Opinión /

De Bergoglio a Francisco


Domingo, 24 de marzo de 2013
Ricardo Ribera

Si la renuncia de Benedicto XVI ya fue una gran sorpresa, también lo ha sido la posterior elección de un cardenal argentino – y además jesuita – como nuevo Papa. En esos pocos días que lleva en la silla de San Pedro no podían esperarse más que unas primeras señales. Sin embargo, aún siendo sólo cuestiones simbólicas importan pues muestran cómo piensa ejercer su pontificado o, como mínimo, qué imagen desea proyectar. Son gestos plenos de significado.

Y también en esto hay sorpresas. La primera se presta a bromas, pues si querían elegir un Papa destacado por su humildad, resulta que los cardenales lo fueron a buscar nada menos que… ¡hasta la Argentina! Dada la fama que tienen los argentinos, ese mito de ser soberbios lo ha roto Bergoglio con su genuina sencillez.

No sólo en Argentina, también en el resto del continente la gente se sintió contenta: “es uno de los nuestros”. América Latina es el continente con mayor número de católicos – algo así como el 42% del total – por lo que no debería extrañar un Papa de la región. Pero al ser algo sin precedentes en la historia de la Iglesia, no deja de sorprender.

A no ser, claro, que cambiemos la forma de mirar las cosas y al cardenal Jorge Mario Bergoglio, en vez de verlo como argentino descendiente de italianos lo describamos como un italiano nacido en Buenos Aires. De hecho, habla fluido la lengua de Dante, como ha podido demostrar desde su primera aparición en el balcón de la plaza de San Pedro. Puede tener influencia cultural europea, pero su sensibilidad es porteña.

También ha sido sorpresa la rapidez con que aparecieron críticas y señalamientos a su pasado. La iglesia argentina, su jerarquía, tuvo una conducta muy reprobable, entre complaciente y cómplice con la dictadura. Él era provincial (superior) de los jesuitas en el país en esos años. Tuvo que declarar – nunca como acusado, sino como alguien que podía tener información – en tres juicios por violación de derechos humanos entablados durante la democracia: por el asesinato de un sacerdote francés, en un caso de robo de niños y por el secuestro y tortura de dos curas jesuitas que trabajaban en un barrio popular, dejados libres varios meses después.

Son luces y sombras de un pasado difícil. Bergoglio ha rechazado las críticas y alega que hizo lo que pudo por las víctimas. Tal vez sea cierto. O tal vez pudo hacer más. De hecho, en su oportunidad él pidió perdón por no haber hecho más. Una vez extendida la sombra de la sospecha habrá quien le cueste darle el beneficio de la duda. A sus detractores cabe recordarles: por ser un conservador no necesariamente ha de ser un reaccionario. Otras facetas que se han conocido de su desempeño al frente de la arquidiócesis lo han mostrado cercano a los pobres y desvalidos, comprometido con la labor pastoral en zonas marginales, austero en su vida personal.

Lo que ahora importa no es el pasado, que ya pasó, sino cómo va a desempeñar su nueva responsabilidad en la dignidad a que ha sido elevado. El cardenal y arzobispo de Buenos Aires es ahora obispo de Roma: deja de ser Bergoglio y pasa a ser Su Santidad, el papa Francisco. No lo condiciona tanto su pasado como su presente de Sumo Pontífice de la Iglesia católica y Jefe de Estado de El Vaticano o estados pontificios. Habrá de ser valorado por lo que a partir de ahora haga o deje de hacer, por cómo impacte su pontificado.

En 2005, en el anterior cónclave, Bergoglio supo hacerse a un lado para facilitar la elección de Ratzinger como el Papa que sucediera a Juan Pablo II. Ahora ha sido éste quien se ha hecho a un lado permitiendo que Francisco suceda a Benedicto XVI. Éste será más recordado por el gesto de renuncia que por lo que hizo durante su pontificado. Deja una sensación de haber detenido la historia y que ésta ahora podrá reanudarse. Continuidad y cambio presidirán la deriva de la barca de San Pedro, necesitada de un timonel que tanga no sólo bondad y sabiduría, sino también capacidad política.

El papa Francisco ha mostrado saber pasar la página del libro que dejó el cardenal Bergoglio. Si éste no dudó en confrontar con los dos gobiernos de los Kirchner, hasta el punto de ser calificado de “jefe de la oposición”, elevado a la dignidad de Sumo Pontífice su trato hacia la Presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner ha sido muy delicado. Su primera audiencia fue para ella. La fría diplomacia fue trocada en la cálida atmósfera de un almuerzo, en un elocuente gesto de hacer las paces y buscar la reconciliación.

Desde luego, eso no quiere decir que las posturas de Bergoglio, claramente hostiles a abrirse en temas sexuales como el aborto, el uso de preservativos o los matrimonios entre homosexuales (y que motivaron duros enfrentamientos con el gobierno peronista) vayan a variar un ápice. En esto se presagia continuidad respecto a sus predecesores. Igual en otros temas como el celibato clerical o la apertura del ministerio sacerdotal a las mujeres. Cero avances.

Pero en cambio podría esperarse un giro en temas sociales, como ya de hecho se inició con Juan Pablo II y después con Benedicto XVI. Hundido el socialismo real el Papa polaco enfiló sus dardos críticos contra el capitalismo realmente existente. Pero su condena tajante a corrientes progresistas surgidas del Concilio Vaticano II, como las inspiradas en la teología de la liberación, redujo a simple retórica ese mensaje. Benedicto XVI compartió tales posiciones pero redujo la influencia de movimientos ultraconservadores como el Opus Dei, Legionarios de Cristo, Comunión y Liberación, etc. Sustituyó al español Navarro, del Opus Dei, y en su lugar nombró al jesuita italiano Lombardi como portavoz de la Santa Sede. La elección de Bergoglio profundiza la tendencia a un menor peso de dichos movimientos y se orienta hacia un nuevo equilibrio con una mayor influencia de los jesuitas y otras corrientes de avanzada.

En este contexto, las posibilidades de una pronta canonización de Monseñor Romero parecieran aumentar, tal como el propio Papa Francisco ha dejado filtrar por intermedio de la Primera Dama de El Salvador, Vanda Pignato. Sería muy bien recibida, en especial por todo el continente latinoamericano, que ya lo venera como San Romero de América. También lo sería una mayor permisividad a teólogos de la liberación, injustamente amonestados y silenciados durante el doble pontificado de Wojtila-Ratzinger.

“Una Iglesia de los pobres y para los pobres”: es sólo una frase, se dirá, pero es una buena señal de los énfasis y las preocupaciones del nuevo Papa. Y sus repetidos gestos de sencillez, apartándose de la pompa y el fasto, remarcan esta probable característica del nuevo pontificado. “No tenerle miedo a la bondad, ni tampoco a la ternura”, es otro positivo y, para algunos, sorprendente mensaje.

Probablemente ha sido electo para ser un Papa de transición. Los cardenales no eligieron a quien pueda dirigir la Iglesia durante los próximos veinticinco años; habrían buscado alguien más joven. Pero sí quien inicie el giro y marque el rumbo, una vez se superen graves escándalos: la pederastia de ciertos curas y la protección que recibieron de la jerarquía, la falta de transparencia financiera, el lujo y mal uso del poder entre la curia vaticana.

Francisco es un Papa mayor, pero lleno de energía y con fuerte personalidad. Tal vez no sea el protagonista de grandes reformas, pero sí el que pueda sentar bases para que quien le suceda pueda emprenderlas. Para que la Iglesia se ponga, por fin, a la altura de los tiempos. Así como otro mundo es posible, también otra Iglesia posible debe acompañar tal cambio, como una alternativa global, colocándose a favor de las transformaciones fundamentales e ineludibles que el siglo demanda.

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