Si alguna vez viste una exposición de artistas contemporáneos salvadoreños en las últimas dos décadas, es muy probable que te encontraste con la obra y el ejemplo de Rodolfo Molina.
Hombre clave en la difusión y producción del arte en El Salvador, murió sorpresivamente la semana pasada a los 53 años en su casa, aparentemente de un infarto. Así para mí se truncó una amistad de veinte años.
Ante todo, Rodolfo era pintor y escultor. Sus obras replanteaban el tradicional paisaje urbano para darle un sofisticado giro semiabstracto, una visión sombría e inquietante pero innovadora de una ciudad desbordante y posutópica. O pintaba paisajes y naturalezas muertas que en verdad eran estudios de color y textura de inspiración abstracta que no se desprendían de todo de la representatividad.
Tengo una de sus pinturas en mi casa en Londres, un bodegón de una mesa de trabajo que ejecutó en 2000 y que, al apreciarla más detenidamente, se convierte en un cautivante y complejo estudio de planos y volúmenes. Es tierna y enigmática, una pintura de la cual la gente se enamora. Muchos reaccionaban así ante el propio Rodolfo, hombre simpático y sencillo que parecía extrañamente libre del egoísmo y presuntuosidad que tanto se encuentra en el mundo del arte.
A la par de la pintura, realizó un trabajo incesante de curaduría y promoción del arte en el ámbito público. No era galerista, hasta donde yo sé, ni elitista ni de esos que van rondando en las ferias de arte de Miami y Madrid. Quería sinceramente desmitificar al arte, llevarlo al público y rescatarlo como elemento esencial en la vida cívica de un país, a través de exposiciones de alta calidad que curó en el MARTE, en el Museo de Arte Popular -del cual fue presidente- y otras instituciones. Era de las figuras que laboraba más asiduamente para levantar el perfil de la cultura en El Salvador en los años posteriores a la guerra.
A Rodolfo lo conocí en San Salvador en 1993, cuando yo era corresponsal de la agencia Reuters y él un joven artista recién llegado de sus estudios en Chicago. Desde ese entonces, y a pesar de los vaivenes en nuestras respectivas carreras, era la persona a quien yo nunca dejaba de llamar y ver cada vez que iba a San Salvador. Durante largos almuerzos y cenas en su casa en Colonia Escalón, me contaba de los nuevos artistas en El Salvador, de tendencias y medios, de quién estaba haciendo cosas buenas y quién había caído en la repetición o banalidad. Tenía un tino excelente y nunca era caprichoso ni cruel en sus juicios. Era de maneras suaves, con una voz profunda y sonora de locutor de radio matutina. La única vez que lo vi enojarse fue cuando, durante una cena con algunos amigos, vimos entrar a una rata de su jardín al comedor. Rodolfo corrió furiosamente detrás del roedor hasta que por fin logró regresarlo al jardín. Podía encabronarse con los animales intrusos, difícilmente con las personas.
En los últimos años, su proyecto principal era la Bienal de Artes Visuales del Istmo Centroamericano (BAVIC), nombre lamentablemente largo (pero necesario para distinguirlo de los bienales nacionales, como el propio Rodolfo me explicó) para un evento regional que va rotando de ciudad en ciudad cada dos años y cuya última edición se clausuró en febrero último en Panamá. Oficialmente era curador y coordinador para El Salvador. En verdad, Rodolfo era la fuerza vital de BAVIC, la razón por la cual seguía en marcha pese a algunas dificultades financieras y recelos nacionales que siempre ponen en peligro su existencia.
En febrero tuvimos lo que resultó ser nuestro último encuentro, un almuerzo junto con Werner Romero, embajador de El Salvador en Londres. Le di un libro sobre Ai Weiwei y Rodolfo nos contaba las trastiendas de la última versión del BAVIC, en Panamá, con algo de exasperación. Los nicaragüenses, nos contó, habían convocado a sus artistas a presentar proyectos pero resultó que a los organizadores no les gustaba ni uno, y así la participación de Nicaragua quedó en duda hasta pocos días antes de la inauguración. Otros problemas así se presentaron con las demás delegaciones.
La verdad es que ante cada versión del BAVIC – El Salvador en 2006, Honduras en 2008, Nicaragua en 2010 – siempre Rodolfo decía que la bienal se agotaba por problemas de este tipo, que esta vez sí moría. Y al final siempre se llevaba a cabo igual, gracias en gran parte al esfuerzo y empeño del propio Rodolfo. Ahora sí temo por su futuro.
Recuerdo que en ese almuerzo también nos contó algo muy cómico sobre una exposición de expresionismo abstracto que él estaba cocurando para el MARTE. Resultó que en el folleto de la exposición no podían poner imágenes de las mismas obras en la muestra por cuestiones de derechos de autor. Entonces, entre risas, nos contó que fotografiaron una obra de un artista amateur local que pintaba a gotas al estilo de Jackson Pollock y colocaron esa imagen en la carátula del folleto, disfrazándola un poco. Fue todo un comentario sobre lo absurdo que se había vuelto el tema del copyright de grandes artistas ya fallecidos en el primor de su carrera, como lo fue Jackson Pollock y ahora el propio Rodolfo.
Esa exposición sigue hoy en cartelera en MARTE. Creo que a Rodolfo, curador de arte hasta la médula, le habría gustado que no sólo su arte, sino uno de sus proyectos, le sobreviviera.
* Corresponsal y crítico de la revista ARTnews, de Nueva York.