Hace unos días se iniciaron oficialmente las conversaciones de paz entre el Gobierno colombiano de Juan Manuel Santos y los jefes de la guerrilla izquierdista de las FARC. El éxito de las mismas no sólo habrá que cifrarlo en la desmovilización real de unos 8.000 combatientes. Para alcanzar una paz duradera habrá que repensar el Estado colombiano, víctima y victimario en un conflicto que ya dura más de medio siglo.
Es natural acoger con esperanza el inicio de un proceso como este, pero lo sensato es hacerlo con cautela. Las conversaciones llegan después de un proceso de desmovilización de diez años, destinado a disolver las fuerzas de treinta mil paramilitares de derechas, surgidas e impulsadas por Gobiernos anteriores. Muchos de esos grupos estaban formados por delincuentes comunes y todos terminaron siendo grandes entramados puramente criminales -autores de asesinatos, violaciones, desplazamientos de población y torturas-, cuyo principal objetivo era enriquecerse mediante el contrabando y el tráfico de drogas. Aunque el Gobierno ha presentado la desmovilización como un éxito, todavía es pronto para asegurarlo. Se cree que ya se han formado nuevos grupos criminales, muchos dirigidos por exparamilitares, que cuentan con entre cinco y doce mil miembros. De ser así, gran parte del problema habría cambiado de ubicación, pero sin resolverse.
El proceso de desmovilización paramilitar ha sido esencial para demostrar exactamente hasta qué punto el Gobierno y el Estado de derecho colombianos han sido víctimas del conflicto. Dos escándalos atacan el corazón del Estado. El primero es que el masivo movimiento paramilitar se convirtiera en un fenómeno sociopolítico. Líderes empresariales y políticos lo apoyaron y formaron parte de él, instigando, fomentando o colaborando en crímenes masivos contra civiles que se interpusieron en su camino. Unido a este escándalo, está el de la 'parapolítica': cientos de alcaldes, gobernadores y congresistas han sido acusados, con pruebas fehacientes, de participar directamente en los crímenes de las organizaciones paramilitares, y varios ya han sido condenados. La confianza en el Estado y en sus representantes políticos no puede ser más escasa.
Está también el caso de los 'falsos positivos', la práctica castrense de asesinar a civiles o prisioneros para presentarlos como guerrilleros muertos en combate. Entre las ventajas de esa práctica figuraban recompensas monetarias y más días de permiso para los miembros del Ejército. La magnitud y el alcance de la práctica convierten en ridícula la pretensión de justificarla atribuyendo los crímenes a elementos díscolos. La apreciable similitud del modus operandi en divisiones militares de distintas zonas del país desmiente esa endeble línea de defensa. Parece que miles de personas fueron asesinadas por el Ejército, incumpliéndose así flagrantemente la obligación que tiene el Estado de proteger a sus ciudadanos.
Éste es parte del telón de fondo sobre el que discurren las negociaciones entre el Gobierno de Santos y las FARC. Las conversaciones no tienen lugar en el vacío, sino en un contexto en el que los dirigentes del Estado colombiano deben demostrar gran valentía e imaginación. Una paz duradera conlleva la instauración de un Estado creíble en el que todos se sometan al imperio de la ley, en el que los débiles y marginados tengan razones para confiar y en el que las élites crean que es posible empezar de nuevo.
La paz en Colombia también reportará beneficios fuera de sus fronteras. La situación de virtual colapso en Estados como Guatemala, Honduras y México está directamente relacionada con las guerras contra el narcotráfico, que han anegado la región en medio de la destrucción y posterior sustitución de las zonas de influencia de cárteles colombianos vinculados ahora con organizaciones criminales mexicanas. Guatemala y Honduras han quedado en medio de la refriega y el índice de homicidios hondureño se ha disparado hasta niveles superiores a los de muchos países con conflictos bélicos. En este complejísimo entorno, hay que tener en cuenta algunas cosas. En primer lugar, la mayoría de los jefes de las FARC ya han sido condenados por crímenes graves. No hace falta volver sobre el programa desarrollado para incentivar la desmovilización paramilitar (por ejemplo, la confesión de crímenes a cambio de sentencias reducidas). Las condiciones de la posible suspensión de sentencias prolongadas o de las penas de cárcel serán cruciales para el éxito de las conversaciones con las FARC. Es vital que los negociadores no se sientan obligados a reproducir los mismos procesos seguidos con los paramilitares: es una situación diferente que requiere una solución distinta.
En segundo lugar, las iniciativas destinadas a desvelar el cáncer que el fenómeno paramilitar ha ocasionado en el núcleo del Estado y el escándalo de los 'falsos positivos' deben producir resultados trascendentales. Eso significa que habrá que llevar a cabo investigaciones como es debido, tomar medidas coherentes para desmantelar a los grupos y sus redes de apoyo, y comprometerse totalmente con políticas que garanticen que algo así no vuelva a ocurrir.
Hay que reconocer al presidente Santos su notable visión de Estado al iniciar las conversaciones de paz, algo de lo que careció por completo su antecesor. También ha adoptado medidas importantes para depurar o desmantelar instituciones realmente problemáticas. Pero las FARC sólo son parte del problema. Para llegar a una solución integral hay que devolver a los colombianos la confianza en las instituciones públicas. Las conversaciones son una oportunidad para la paz, para una renovación del Estado democrático colombiano basada en la aplicación generalizada del imperio de la ley: son una oportunidad para instaurar una nueva normalidad.
*Paul Seils es vicepresidente del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ), con sede en Nueva York.