En Guatemala la guerra se ha simplificado. El dictador y su Jefe de inteligencia militar han sido puestos cara a cara con las víctimas, cuyos rostros y dolores nunca vieron.
José Efraín Rios Montt y José Rodríguez están siendo procesados por un tribunal guatemalteco por la matanza de 1771 personas pertenecientes a la etnia ixil durante los años de 1982 y 1983.
Los testimonios de las víctimas o sus familiares, narrados la mayor parte en idioma maya, son desgarradores. La evidencia es clara. Hubo genocidio. Eso ya no está en discusión ante el tribunal. Ahora es cosa de decidir quién o quiénes fueron los autores intelectuales del mismo.
La barbarie y la violencia con que éste se llevó a cabo, han sido vistas en muy pocos casos. Los rostros y el dolor humano han agitado a la sala del juzgado y los periódicos de Guatemala. Las atrocidades narradas, tiende una a creer, no pueden ser apoyadas por persona alguna. Nada hay que pueda validar los hechos. Guatemala entera, se piensa, debería unirse en torno a la conmoción que causan. El dolor vivido y narrado por los testigos debería suponer un rechazo absoluto por parte de la sociedad. Lo aterrador es que no es así.
Estos testimonios han dotado de realidad a hechos que durante casi tres décadas no pasaron de ser un secreto a voces. Se rumoraban primero en los círculos cercanos a la política. Luego en los internacionales, intelectuales, analíticos, antropológicos y periodísticos. Fueron muchos los que se encargaron de sacarlos de la cueva donde corrían el peligro de quedar atrapados como ecos. Y ahora han cobrado voz y se han vuelto realidad. Hay innumerable evidencia: testimonios, osamentas, fosas comunes, cicatrices, registros, etc.
Durante los años ochenta y noventa, fueron muchos los que negaron la existencia de las matanzas. Pero aparecieron las fosas comunes. Entonces se negó la participación del ejército y de las fuerzas de seguridad en tales crímenes. Pero la evidencia era contundente. La forma de ejecución, las heridas presentadas por los cadáveres, las armas empleadas, el diario militar, los archivos de la policía. Luego vinieron los juicios. Aparecieron testigos, escuchamos testimonios, todo salió a la luz.
Tiburcio Utuy, indígena ixil de 70 años, narró cómo presenció cuando a una mujer embarazada le fue extraído su bebé por los soldados y éste fue estrellado en un árbol. También narró cómo su familia fue asesinada al ser encerrados en su casa y ésta prendida en fuego. Utuy mismo fue amarrado y quemado en el estómago y los testículos. Los soldados lo golpearon con tal fuerza que sus vísceras quedaron expuestas. Utuy mostró sus cicatrices.
Como él, muchos otros han narrado las espantosas vivencias sufridas por ellos o sus familiares. Es difícil no condolerse ante semejantes testimonios.
Sin embargo, aún son muchos los que sostienen que los mismos, más que una manifestación del sufrimiento humano vivido por estas personas, son estrategias utilizadas por grupos de izquierda para incitar la indignación de la opinión pública e incrementar el odio hacia los grupos de derecha y los militares. Que son, en definitiva, dicen, una nueva forma de hacer la guerra, esta vez ya no mediante balas, sino mediante palabras.
Éstos olvidan, sin embargo, que un juicio es la forma más civilizada que se conoce para dirimir los conflictos sociales dentro de un estado de derecho.
Muchos siguen creyendo además, que la violencia sufrida por buena parte de la población, que otrora era negada y hoy es irrebatible, es justificable bajo el concepto de la defensa nacional.
“Gracias a los soldados y no a los poetas podemos hablar en público”, podría leerse en una pancarta que portaban los asistentes a la marcha organizada hace unos meses, sobre la céntrica Avenida de la Reforma, por la Asociación de Familiares y Amigos de Militares. La marcha, que fue realizada para mostrar apoyo a los oficiales y generales que ya en aquel momento estaban siendo enjuiciados por crímenes durante la guerra guatemalteca, finalizó con el discurso de Zury Ríos, la hija del ex dictador, que por aquel entonces aún no había sido sujeto a juicio. En el mismo, señaló que la legislación avalaba las prácticas realizadas por el ejército en los años 80, que era el encargado de velar por la seguridad nacional. “Un soldado no tiene que pedir perdón por defender a su patria de la insurrección”, exclamó.
Argumentos semejantes están siendo utilizados hoy día para justificar los testimonios del juicio que está acaparando atención nacional e internacional.
De esta forma, el sufrimiento humano narrado ante el tribunal, por increíble que parezca, ha producido reacciones opuestas y no ha bastado para que Guatemala entera concluya que la guerra, la que sea y de quién venga, es una atrocidad en todas sus formas.
Oficiales del ejército que testimoniaron durante el juicio aseguraron que las órdenes dadas a soldados y patrulleros durante la guerra afirmaban: “indio visto, indio muerto” o “cada mata de milpa es un guerrillero”.
Durante el peritaje hecho durante el juicio por la politóloga y socióloga Marta Elena Casaús Arzú, ésta manifestó: “El racismo histórico y estructural que se vive en Guatemala contribuye a moldear un estado racista y ese discurso racista de las elites de poder militares, políticas y económicas es el que va a justificar la eliminación”.
Guatemala se encuentra, pues, dividida. Pero no es a raíz del juicio por genocidio. Éste no es más que un síntoma de un mal más antiguo y profundo.
Guatemala posee una característica que en el istmo la hace especial. La mitad de su población es indígena y la mitad de ésta vive en extrema pobreza. Estas cifras convierten a esta nación en es uno de los países con mayores índices de desigualdad en el mundo.
Debido al racismo extremo que aún pervive en Guatemala, personas pertenecientes a las etnias indígenas han sido marginadas durante siglos y privadas de toda posibilidad de mejora de su condición social, cultural o económica. La extrema desigualdad en la que han sido colocadas dentro de la sociedad, les ha hecho perder, ante el grupo dominante, no sólo su dignidad, sino también su calidad de seres humanos.
¿Qué hace pues que una sociedad no logre empatizar con el dolor de otro ser humano?
La respuesta es simple, aunque dolorosa: el que dicho ser humano no sea considerado tal y que, por lo mismo, su dolor no nos impresione.
Guatemala pues, no está dividida sólo en cuanto a opiniones, sino también en cuanto a visión, nación y valores humanos. La existencia de intereses extremadamente contrapuestos, como pueden ser los de los indígenas y las clases dominantes del país, hace imposible que ésta sea una nación y que su gente goce de igualdad de condiciones y derechos.
El juico Ríos Montt, aunque importante, no ha logrado evidenciar la verdadera tragedia guatemalteca, que por imposible que parezca, va más allá de los espantosos hechos narrados por las víctimas del genocidio. La verdadera tragedia consiste en la existencia de dos Guatemalas: la de los ladinos y la de los indígenas a quienes, durante siglos, se les cortó la voz y hoy la alzan incomodando a aquellos que aún quieren creer que Guatemala es “el país de la eterna primavera”.