Opinión /

Marx, Dios y una máquina de escribir


Martes, 18 de septiembre de 2012
Álvaro Rivera Larios

La máquina, una Olivetti de frente ancha y abombada y teclas intactas, yacía entre un montón de objetos desechados (pulseras, cadenas, anillos, aritos, monederos, adornos, llaveros, juguetes, videos, postales, fotografías, libros) que luchaban por salvarse de la basura ofreciendo la belleza mellada de las cosas que sobreviven como fragmentos de otra época.

Descubrimos la máquina en una cuesta del Rastro –el mercadillo madrileño que se levanta de la nada todos los domingos a las ocho de la mañana y que a eso de las seis de la tarde es como si nunca hubiera existido–. Nos sorprendió que las pulseras, los aritos y las cadenas de las muchachas de hace medio siglo pareciesen girar en torno a la vieja Olivetti. En ésta se concentraba el aura poética que permite sobrevivir a los objetos inútiles.

La inutilidad de la máquina no radicaba necesariamente en un defecto de su mecanismo, sino que en su pertenencia a una clase de artefactos que había sido sustituida por otra. Yo viví en la época en la que las máquinas de escribir aún no tenían sustituto. Como todas las personas de aquel tiempo, llegué a suponer que serían eternas. Había cientos, miles, millones de ellas tecleando cifras y letras de forma incesante, en cantidades industriales.

El ritmo del comercio, de las transacciones financieras, de la administración pública y privada, de la noticia impresa, marchaba con el pulso del tecleado. Sin el golpe continuo y cansino de las teclas sobre el papel fijado al rodillo habría sido más lento el accionar de las organizaciones durante gran parte del siglo XX. En “El apartamento”, la película de Billy Wilder protagonizada por Jack Lemmon y Shirley MacLaine, la oficina en la que se movían los personajes era semejante a un frío espacio industrial en el que los dedos de cientos de empleados tecleaban cientos de aparatos. Los oficinistas que se creían a salvo de la grasa no eran más que obreros de cuello blanco.

Pero he ahí que al cabo de treinta veloces años, el tiempo que ha tardado en socializarse la computadora, los pequeños telares mecánicos de la escritura se han convertido en artefactos inútiles, en viejas mercancías a la espera de un coleccionista o un comprador melancólico. Solo un visionario habría imaginado hace medio siglo un mundo sin máquinas de escribir.

Es cierto que su función sobrevive entre los múltiples papeles que puede desempeñar un ordenador, pero éste ha convertido a su antecesora en un artefacto primitivo, lento, monofuncional y, por lo tanto, desechable. Salvo un nostálgico incorregible, nadie recusa el actual reinado de la informática.

Muchas cosas que considerábamos imprescindibles y casi eternas ya no existen. ¿Qué habría sido del agricultor europeo sin el arado romano y la mula hace trescientos años? Sin el arado, la tierra y la fuerza animal, el campesino habría estimado imposible la vida. Hoy, en gran parte de Europa, los arados tradicionales que se salvaron milagrosamente de ir a la basura se han convertido en objetos decorativos y las mulas, en ciertas zonas, ya son un recuerdo. Otras herramientas han ocupado su lugar. La vida continúa.

¿Qué tiene que ver Dios con una máquina de escribir? Desde el punto de vista antropológico, los mitos y el entramado institucional que los rodea son un recurso social y simbólico que ha desempeñado durante miles de años una función de vital importancia dentro de los grupos humanos. Dios, en cualquiera de sus variantes mitológicas, ofrecía una explicación del mundo y del sentido de la existencia. Un hombre sin dios hace cuatrocientos años también se habría enfrentado al abismo. Todo creyente, fuera del suelo de su fe, no es capaz de concebir la vida, tal como una secretaria, hace medio siglo, habría sido incapaz de concebir su trabajo sin una máquina de escribir.

Pero sustituir a Dios, obviamente, en ciertos terrenos ha sido una empresa mucho más difícil que la de construir una computadora. Kepler, Galileo y Newton tenían un pie en la teología, mientras el otro buscaba apoyo para levantar una explicación racional de la mecánica del universo. Dios estaba detrás de la naturaleza, pero ésta era un libro cuyas leyes sólo podían descifrarse por medio de la observación, la geometría y las matemáticas. El triunfo de las ciencias naturales no implicaba la negación del ente divino, pero restringía el imperio de la teología y asentaba, dentro de ciertos límites, el campo autónomo de la razón.

En las ciencias naturales se inspiró la filosofía social de los siglos XVIII y XIX. Así dio comienzo a la búsqueda de las leyes ocultas que regulaban la interacción humana. Adam Smith, por ejemplo, a pesar de ser un hombre religioso, no acude a Dios para describir la dinámica social que explica el precio de las mercancías. El filósofo escocés buscaba una causa concreta, inmanente, mientras dejaba la trascendencia para explicar las causas últimas. La riqueza de una nación no era únicamente el resultado de la providencia divina, dependía además del entendimiento de los hechos sociales y de la toma acertada de decisiones estratégicas. Dios hace su trabajo, pero si una sociedad quiere prosperar tiene que hacer el suyo adaptándolo con eficacia a las leyes “naturales” que gobiernan el comercio entre los hombres.

La creciente confianza en la razón preparó el terreno para que se prescindiera de las explicaciones últimas y el hombre pudiese concebir una existencia inmanente donde dios ya no era necesario como explicación y fuente de sentido. Casi nadie, actualmente –sea neo-keynesiano, marxista o neo-liberal–, introduce las causas divinas para explicar la subida y la bajada de los precios, la tasa del paro o las crisis cíclicas del capitalismo. La fe religiosa puede influir en la racionalidad económica, como decía Max Weber, pero sólo en la medida en que su ética condiciona a la razón práctica. Weber asume el punto de vista de los antropólogos, no se interroga sobre la validez del mito, pero estudia la relación entre la fe y la conducta económica. A Weber le interesa la religión como factor superestructural que puede influir sobre la economía (de esa manera pretendía cuestionar a Marx).

Para muchos creyentes un mundo sin dios equivale al abismo y al sinsentido. No conciben, por ejemplo, una ética sin religión. El ateo, por ende, sería un sujeto sin moral. Más allá de lo que se opine sobre el asunto, ahora, solo un fanático religioso defendería la tesis de que las personas que viven al margen de “la fe” carecen de ética.

Pero hay algo más, muchas sociedades tienen una institucionalidad cuya fuente de legitimación ya no es teológica. Para ciertos asuntos, la voluntad popular (esfera independiente de la iglesia) es la que fundamenta en teoría las instituciones. El funcionamiento de la sociedad, por lo tanto, es posible sin la intervención de una casta sacerdotal o sin el dominio de una creencia mitológica. Se puede discutir la forma en que dichas sociedades estructuran la convivencia, pero ya nadie discute que es posible una política sin dios o una moral sin religión. Vivimos en una cultura que habría sido inconcebible hace trescientos años.

¿Pero qué tiene que ver Marx con Dios y una máquina de escribir? El mundo de Karl Marx era moderno, para funcionar no necesitaba una deidad, pero muchos marxistas son incapaces de concebir un mundo que funcione sin el autor de “El Capital”. Mantienen con su figura y su pensamiento una relación de dependencia simbólica que en algunos casos tiene un carácter casi religioso. Desaparece dios, pero la teoría secular hereda unas funciones trascendentales que antes cumplía la religión. El centro de gravedad del sentido de la vida y de la explicación del mundo pasa de la creencia religiosa a la teoría que es asumida religiosamente. Cuando eso sucede, Marx es devorado por las funciones que cumplía la divinidad que se cuestiona.

El hombre que depende por completo de los objetos materiales y simbólicos que él mismo ha creado para sobrevivir es un hombre alienado.

La crítica de la alienación, sea ésta del signo que sea, es una aceptación de la intemperie difícil de la libertad creativa.

Nada de lo que digo debería de indignar a las personas que no pierden de vista que el marxismo es “una teoría crítica”. Una teoría, de modo semejante a la máquina de escribir, es un artefacto. El problema surge cuando ya no somos capaces de concebir ni crear un mundo fuera de las fronteras que imponen el contorno de dicha herramienta y los usos que le damos. Cuando tal cosa sucede, somos poseídos por el instrumento que deberíamos gobernar.

Alguno dirá que el universo ha funcionado durante siglos sin necesidad de Newton y Einstein, pero que para que el mundo actual continúe funcionando ya no se puede prescindir de ellos y que lo mismo sucede con Marx. Sí, pero al igual que sucede con una máquina de escribir, las funciones que cumplen sus ideas pueden ser asumidas y trascendidas por una nueva teoría. Ningún artefacto material o simbólico, ni el arado ni el mito ni la máquina de escribir ni la física de Galileo ni la economía política de Adam Smith ni el sistema hegeliano eran, como ha demostrado la vida, concreciones absolutas de la verdad que durasen para siempre. Eran prótesis cuya huella parcial y luminosa ha de sobrevivir en las nuevas herramientas.

Nada de lo que digo supone la aceptación de que la sociedad capitalista es el mejor o el único mundo posible. La minimización del Estado que tanto pregona el neoliberalismo se traduce en la minimización de la política frente a la lógica impuesta por la economía del beneficio privado. De esa forma, el mercado convierte a la democracia representativa burguesa en una zombi, en una muerta viviente. También esta sociedad se ha quedado obsoleta como una máquina de escribir en el mercado callejero de la historia.

Las teorías son como los mapas que igual que facilitan el tráfico por un planeta también lo paralizan. Las fronteras de la visión ptolemaica de la tierra amedrentaron a los navegantes europeos durante muchos siglos. Había que tener valor para traspasar los límites fijados por el mapa-tabú. Marineros como Colon y Magallanes demostraron que ahí donde Ptolomeo fijaba el principio del fin lo que daba comienzo era otro mundo.

Lo que afirmo es que debemos seguir pensando más allá de los umbrales racionales y sistémicos que hemos heredado de los siglos XVIII, XIX y XX.

Y pensar implica independizarnos del padre y de sus viejas herramientas para mantener con vida la posibilidad creativa de otras convivencias.

logo-undefined
CAMINEMOS JUNTOS, OTROS 25 AÑOS
Si te parece valioso el trabajo de El Faro, apóyanos para seguir. Únete a nuestra comunidad de lectores y lectoras que con su membresía mensual, trimestral o anual garantizan nuestra sostenibilidad y hacen posible que nuestro equipo de periodistas continúen haciendo periodismo transparente, confiable y ético.
Apóyanos desde $3.75/mes. Cancela cuando quieras.

Edificio Centro Colón, 5to Piso, Oficina 5-7, San José, Costa Rica.
El Faro es apoyado por:
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
FUNDACIÓN PERIÓDICA (San José, Costa Rica). Todos los Derechos Reservados. Copyright© 1998 - 2023. Fundado el 25 de abril de 1998.