Bastan los ojos para quedar deslumbrado ante la Iglesia de El Rosario de Rubén Martínez. Sin embargo, sus ochenta metros de longitud, sus veintidós de altura, los miles de vidrios coloreados que llenan el templo de una luz intensa y continuamente renovada, el efecto óptico de un espacio que se agranda o empequeñece según nos movemos por su interior, la agradable temperatura, la intimidad radiante del conjunto y esa extraña sensación de estar protegido son solo la apariencia de una obra total que aúna los mayores logros técnicos, una extraordinaria sensibilidad artística y una elaborada simbología que da sentido a cada uno de los componentes estructurales y decorativos del edificio.
Fue la primera parroquia y por mucho tiempo la más importante de San Salvador. Probablemente fundada en 1545 y situada en la muy colonial Plaza de Armas, fue el punto neurálgico desde el que partía la retícula de calles, avenidas y plazas que aún hoy da forma a la capital. En 1842 se convirtió por fin en catedral después de una dura lucha comenzada veinte años atrás por el cura José Matías Delgado. Elevar El Salvador al rango episcopal fue, sino el principal, al menos el más tangible de los logros perseguidos por la declaración de Independencia. Durante las siguientes tres décadas El Rosario fue el escenario privilegiado del nuevo orgullo nacional hasta que en 1873 un fuerte sismo hundió el edificio y los nuevos aires secularizantes llevaron su reconstrucción dos cuadras hacia el Poniente, al convento que acababa de serle expropiado a los dominicos, a la par del recientemente construido Palacio Nacional. El Rosario sería reedificado en 1903 pero ya no como sede episcopal sino como nueva iglesia de los dominicos, cuando éstos fueron readmitidos en el país. Durante la primera mitad del siglo XX El Rosario estuvo hecho de lámina y madera (como la recientemente desaparecida Igesia San Esteban) y redujo su tamaño para compartir solar con el palacio arzobispal. Sin embargo ya a finales de la década de los cincuenta del siglo XX la antigua iglesia no bastaba para satisfacer las necesidades de una feligresía creciente, entusiasta y tremendamente enriquecida.
Corrían años de esplendor burgués en el país, por aquel entonces el más industrializado de toda América Central y tercera potencia mundial en la exportación de café. Una nueva majestuosidad modernizadora pobló de imponentes edificios el centro capitalino y abrió las mentes de algunos jóvenes artistas a las atrevidas ideas de las vanguardias internacionales. Rubén Martínez tenía poco más de treinta años cuando el superior de los dominicos, Alejandro Peinador, le encomendaba el diseño del nuevo templo. Martínez había cursado solo unos años de estudios universitarios sin llegar a completar la carrera de ingeniería civil. Para desempeñar su oficio se servía de una asertiva intuición y la colaboración de socios con mejor ficha técnica. Pero fue su determinación la que le llevó a asumir el encargo y a tal fin estudiar liturgia y frecuentar a algunos de los religiosos, como fray Carlos del Cid y fray Domingo de Iturgaiz, que de Europa traían indicios de la que habría de ser la mayor revolución ocurrida en el seno de la Iglesia Católica.
El Segundo Concilio Vaticano no había salido aún de la mente del papa Juan XXIII cuando Rubén Martínez se anticipaba con éxito a algunos de los grandes cambios que estaban a punto de transformar el cosmos católico. En 1962 entregó al superior de los dominicos los planos de la nueva iglesia dedicada a la Virgen de El Rosario. La utilización del espacio sería completamente distinta, el altar cambiado de sitio y la feligresía convertida en el centro de gravitación. Prescindiría de la tradicional planta de cruz latina y la orientación hacia el Este. Eliminaría todo elemento divisorio y privado (columnas, gradas, girolas, capillas…). El nuevo templo sería como el vientre materno donde se aloja la comunidad de iguales que conformaría la iglesia del futuro.
El entusiasta apoyo de los dominicos no sirvió en cambio para que el arzobispo de El Salvador diera su aprobación. En un gesto de excepcional audacia, el padre Alejandro decidió llevarse consigo todas estas ideas para someterlas a la consideración del mismísimo sumo pontífice romano. Juan XXIII supervisó personalmente los planos de Rubén Martínez y encontró que encarnaban a la perfección los experimentos que ese mismo año comenzaban a tomar forma en el II Concilio Vaticano (1962-65). La iglesia ideada por el joven Rubén Martínez sería levantada en el centro de San Salvador, en el centro de América, como punta de lanza del nuevo espíritu eclesiástico contrario al elitismo de las misas en latín, decantado por los pobres y la religiosidad popular, algo más respetuoso con la libertad religiosa, sensible a las nuevas teorías educativas y pista de despegue de interpretaciones teológicas tan arriesgadas como vivificantes.
En tan solo treinta días el padre Alejandro estaba de vuelta en El Salvador con los planos aprobados por el papa en persona. Se trataba de una gran victoria pero también de una temible imprudencia. El arzobispado no colaboraría en la construcción de la nueva iglesia y, aunque el papa había convertido el proyecto en intocable, de las arcas episcopales no saldría ni un centavo para su ejecución. No había por tanto ni tiempo ni recursos que perder.
Rubén Martínez instaló su vivienda a pie de obra y pasó los siguientes siete años completamente sumido en la elaboración del nuevo templo de la Virgen de El Rosario. Las estrecheces presupuestarias (doscientos sesenta mil dólares fue el costo total de la obra) exigieron raudales de improvisación y audacia. Ante la imposibilidad de contar con sofisticada maquinaria, los andamios, los encofrados, las grúas y elevadores fueron construidos con madera, poleas y palancas. Paradójicamente la Iglesia de El Rosario, en tantos aspectos emancipada de toda referencia al pasado, acabó siendo construida con técnicas más propias del Medievo. Y, al igual que las catedrales góticas, la idea original sufrió importantes modificaciones. El templo construido por Rubén Martínez creció como crecen los organismos, adquiriendo su forma de manera gradual, dialogando con las circunstancias, parcialmente emancipándose de la idea.
La Iglesia de la Virgen de El Rosario es un monumento a la sinceridad, el recogimiento y la humildad. No hay concesión alguna al lujo ni la ostentación. Su amplitud, más que grandiosa, es el recipiente de una extraordinaria luminosidad tenue e intimista. Los materiales son pobres y su rugosidad, su opacidad y su brutalidad están tratados sin disimulo alguno en una clara pretensión de sustituir la apariencia por la esencia.
La estructura del templo cumple a la perfección una función doble. Por una parte está diseñada para resistir fuertes sismos como el que en 1986 asoló el centro de la capital dejando en cambio El Rosario prácticamente intacto. Por otra parte las dos inmensas paredes y la bóveda que las une constituyen una de las más meritorias expresiones de la idea católica de la Trinidad. En El Rosario la pared norte contiene el altar donde tiene lugar el sacrificio del Hijo; la pared sur aloja un inmenso ojo hecho de rocas de cristal que al estar detrás de los feligreses pasa inadvertido y al igual que Dios, ve sin ser visto; y la inmensa vidriera semicircular que cubre el templo filtra la luz del sol en su transcurso del nacimiento al ocaso a modo de arco iris que protege a los creyentes y representa por tanto al Espíritu Santo. Pocas obras del ingenio humano han sido capaces de atrapar en la materia con tal efectividad la idea e intuición de la Trinidad: acaso el elemento más complejo e inexpresable de la teología católica.
Todo en El Rosario consigue el máximo rendimiento de la materia. Nada lo muestra mejor que el Viacrucis. Las catorce estaciones de la pasión de Cristo están hechas de piedra y hierro formando un semicírculo que se desplaza de derecha a izquierda y culmina en la Ascensión. Cada uno de los episodios es representado exclusivamente mediante las manos: las manos de Poncio Pilatos lavándose, las manos de Jesús portando la cruz, las manos que auxilian al condenado a ponerse en pie, las manos de la Madre desamparada cubriéndose un rostro inexistente - un expresivo vacío enmarcado por dos cortantes y apenas pulidas laminas que simulan el velo - ante la muerte de su hijo. Por fin la Ascensión se consigue mediante una figura muy abstracta pero inequívoca por su explícito movimiento helicoidal. Todo sin embargo está elaborado con material de desecho, con los retales, los restos de las vigas, lo sobrante de las varillas, las herramientas rotas y desgastadas. Aquí la excelencia técnica de Rubén Martínez como soldador queda completamente al descubierto así como su extraordinario genio minimalista y su capacidad de hacer hablar, ya no a la piedra como Michelangelo, sino a la basura misma.
Una obra de esta naturaleza no podría menos que tener reservado un destino dramático. En lo que la Iglesia de El Rosario estuvo terminada, el Concilio Vaticano II había revolucionado completamente el panorama católico, los curas obreros franceses habían sido rehabilitados, sacerdotes de todo el mundo se incorporaban a las guerrillas latinoamericanas, en Medellín y Puebla los obispos latinoamericanos daban pasos decisivos hacia una mayor autodeterminación y la Teología de la Liberación alcanzaba lo más alto de su corto vuelo. El activo papel de los dominicos en todo esto, así como la extraña fisonomía de la Iglesia de El Rosario –una inmensa pirámide maya en el corazón de la otrora pretenciosa “París de Centroamérica”– de inmediato aglutinó el rechazo de los sectores más conservadores y pujantes del “paisito”. Más extraordinario si cabe es que el curso de los acontecimientos acabara dando la razón a los suspicaces.
Quizá por estar situada en la plaza más céntrica y amplia de la capital o quizá por el decidido tono antiburgués del hormigón en estado bruto, el Rosario se convirtió en uno de los foros privilegiados para hacer oír las crecientes protestas de los obreros, estudiantes y campesinos de los años setenta. Al menos dos de esas multitudinarias manifestaciones contra el gobierno acabaron en el peor de los escenarios posibles, con el ejército abriendo fuego contra la población civil, perpetrando masacres que, como tantas otras del reciente pasado salvadoreño, siguen aún pendientes de esclarecimiento. La primera fue la protesta popular contra el fraude electoral cometido contra la Unión Nacional Opositora y su candidato a la presidencia el Coronel Ernesto Claramount. La represión de las fuerzas armadas causó varias decenas de muertos y, gracias a que los dominicos abrieron las puertas de El Rosario, aun se salvaron muchas vidas más, incluida la del propio Claramount. De la conmemoración de la barbarie de ese día nació una de las formaciones insurgentes más importantes del futuro conflicto armado, las Ligas Populares 28 de Febrero.
Dos años más tarde las mismas LP-28 lograron convocar una masiva manifestación en el centro de San Salvador. En esta ocasión murieron al menos 86 gentes si bien los testigos de la masacre afirmaron que debieron ser muchos más ya que las propias fuerzas armadas hicieron lo posible por evitar el rescate de cuerpos, apresurándose a secuestrarlos, desaparecerlos y evitar la propaganda. Los manifestantes lograron rescatar 21 cadáveres, alguno de mujer embarazada, y decidieron de nuevo acudir a El Rosario para desde allí hacer público el ultraje. El ejército, lejos de amedrentarse, siguió vigilante con el propósito de impedir el traslado de los cadáveres al cementerio en pública procesión. Al cuarto día de encierro y ante el insoportable estado de descomposición de los cuerpos, los refugiados rompieron las losas del suelo –con los pesados candelabros de hierro forjados también por Rubén Martínez– y abrieron un pequeño hueco apenas suficiente para dar sepultura a los cuerpos, unos apilados sobre otros.
Los refugiados no quisieron abandonar su encierro sin las garantías de seguridad mínima. Esto llevó a entrar en la escena al propio arzobispo de El Salvador, Monseñor Oscar Romero, quien hizo de mediador entre los refugiados y el ejército. La matanza de El Rosario fue el episodio final en la larga conversión del joven cura anticomunista y antimasón de los años sesenta en el heroico apóstol de los pobres de finales de los setenta. La matanza de El Rosario extremó aun más su desafío a las fuerzas militares, su súplica para detener la violencia de Estado, sus abiertos llamamientos a la desobediencia y la insumisión. Cuando los refugiados lograron por fin acabar su encierro en El Rosario principiaba noviembre de 1979. Cinco meses más tarde el propio Romero era asesinado de un certero tiro en el pecho: un lunes, en una modesta parroquia, mientras oficiaba misa.
El lugar del sepelio de las 21 víctimas de El Rosario está marcado con una pequeña y escueta placa negra colocada sobre los restos mortales, a dos baldosas de la entrada principal. La lápida fue colocada por los padres dominicos en 1991 con motivo de la visita oficial anunciada por el presidente de la república Alfredo Cristiani como parte del paquete de gestos reconciliadores de los Acuerdos de Paz entre la guerrilla y el gobierno. El acto con el que los Frailes Predicadores mostraban su testarudo alineamiento con los pobres y los oprimidos no pasó inadvertido al Presidente que, según cuentan, tan pronto notó la nueva lápida bajo sus pies dio media vuelta y abandonó el templo sin que nunca más desde entonces El Rosario haya vuelto a recibir “visita oficial” alguna. Otro de los poderosos gestos simbólicos promovidos por los dominicos ha sido dejar intocados los numerosos impactos de grueso calibre, probablemente de fusiles de asalto M-16, en las puertas principales de El Rosario, disparados desde la calle por las fuerzas armadas hacia la iglesia. Ahí quedaron para quien hoy quiera comprobar con sus propios dedos la brutalidad del momento.
Rubén Martínez fue en buena medida ajeno a los alborotos surgidos en torno a su criatura. Su sintonía con el ideario del Concilio Vaticano II tuvo lugar antes y al margen de la deriva socialista y revolucionaria que, a raíz de las Conferencias de Medellín y Puebla, llegó a adquirir en la América Latina de los setenta. Seguramente, él fue el primer sorprendido ante el importante papel que jugó como símbolo de la resistencia antisistémica, así como ante el rechazo que suscitó su obra entre las elites conservadoras de entonces y de ahora. Tras el Rosario, Rubén Martínez ha dedicado su profesión a realizar esculturas preferentemente figurativas y encargos modestos, a veces para decorar restaurantes y plazas cívicas, confeccionar las vidrieras de algún templo inacabado y alguna que otra capilla en la nueva zona rica de la capital. A pesar de reconocer su admiración por el recientemente fallecido Oscar Niemayer, Martínez nos hace gestos de incomprensión e incomodidad cuando mencionamos el brutalismo, el organicismo, el object trouvé u otras vanguardias internacionales que pudieron haber influido su obra. La suya, dice, fue una búsqueda personal, arriesgada, solitaria, acaso amparada por la providencia que, sin embargo, parece querer demorar el pleno reconocimiento de su pueblo.
El proceso que comenzó con la construcción de la actual iglesia de El Rosario aun no ha terminado. En él intervinieron varios actores del presente continuo salvadoreño: de obispos a monaguillos, de arquitectos a soldadores, de presidentes a guerrilleros, de mártires a asesinos. La recepción de El Rosario no se ha consumado. Frente a sus detractores son pocos sus defensores activos. El alto nivel de indiferencia que causa entre la población posiblemente la libre de barbaridades como la sufrida por el mural de Catedral del artista Fernando Llort pero la expone a riesgos aún más patéticos como la reciente quema de San Esteban.
En octubre de 2012, a petición de cinco diputados de Arena, la Asamblea Legislativa de la República ha otorgado la distinción honorífica de “Notable Escultor Salvadoreño” a Rubén Martínez. Un discreto gesto con apenas difusión que resulta un homenaje al escultor de la “Chulona”, del Cristo de la Paz, de algún Atlacalt y del busto del mismísimo Mayor D’Aubuisson; símbolos todos de una patria coja, que pasa por alto su obra magna, su obra total, su obra de arte. Esta, mientras tanto, espera. Espera con ansiedad las reparaciones en los vitrales que la libren de una ruina segura. Espera también la visita de los salvadoreños que nunca en su vida han oído hablar de la iglesia de El Rosario. Espera a los fieles que, a decir de los curas, quizá quedaron asustados tras la matanza del 79 y que ni los domingos llenan una de las iglesias más bellas de Latinoamérica. Espera a las autoridades con sus fanfarrias para que infundan algo más de respeto por la obra que sin duda constituye el mayor logro del arte salvadoreño.
* Antonio García Espada. Doctor en Historia por el Instituto Universitario Europeo. Profesor de Historia del Arte en la Universidad Don Bosco e Investigador de la Dirección Nacional de Investigaciones. Mantiene un blog dedicado a la antropología cultural y a la historia: Medieval Traveler.