En general, pocos españoles saben dónde está situado El Salvador. Más aun, los más jóvenes no saben que el país se desgarró en una guerra civil durante doce años, de 1980 a 1992. Los más curiosos han llegado a conocer detalles sobre su historia reciente: el asesinato de monseñor Romero en 1980, el de los jesuitas españoles en 1989, la explosión de la violencia entre las “maras” durante el periodo de posguerra, por mencionar lo más sobresaliente. El asesinato de Christian Poveda en 2009, director del documental La vida loca, el cual intenta esbozar el diario vivir de las “maras” en El Salvador, no pasó inadvertido en los medios de comunicación.
No obstante, hoy en día los grandes periódicos dedican poco espacio a El Salvador, comparado con los años de la guerra y son las películas estadounidenses las que, en su mayoría, dibujan una imagen estereotipada de los salvadoreños. Así, los mareros que viven en Los Ángeles han sido retratados en Training Day (2001); mientras que Consuelo, una empleada doméstica explotada en un hogar de los suburbios americanos, cobra venganza de forma atroz en la película independiente Storytelling (2001) (quizás un discreto guiño a Rosa López, la empleada doméstica que atestiguó durante el mediático juicio a O.J. Simpson en los años noventa).
Pero, ¿El Salvador es solo eso: violencia, muerte, venganza, explotación? Por suerte, no. El contrapeso más interesante de los últimos años es el documental de Tatiana Huezo El lugar más pequeño (2011), el cual intenta hacer justicia, por medio de recursos visuales poéticos, a la compleja situación de un pueblo herido. Y es que El Salvador también ha sido tierra de poetas. Poetas en busca de la forma pero también de un ideal de nación. Precisamente, la poesía salvadoreña no está desvinculada de los virulentos procesos históricos que le ha tocado atestiguar y sus caminos vienen siendo pavimentados desde hace al menos dos siglos, sobre todo desde el siglo xx hasta hoy.
Pero, ¿cuándo empiezan la literatura salvadoreña y su entorno? Si tenemos en cuenta que antes de la independencia El Salvador no existía como Estado, es obvio que su literatura comienza después de 1821. Sin embargo, si se considera el territorio propiamente, podríamos incorporar a la época colonial, aunque son pocos los autores de ese periodo. El Salvador, una vez constituido como estado independiente, sigue más o menos las tendencias literarias más conocidas: Neoclasicismo, Romanticismo, Modernismo, Costumbrismo, Realismo, las tendencias filosóficas, de tinte esotérico y teosófico, Vanguardismo…
Durante el Neoclasicismo, es decir, desde finales del siglo xviii y parte del xix, encontramos autores como Miguel Álvarez Castro (1795-1856) con su oda Al ciudadano José del Valle y su elegía A la muerte del Coronel Pierzon (1824), textos que describen las luchas políticas de entonces. Ya entrado el Romanticismo, en la segunda mitad del siglo xix, sobresalen escritores como Juan J. Cañas (1826-1918) y Francisco Esteban Galindo (1850-1896).
A lo largo del siglo xix, el género predominante en El Salvador fue la poesía. Román Mayorga Rivas, en su Guirnalda salvadoreña (1884) recoge buena parte de estos autores y menciona a cuatro mujeres poetas: Jesús López, Ana Dolores Arias, Antonia Galindo (hermana de Francisco E. Galindo) y Luz Arrué de Miranda. También existe otro estudio importante, aunque se trata de una pieza de coleccionista ya que es difícil de encontrar: Cien años de poesía salvadoreña 1800-1900 (1978), de Rafael Góchez Sosa y Tirso Canales.
Francisco Gavidia (1863 o 1865-1955), poeta que abre la presente antología, es una de las figuras más importantes de El Salvador. Rubén Darío, en su Autobiografía, se refiere a la influencia del salvadoreño en la renovación estética de su poesía: “Fue con Gavidia la primera vez que estuve en aquella tierra salvadoreña con quien penetrara, en iniciación ferviente, en la armoniosa floresta de Víctor Hugo; y de la lectura mutua de los alejandrinos del gran francés, que Gavidia, el primero seguramente, ensayara en castellano a la manera francesa, surgió en mí la idea de la renovación métrica, que debía ampliar y realizar más tarde” (citado en Gallegos Valdés, 1981, p. 77).
Por lo tanto, Gavidia ha sido reconocido como uno de los precursores y fundadores del Modernismo. Así, en su poesía, dioses y diosas se dan la mano con los estados anímicos de los mortales, nerviosos, fatigados o exaltados, mientras que la figura femenina aparece lánguida, pálida; su lirismo se moja en el preciosismo y el refinamiento. La obra de Gavidia es vasta y su poema épico “Sóteer o Tierra de preseas” (1949) es considerado por muchos como su obra maestra.
Además de poeta, Gavidia también fue cuentista, dramaturgo, historiador, musicólogo, ensayista, pedagogo, filósofo, politólogo, periodista, orador, crítico literario y traductor. Así, se involucró intensamente en la vida política y cultural de su país al mismo tiempo que colaboró con revistas y periódicos de América y Europa. En 1895, fundó el Partido Parlamentarista. Asimismo, Gavidia fue catedrático de la Universidad de El Salvador (que lo nombró doctor honoris causa, en 1941) y miembro fundador del Ateneo de El Salvador (1912); formó parte tanto de la Academia Salvadoreña de la Historia como de la Academia Salvadoreña de la Lengua. Entre 1906 y 1919, fue director titular y honorario de la Biblioteca Nacional y miembro del Comité de Investigaciones Folklóricas y Arte Típico Nacional (1943), vinculado con el Ministerio de Instrucción Pública. Fue, en definitiva, uno de los escritores más multifacéticos y fecundos de El Salvador (Cañas-Dinarte, 2002, pp. 195, 197).
No obstante, es importante señalar que el Modernismo también se dejó sentir en otros poetas salvadoreños que no están incluidos en la presente antología. Por ejemplo, Vicente Rosales y Rosales autor de Sirenas cautivas (1918), El bosque de Apolo (1929) y Euterpologio politonal (1938).
¿Y cuál era la línea de pensamiento más visible entre los escritores de entonces? Según Miguel Huezo Mixco (1996, p. 20), a finales del siglo xix y principios del xx, se estableció un círculo de poetas, periodistas e intelectuales identificados con el pensamiento liberal. Es decir, una intelectualidad “europeizada”, orquestada por Francisco Gavidia y Vicente Acosta, círculo que asumió una estética y una narrativa vinculadas con la idea de “modernizar” la nación.
Es importante que nos detengamos en ese momento histórico. A lo largo del siglo xix (específicamente entre 1822 y 1885), los líderes de las naciones de la región se debatieron entre la unión centroamericana y la vida nacional en solitario. En ese periodo, El Salvador luchó cuarenta y siete batallas/guerras, algunas de las cuales se dieron al interior del país y otras tantas contra países centroamericanos. Décadas después, en diciembre de 1912, se creó el Ateneo y sus primeros miembros consideraron que “el poder de la ciencia” ayudaría a sobrepasar esas luchas fraticidas. Así, Gavidia (véase su libro Patria) y otros intelectuales defendieron un proyecto pacifista liberal que se expresó mediante un “civismo fervoroso”, una “creencia patriótica ciega” que, según algunos, no dejó lugar al pensamiento crítico, traicionando, paradójicamente, el “poder de la ciencia” (Rafael Lara-Martínez, 2010b).
Por lo tanto, hasta los años veinte se mantuvo un proceso de modernización en el que los discursos intelectuales le dieron forma y sentido a la “nación liberal”. En esos años, precisamente, salieron a la luz la mayoría de los ensayos de Alberto Masferrer (1868-1932), siendo los más conocidos El dinero maldito (1927) y Mínimum vital (1929). El uso que se le dio después a sus ensayos es asunto de otra discusión, pero sí se puede decir que, desde temprano, Masferrer fue uno de los pocos salvadoreños que adoptó una posición crítica frente a la “fábula” nacional, tal y como lo demuestra en su Ensayo sobre el desenvolvimiento de El Salvador (1901), donde no celebra la independencia sin recordar su legado trágico. Ese hecho provocó, según Masferrer, dos corrientes que fluyeron paralelamente: “ríos de oro y ríos de sangre”.
No extraña, pues, que tal y como se define la literatura salvadoreña, se trata de una esfera hispanocéntrica que excluye todo aporte literario y filosófico de las lenguas indígenas salvadoreñas. El texto de Gallegos Valdés prácticamente excluye toda mención de su legado y el de Toruño se centra en el Popol Vuh, escrito en quiché, una lengua que jamás se habló en el territorio nacional. Este eurocentrismo sigue vigente en casi todas las esferas actuales: “Si en otros países de América Latina se considera que no hay América sin dimensión indígena, en El Salvador este encubrimiento de lo americano resulta una constante de casi todas las posiciones políticas. Lo propio a El Salvador es transcurrir del estereotipo del ‘indígena ignorante’, al ‘indígena ignorado’ en los estudios ‘monoculturales’ en boga” (Lara-Martínez, entrevista, julio de 2011).
Como veremos más adelante, es cierto que en los años cincuenta y sesenta, cuando los nacionalismos y el indigenismo permearon las ideas humanísticas y las corrientes artísticas, florecieron trabajos como el de María de Baratta (Cuzcatlán típico. Ensayo sobre etnofonía de El Salvador. Folklore, folkwisa y folkway, 1952), de Pedro Geoffroy Rivas (Yulcuicat, 1965) y, muchos años después, de José Roberto Cea (Todo el códice, 1998). En ese sentido, “es importante hacer una distinción entre la herencia cultural del pasado precolombino (herencia que pervive en los indígenas sobrevivientes en El Salvador), y la apropiación de esta herencia cultural por parte de un movimiento intelectual como el indigenismo” (Beatriz Cortez, entrevista, agosto de 2011).
Lea o descargue los siguientes capítulos de este ensayo a continuación:
- El martinato: paradoja cultural.
- La recreación del alma nacional.
- El compromiso y sus matices.
- Resistir, denunciar, escribir.
- Incertidumbre, desencanto, renovación.
- Grupo de Santa Clara.
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* La autora tiene un Doctorado en Literatura de la Universidad de Barcelona, y trabaja como investigadora en la Unidad de Estudios Biográficos de la misma universidad. El presente ensayo es una adaptación de otro titulado “Esbozo para una historiografía literaria salvadoreña”, publicado en Análisis de situación de la expresión artística en El Salvador (2012, pp-31-124). Agradezco a Susana Reyes quien colaboró conmigo en la redacción de ese primer ensayo.