y tres cuartas partes Siguanaba (para usar un estándar nacionalista/populista)? ¿Qué podemos decir de una ciudad que es una cuarta parte Multiplaza-Santa Elena-Gran Vía y tres cuartas partes paisajes urbanos a la espera de respeto cívico?

Tenemos una capital donde la idea de espacio público se ha desnaturalizado. Hasta principios del Siglo XX la gente iba a lo que en la ciudades coloniales se denominaba la Plaza Mayor. Era el espacio de las celebraciones y las ocasiones solemnes, frente a la iglesia y la alcaldía. Era el lugar para ver y ser visto. El corazón de la ciudad era para salir a pasear con la familia. Ahí se encontraba la ocasión para discutir el último chisme político (“Dicen que maltrataba a la esposa, una muchachita, te lo digo en serio, parece que lo van a desaforar, un escándalo, me recuerda al otro, al que tenía a la mujer aterrorizada...”) o para dar rienda suelta a los asuntos de corazón.

Pero San Salvador evolucionó de forma distorsionada por la polarización económica y política, la desconfianza, el miedo. En las principales capitales del mundo los edificios gubernamentales se agrupan para conformar importantes espacios cívicos que son el orgullo de los habitantes. No importa si estamos en capitales con larga tradición autoritaria como Moscú o Beijing o en capitales con más tradición democrática como Washington o Paris. ¿Quién no se deslumbra ante la Plaza del Kremlin en Moscú o el Zócalo en Ciudad de México? Por el contrario, nosotros tenemos un Centro de Gobierno que le da la espalda a los habitantes, se resiste a deslumbrar, se esconde de la ciudad, se rodea con estacionamientos inclementes. Sus edificios son búnkeres de concreto para almacenar a los burócratas de los ministerios. Los ciudadanos que se aventuran a pie a hacer sus diligencias ministeriales tienen que arriesgar la vida para cruzar la Juan Pablo. En otras ciudades hay presunción de inocencia peatonal. Los peatones son personas dignas que tal vez tienen el automóvil estacionado a la vuelta de la esquina o, a pesar de no tener vehículo, se consideran seres humanos.

En San Salvador la presencia de una persona cruzando la calle a pie es incentivo para ejercer presión insidiosa sobre el acelerador (“apartate que los carros matan”). Pero la aberración que es el Centro de Gobierno no fue producto de la casualidad. El criterio para su diseño fue proteger a los gobernantes de los gobernados. Imitando a las fortalezas medievales está rodeado por anillos protectores concéntricos: 1) un boulevard de gran tráfico, 2) muros, 3) arriates y 4) parqueos. En conjunto estas barreras desempeñan admirablemente la tarea de alejar al pueblo, aumentar la opacidad, establecer la diferencia entre capitanes y marineros. Que nadie espere un edificio de Asamblea Legislativa que sea un palacio del pueblo, que mueva a admiración. Que nadie espere un edificio de Corte Suprema de Justicia que inspire respeto por la majestad de la ley, admiración por la Constitución y por el equilibrio de los poderes del Estado. ¿Y la Casa Presidencial? Edificio lujoso, lo más lejos posible de diputados y jueces, lo más cerca posible de los barrios elegantes, rodeado de un muro de muy buen gusto.

¿A quién se le ocurre ir a pasar una tarde agradable caminando por los parqueos del Centro de Gobierno? (“Vayamos con los cipotes al Centro de Gobierno, lo vamos a pasar bien galán”. “Dejá de decir locuras, te dije que dejaras de fumar esas porquerías”). En vista de las circunstancias, los espacios públicos más importantes de la capital son … privados. En ausencia de otras opciones los habitantes de San Salvador se dirigen a los centros comerciales. Los hay para todos los gustos, debidamente segmentados por clase social. Separando. Creando diferencias. ¿Hay alguien en San Salvador que no sepa establecer distinciones sociales a las primeras de cambio? (“Se viste en Plaza Mundo, pero se cree de Multiplaza”).

Parte del fenómeno de la balcanización de la capital se debe a los graves problemas de la seguridad ciudadana (“Nada de tonterías, van al Cinemark de la Gran Vía y rapidito regresan, y me llaman por el celular al sólo salir del cine, nos preocupamos”). La segmentación cada vez más pronunciada de la ciudad ha sido acelerada por el problema del tráfico. La respuesta de las autoridades ante la densidad vehicular posterior a la guerra se limitó a la mejora del sistema vial ensanchando calles, construyendo pasos a nivel, colocando semáforos. Los ingenieros de tráfico hicieron su trabajo sin tener en cuenta las consecuencias urbanas. Los pasos a nivel o desnivel, los mojones, barreras y sentidos únicos han favorecido unas zonas y destruido otras. Negocios que eran viables pierden sentido cuando desparece la acera que tenían enfrente y el espacio de estacionamiento. Zonas que eran residenciales se convierten en áreas de paso. Pero el tráfico es más fluido. No pareció necesario pensar en el daño colateral. Los buseros han hecho su parte convirtiendo las principales arterias de la capital en campos de batalla poblados con misiles furiosamente humeantes. Me abstendré de añadir el daño sufrido por San Salvador por pecados de lesa urbanidad de la variedad arzobispal.

Más de alguien dirá que la fealdad de San Salvador es producto del capitalismo. No lo creo por un segundo. En otras partes del mundo ciudadanos capitalistas con cultura cívica y mentalidad de largo plazo han sido responsables por algunos de los espacios urbanos más queridos por la población. El Parque Central de Nueva York, manzanas y manzanas de verdor donde se pasean personas de todas las razas y orígenes sociales, se construyó en una de las ciudades más ferozmente capitalistas del mundo. Lo que falta en San Salvador, del liderazgo político para abajo, es espíritu cívico. Por décadas y décadas no hemos creído que TODOS los salvadoreños podemos compartir el mismo espacio público. Pero no tiene por qué ser así. No hace falta ser socialista para respetar al prójimo y compartir espacio con todos los seres humanos, aunque sean peatones. Para mí éste es el problema.

Pero ahora me acuerdo. Los líderes políticos de El Salvador (y me refiero a todos los principales partidos y algunos de los pequeños) son tan obtusos, tan incapaces de comprender el impacto de sus acciones en el largo plazo, que al tener la oportunidad no han podido resistir la tentación de manipular a uno de los pilares de la democracia, la Corte Suprema de Justicia. Con estos antecedentes resulta comprensible que no fueran capaces de comprender que El Espino podría haber sido nuestro Parque Central, nos contentamos con migajas.  Pero soy optimista. Poco a poco los salvadoreños nos vamos dando cuenta de la importancia de las instituciones básicas de la democracia. La cultura cívica, la idea de que todos estamos en el mismo barco, de que tenemos derecho de que las autoridades nos traten por igual, de que juntos, cooperando, podemos forjar nuestro destino, está avanzando (dos pasos adelante y uno atrás, pero avanzando). A fin de cuentas nuestra capital reflejará una nueva auto imagen de los salvadoreños, nuestra visión de futuro. Pero no será el resultado de nuestro liderazgo político actual, se logrará a través de la presión ciudadana. 

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