Opinión /

¿Para qué hacemos periodismo?


Martes, 9 de octubre de 2012
Carlos Dada

(Discurso de aceptación del premio Anna Politkovskaya, entregado por el Festival Internazionale en Ferrara, Italia, el pasado 5 de octubre)

Este premio lleva el nombre de una periodista que se ha convertido en símbolo de la valentía, el compromiso y la resistencia ante grupos muy poderosos que amenazan con silenciar a periodistas cuyo trabajo les resulta incómodo.

La amenaza es una práctica antigua, que en el caso del periodismo sigue vigente en más países de los que solemos pensar. Y el asesinato de periodistas también se ha elevado. La región del mundo en la que habito, que va ahora de México hasta Colombia y Venezuela, es uno de los principales focos de amenazas contra la prensa y la libertad de expresión.

La Rusia que le costó la vida a Anna Politkovskaya tiene cada vez más elementos en común con la América Central de la que provengo, entre ellos los altos niveles de impunidad y el poder de grupos criminales que han penetrado todas las instituciones del Estado.

En nuestro caso, organizaciones criminales y carteles de narcotráfico, tráfico de armas y lavado de dinero que operan en todo el corredor centroamericano transportando la droga hacia los Estados Unidos, comprando policías, jueces, fiscales, militares, oficiales del gobierno, alcaldes y diputados. Estos grupos representan hoy también la principal amenaza contra nuestra naciente democracia, la paz y la justicia.

En su última columna, llamada De qué soy culpable, Politkovskaya hablaba del ejercicio periodístico realizado en estas condiciones, en las que los independientes, los que retienen los principios y las razones que nos trajeron a este trabajo, son los menos ante un ejército de periodistas complacientes y entregados a los intereses de los poderosos..

Los koverny, les llamaba ella. Payasos rusos cuyo trabajo era entretener al público mientras el escenario era cambiado.

Politkovskaya fue silenciada porque no quiso ser un koverny. Porque decidió utilizar el poder de los medios de comunicación para denunciar la victimización de las comunidades chechenas. Una victimización cuyos perpetradores tienen nombre y apellidos; oficiales y funcionarios culpables de desapariciones, abusos de poder y corrupción en la Rusia de Vladimir Putin.

En los días que terminaron siendo los últimos de su vida, Anna Politkovskaya se preguntaba cada vez más si el periodismo amerita perder la vida. Y es una pregunta muy relevante que se habrán hecho ya, en situaciones límites, varios de los invitados a este festival.

Ni yo, ni los periodistas de El Faro, estamos en la situación de Anna Politkovskaya. Ni queremos estarlo. No nos planteamos si vale la pena morir por el periodismo. Creemos que vale la pena vivir haciendo esto. Asumiendo riesgos, pero concientes de que en otras áreas la situación de nuestros colegas es mucho más apremiante.

Coincidimos, sí, en los principios que la motivaban a escribir estas historias. ¿Por qué y para quién haces tu trabajo? Anna Politkovskaya tenía una respuesta clara: para la gente, por el bienestar de la gente.

Mantenía probablemente esta idea romántica de que podemos cambiar el mundo con nuestro trabajo, de que la publicación de esas historias evitará más muertes, más atropellos; de que la denuncia es una manera efectiva de combatir la impunidad.

No sé si es efectiva, pero es la única que tenemos.

En países o regiones críticas, y con estados débiles, el periodismo se vuelve también una forma de activismo. No solo se trata de informar, sino también de transformar. De provocar a la conciencia de la gente y recordarle constantemente su derecho a la dignidad y a una mejor calidad de vida. Y su obligación moral de involucrarse en el debate público y exigir a sus autoridades.

En esto, lamentablemente, no hemos tenido mucho éxito.

Vivimos, en México y Centroamérica, en sociedades desiguales y con ciudadanos que tienen miedo, porque el Estado no puede garantizarles sus derechos. Vivimos en Estados corruptos, con altos niveles de impunidad y bajos niveles de idealismo y de ilusión por un futuro mejor.

La historia contemporánea nos ha demostrado que la corrupción, el autoritarismo y el atropello no tienen ideologías, que pueden ejercitarse desde todas las posiciones políticas. Y que, indistintamente de qué grupo esté en el poder, el campo mediático sigue compuesto mayoritariamente por kovernys.

Trabajo en una redacción compuesta por periodistas muy jóvenes, que ya ostentan algún grado de frustración. Curtidos en el acto de bregar contra la corriente, de denunciar a corruptos, a criminales, a narcotraficantes sin que haya una respuesta del Estado y con muy pocas de la sociedad civil.

La frustración nos lleva a otra pregunta determinante: ¿de verdad estamos contribuyendo con nuestro trabajo a una mejor calidad de vida de los ciudadanos? ¿O estamos simplemente narrando la caída en picada de una sociedad? En realidad no son preguntas excluyentes. Las narraciones de los pasajes más oscuros de nuestras comunidades son también denuncias cuando se hacen de manera honesta.

Guardamos, acaso por algún grado de arrogancia, la convicción de que en términos históricos estamos aportando a la construcción de una narrativa más comprensible sobre nuestra realidad. Ayudando con información a plantear preguntas cuyas respuestas pretendan obtener lecciones históricas.

En el plano inmediato, es más bien una cuestión de fe. Nos gusta creer que sí, que con nuestro trabajo ayudamos a que haya menos víctimas, a combatir la impunidad, a que los victimarios paguen. A que los que sufren dejen de sufrir.

Es una cuestión también de esperanza. Queremos creer que sí; que el agua, de tanto insistir gota a gota, termina taladrando la piedra. De que aportamos a la construcción de una mejor sociedad, con ciudadanos más solidarios y nmás felices.

Hoy recibo, a nombre de El Faro, el premio Anna Politkovskaya; con mucho orgullo, sí, pero también pensando que este reconocimiento debe servir como plataforma para dirigir su mirada hacia otros colegas en la región que están pasando por situaciones realmente alarmantes.

Hoy el 75 por ciento de los periodistas muertos no se registran en zonas de guerra como las que tradicionalmente conocemos. No mueren por bombardeos ni por fuego cruzado. Son periodistas locales asesinados deliberadamente, para silenciarlos.

Hoy los países más peligrosos del mundo para ejercer periodismo son México y Honduras.

Hace poco, una organización pasó un cuestionario a varios periodistas locales en México y preguntó qué pedirían a organizciones internacionales para apoyar su trabajo. Varios respondieron que querían una pistola. Uno de ellos explicó: “La pistola la quiero para que no me agarren vivo”.

Son ellos, valientes colegas en México, Honduras y Guatemala, los que se están planteando todos los días las mismas preguntas de Anna Politkovskaya. Son ellos los que hoy demandan nuestra mirada. Los que a pesar de las condiciones extremas en las que desarrollan su trabajo, se resisten por todos los medios posibles a convertirse en kovernys.

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