Opinión /

El viejo arte del debate


Domingo, 18 de noviembre de 2012
Álvaro Rivera Larios

Algunos presumen más de lo que menos tienen y, en este caso, no deja de ser relativamente cierto. La izquierda radical se considera experta en el análisis de las contradicciones y también estima que el universo entero avanza por medio de ellas. Pero, he aquí la paradoja: al contrario de lo que pregona, mucha gente de la izquierda tiene serias dificultades para asumir, en sus teorías y en su praxis, la compleja herencia de la dialéctica. Esta herencia no se reduce a Hegel y a Marx, va más allá, también comprende aquellos aspectos de la dialéctica antigua que permanecen vivos y que, como intentaré demostrar, todavía poseen utilidad política.

Ciertos “sabios” radicales, en aras de un mejor pensamiento, recomiendan dejar atrás el viejo arte del diálogo razonado que depuraron los griegos. Tal consejo no merece atenderse por dos razones. La primera, y más importante, es que los partidos políticos revolucionarios han tenido históricamente serias dificultades para incorporar el libre debate en sus estructuras políticas. En algunos casos, como lo ilustra la historia del partido comunista soviético de los años 30 del siglo pasado, el fracaso en el manejo de las disputas internas desembocó en la destrucción de una de las tendencias enfrentadas: la trotskista. Ya solo por esto tendría importancia la revalorización teórica del diálogo como un método no violento para resolver desacuerdos en un caso de contradicciones secundarias exacerbadas. Y entiendo la violencia en un sentido amplio, no solo como patada y disparo. Recurre a la violencia todo aquel que maniobra con malas artes para expulsar del juego a su adversario en una discusión pública. El asesinato político de Roque Dalton fue la culminación de toda una serie de agresiones simbólicas previas.

Existe, además, otro motivo para no seguir la recomendación de aquellos marxistas que le restan importancia al antiguo saber de los griegos. Su consejo va en sentido contrario al de la revalorización actual de la retórica y la dialéctica antiguas. Y es que la teoría moderna de la argumentación ha redescubierto la compleja idea de la racionalidad que tenía Aristóteles.

Una izquierda como la nuestra, atrapada en el desacuerdo y la mala voluntad, ¿puede permitirse el lujo de ignorar el arte del diálogo? Evidentemente, las personas de principios no se van a manchar dialogando con personas que no los tienen. Pero es que incluso las personas con principios tienen serias dificultades para manejar sus discusiones. Salvador Cayetano Carpio y Mélida Anaya Montes eran personas honestas, pero el asesinato de la segunda, con independencia de a quién se le atribuya, puede interpretarse como un fracaso del diálogo en el seno de una organización revolucionaria.
Nos asedia la pregunta de “quién mató a Roque Dalton” porque pensamos en términos de responsabilidad política y penal; es decir, en términos de actores individuales y no de procesos sociológicos. Rara vez preguntamos ¿qué factores, en aquellos meses iniciales de 1975, hicieron fracasar el debate político interno en el ERP?

37 años después del asesinato de Dalton, la izquierda salvadoreña debe enfrentarse a problemas de definición que reclaman un debate colectivo, un debate de ideas que no se reduzca a un mero intercambio de descalificaciones morales. Tampoco ahora nos preguntamos ¿qué factores obstaculizan el inicio y el desarrollo de una discusión tan necesaria? ¿Por qué nadie la cree posible?

Si no son los individuos abstractos quienes hacen la historia, sino los individuos insertos en relaciones sociales concretas, extraña que nadie se pregunte cuáles son “las estructuras” que ahora obstaculizan la libertad de opinión y el auténtico debate razonado en las zonas de influencia popular.

Si la libertad de opinión y el debate razonado entrañaban un problema en 1975 y en 1983 y continúan siendo difíciles en el año 2012, habría que investigar cuáles son las razones estructurales de dicha persistencia. No pretendo igualar circunstancias distintas, pero el envilecimiento moral de los debates es una constante cultural en nuestra izquierda. ¿Por qué?

Las instituciones democráticas y sus reglas de juego no son carcasas y normas que se implanten mecánicamente. Son marcos regulados en los que la ciudadanía participa activamente en el rumbo del gobierno. Dicha participación demanda conocimientos y valores por parte de los ciudadanos. En este sentido, toda revolución política presupone una revolución cultural. Si no se atacan las causas “superestructurales” que han dificultado la libertad de opinión y el debate ampliado y razonado entre las fuerzas populares, por mucho que se hable de nueva política volverán a surgir los viejos problemas.

Ya he dicho en otra parte que una laguna del pensamiento político de las fuerzas populares se refiere al modo en que teorizan y negocian sus propias contradicciones. Esa laguna es un agujero profundo en su teoría positiva de la democracia socialista. Y todo esto habría que discutirlo, pero cómo, si a una izquierda como la salvadoreña los debates muy pronto se le pudren.

Porque se pudrió un debate fue que mataron a Roque y a Mélida. Y si los debates se pudrían entonces y ahora se pudren ¿a qué causas se debe? Las situaciones pueden ser distintas como distintos pueden ser los grados del enfrentamiento, pero hay, en los desacuerdos de antaño y los de ahora, una serie de factores comunes que dinamitan los puentes. Si una tradición política se caracteriza por pudrir, extraviar, aplastar, posponer o domesticar el diálogo y las deliberaciones internas ¿cuál es en verdad su cultura democrática, si la tiene, y, si la tiene, qué factores le impiden desarrollarla?

Alguno dirá que todo esto es culpa de Salvador Sánchez Cerén y sus allegados, pero la cultura de la discusión interna postergada o aplastada no la crearon ellos. Ellos, en cualquier caso, serían un ejemplo de dicha tradición, un producto de ella. Y a esa misma tradición pertenecen aquellos que, sin haber abandonado el moralismo sectario, hoy se presentan como portavoces de lo nuevo ¿cómo va a ser nueva esa izquierda que continúa empantanada en los valores que propiciaron el asesinato de Mélida Anaya Montes?

Si el FMLN se ha convertido en un partido socialdemócrata convencional, “una parte” de la izquierda que ahora lo impugna –no toda–, en vez de mirar al futuro y emprender nuevas búsquedas, ha optado por volver al pasado, al horizonte de los debates que tuvieron lugar en las FPL en el año de 1983. Así como no bastan las negaciones del capitalismo para justificar las credenciales revolucionarias, no todos los que ahora niegan al FMLN son representante de lo nuevo. Dudo que el sectarismo propicie los valores y la practica democrática que serían las señas de una nueva izquierda.

El verticalismo burocrático y el moralismo sectario, como las dos caras de una misma tradición, son fenómenos que bloquean el surgimiento de una cultura democrática en el seno de la izquierda salvadoreña. Ambos, por distintas vías, bloquean el diálogo y el debate.

II

El moralismo de la autenticidad (nosotros somos auténticos; los demás, no) se mueve con el supuesto de que, así como Dios respaldaba a los reyes, la verdad está siempre del lado de los auténticos y es por eso que ser auténtico y tener la razón equivalen a lo mismo. Si la moral es la garantía de la razón, el auténtico, si hace falta, tiene licencia para forzar los protocolos de los argumentos y las pruebas. El moralismo sectario, por lo general, no trata con delicadeza la corrección lógica y los datos que respaldan o refutan una tesis.
En sus manos la calidad moral es una garantía de certeza teórica. No estoy diciendo que a toda persona con moral política le importen un bledo la razón y los debates razonados, sé que hay personas auténticas que son escrupulosas a la hora de pensar y debatir, lo que afirmo es que la moralina de algunos moralistas no le concede demasiada importancia a las reglas propias del campo de la reflexión y el debate políticos, entran a las discusiones como un demagogo a un diálogo socrático. Lo que importa, por encima de cualquier análisis y de cualquier circunstancia, es tener principios puros, ortodoxos. Esa continua afirmación de la propia pureza radical convierte toda palabra de los demás en una idea sucia, contaminada. Los auténticos no dialogan con los impuros, desconfían a priori de todo lo que digan los contaminados, devalúan éticamente cualquier discusión con ellos.

Como “el auténtico” invoca los intereses del pueblo, dichos intereses son la premisa mayor de todos sus argumentos, sean o no sean correctos. Por lo que se ve, apelar a los intereses populares lo libra a uno de equivocarse y es una licencia que, en el ámbito de una discusión, permite decir falacias sin atentar contra la verdad y la pureza. En el conjunto de las razones del auténtico, predomina el espíritu de la falacia ad populum. Como habla “en nombre de la mayoría”, todo lo que dice es verdad y todo lo que se dice en su contra se dice contra el pueblo. Si antes Dios era la premisa mayor que justificaba los abusos del poder absoluto, ahora cualquier razonamiento que invoque los intereses populares será justo y será cierto, con independencia de su validez y de su respaldo empírico. En nombre del pueblo, la verdad y la justicia, Stalin ordenó que mataran a Trotsky. En nombre del pueblo, la verdad y la pureza, “alguien” ordenó que mataran a Mélida Anaya Montes.

A quienes tanto invocan la verdad y la autenticidad hay que preguntarles: ¿La moral y los intereses del pueblo, justifican el uso de las falacias en una discusión? ¿La moral y los intereses del pueblo justifican que despreciemos a priori toda razón y toda experiencia que cuestionen nuestras ideas?

Me parece vergonzoso el terrible desprecio de la experiencia en que incurren aquellos auténticos que no encaran las implicaciones éticas, ideológicas y políticas del asesinato de la comandante Ana María. Me pregunto si cabe retornar al horizonte de los debates ideológicos en el seno de las FPL de 1983, ignorando lo que dice el cadáver de Mélida. Sus asesinos pasaron brutalmente de la moral puritana revolucionaria a la más pura miseria moral y quienes olvidan los excesos a los que puede conducir esa presunta pureza corren el peligro de perpetuar su miseria. Sinceramente, no aprendemos.

III

La dialéctica, entendida como la defensa pública razonada de una idea en contra de otra, nunca ha desaparecido del pensamiento marxista ni de la opinión pública de izquierda. La posesión de una ciencia, la del materialismo histórico, en ningún momento ha hecho desaparecer las discrepancias de juicio a la hora de tomar decisiones. A finales del siglo XIX apareció el dilema “reforma o revolución” que aun hoy le quita el sueño a la izquierda latinoamericana. Pero no vayan a creer que a quienes optaron por el cambio radical los unía una verdad sin fisuras: sus acuerdos generales dieron paso a profundas discusiones tácticas, a discrepancias sobre la naturaleza del partido y su trato con las masas, a discusiones sobre el papel de los sindicatos en el Estado proletario, a trágicos debates sobre la viabilidad del socialismo en un solo país, a querellas largas sobre los nexos entre planificación y libertad en una democracia socialista, etcétera. La política basada en una ciencia no ha liberado a nadie de las incertidumbres de la deliberación. Los dialecticos marxistas, aunque presuman de ciencia, se ven obligados a internarse en la otra cara de la dialéctica: el debate.

Si las políticas racionales demandan un equilibrio entre la razón tecnocrática y la democrática, una ciencia revolucionaria que no libera de la deliberación ha de abrirse a un marco de diálogo institucional. El Capital, por lo tanto, reclama el complemento de una teoría marxista de la libertad. Una teoría marxista de la libertad debe contener una subsección donde se teorice sobre la forma de resolver institucionalmente las inevitables diferencias de opinión. Ni siquiera las comunidades que comparten las mismas ideas y los mismos valores se salvan de las discrepancias y las disputas a la hora de resolver problemas concretos.

Se tiene la utópica idea de que, ahí donde la izquierda instala sus formas de representación política, desaparecen los puntos de vista diferentes y las tesis enfrentadas. Eso no es cierto. La realidad confirma sin lugar a dudas que personas o grupos que comparten los mismos valores y la misma teoría suelen tener divergencias a la hora de aplicarlos en casos concretos. La compleja y dialéctica realidad, que nunca es abstracta, acaba imponiendo –frente a la teoría– la necesidad de una casuística. La ciencia social, arrimada a las acciones, a nadie libera de los problemas de interpretación y aplicación de los principios teóricos. Ahí donde se encuentran la teoría y la realidad, en el fuego de la inminencia de los actos, se abre la necesidad del debate. Ninguna ciencia nos libra del diálogo político a la hora de tomar decisiones estratégicas para el destino de “la ciudad”. Y el diálogo político exige, a los poseedores de una ciencia, el dominio práctico del arte de discutir.

Los griegos fueron los primeros analistas del discurso público que lo juzgaron de acuerdo con tres criterios: ético, estético y epistemológico. Saber discutir suponía un respeto a las reglas éticas de una buena polémica: no mentir, no salirse del tema, no caricaturizar las ideas del oponente, no recurrir a las falacias, etcétera. Saber discutir suponía que, al defender y atacar ideas, nunca se debía aburrir al estimado público. Y por último, el respeto a los hechos y a la corrección argumental era el criterio epistemológico por el cual se valoraban los debates.

El debate no es una confrontación abstracta de ideas, involucra a las personas en toda su integridad (a sus emociones, a sus intereses). La idea que se defiende o se enjuicia no está fuera del campo valorativo, ni de las consideraciones políticas o personales que puedan hacer los polemistas. El buen cauce racional y empírico del diálogo le impone a quienes disputan un código deontológico cuyas reglas exigen la autocontención emocional. Quien insulta, quien difama, se salta dichas reglas; el que recurre sistemáticamente a las falacias, se salta dichas reglas. Se trata de impedir que el lado oscuro de las emociones y los intereses pervierta el diálogo. El respeto a la lógica y a los hechos, al tribunal de la razón, exige a los polemistas un autocontrol ético: no todos los medios valen para persuadir.
No se gana políticamente una discusión pegándole un tiro en la nuca al adversario ni abatiendo su prestigio y sus razones con argucias demagógicas.

IV

Sócrates y Protágoras mantienen un debate ejemplar en uno de los diálogos platónicos. El redactor del diálogo, quizás Platón, describe la pugna emocional y de prestigios que hay detrás de cada afirmación y cada réplica.
Tengamos en cuenta que el redactor del diálogo es un adversario de Protágoras, hecho que no le impide retratar con justicia la complejidad de las argumentaciones del gran sofista. Protágoras, intentando responder a las preguntas de su adversario, desarrolla discursos que pueden estimarse como una obra maestra de la retórica filosófica. Ante ese gran enemigo se enfrenta la dialéctica socrática. El autor del diálogo, para resaltar más la grandeza de Sócrates, muestra la grandeza de su adversario, no lo caricaturiza por completo. Aquí tenemos una pelea ritual en la que cada contendiente procura ceñirse a las reglas rigurosas de la razón. Las tensiones entre ambos, su emotividad soterrada, revelan que el debate les impone la norma y el valor de la autocontención. Aquí hay un claro ejemplo de ética del diálogo que probablemente no salvó a Sócrates ni a la Grecia de su época, pero, al menos, sí permitió que, en el teatro imaginario y utópico ideado por Platón, dos grandes polemistas se enfrentasen con el compromiso de no violar burdamente las reglas de la lógica y la verdad.

El envilecimiento moral del debate público ateniense desembocó en la muerte de Sócrates (una asamblea de 500 ciudadanos lo juzgó por un delito de opinión e irreverencia religiosa). La empresa de Platón y de Aristóteles, vista como un intento de darle racionalidad a la discusión ciudadana, puede juzgarse también como un esfuerzo para impedir que “la muerte de Sócrates” volviera a suceder ¿No estaríamos obligados nosotros, también, a impedir que se repitieran los casos de Roque y Mélida? El envilecimiento moral del debate en el seno de la izquierda produce monstruos, eso está claro.

Ahora que la izquierda debe enfrentarse a grandes debates cruciales, haría bien en comprender que no solo le hace falta ciencia, también le hace falta, y mucho, recuperar de forma socializada aquella acepción de la dialéctica que la ve como el arte y la deontología de la discusión.

logo-undefined
CAMINEMOS JUNTOS, OTROS 25 AÑOS
Si te parece valioso el trabajo de El Faro, apóyanos para seguir. Únete a nuestra comunidad de lectores y lectoras que con su membresía mensual, trimestral o anual garantizan nuestra sostenibilidad y hacen posible que nuestro equipo de periodistas continúen haciendo periodismo transparente, confiable y ético.
Apóyanos desde $3.75/mes. Cancela cuando quieras.

Edificio Centro Colón, 5to Piso, Oficina 5-7, San José, Costa Rica.
El Faro es apoyado por:
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
FUNDACIÓN PERIÓDICA (San José, Costa Rica). Todos los Derechos Reservados. Copyright© 1998 - 2023. Fundado el 25 de abril de 1998.