Escepticismo es la palabra que mejor resume la sensación de Washington respecto a la tregua entre pandillas en El Salvador. Aun ahora, después de una ofensiva oficial que incluyó dos visitas del ministro de Justicia y Seguridad Pública, David Munguía Payés, en poco más de un mes, y a pocos horas de la llegada del presidente Mauricio Funes a la capital de Estados Unidos, las dudas siguen, incluso entre quienes, desde el mundo de las oenegés latinoamericanistas y del de algunos gobiernos locales del área metropolitana, han visto la tregua con optimismo.
Más allá de la estrategia mediática de Seguridad en torno al pacto, que destaca con tino la baja en homicidios y maneja por lo bajo el problema de las extorsiones e incluso niega otros asuntos relacionados a la seguridad pública, como la corrupción y la infiltración del crimen organizado en el Estado, hay dos preguntas que el discurso oficial sigue sin despejar. La primera: en qué consistió el pacto inicial y cuál fue el papel real de la inteligencia del estado y del despacho de Munguía en esa gestión. La segunda: si a la vuelta de un año está claro que la reducción en los homicidios se sostiene, cuál es el plan de la administración Funes para convertir ese pacto inicial en una política pública que trascienda a los mediadores -en los que pocos aquí confían- y a los líderes pandilleros que han manejado la tregua desde las cárceles.
Debido en gran parte a la falta de respuesta efectiva a esas dudas, como lo dijo hace poco el investigador Douglas Farah a El Diario de Hoy, la comitiva del general Munguía se fue de Washington sin promesas importantes de apoyo financiero y sin nuevos respaldos políticos, más allá del ya garantizado de la OEA. Eso, sin embargo, no significa que no haya aquí, sobre todo en el mundo de los organismos financieros multilaterales, opciones de financiamiento para programas específicos de rehabilitación y prevención.
Hace poco, en un foro organizado por la Washington Office on Latin America (WOLA), una representante del Banco Mundial dijo que aun con la “opacidad” inicial podía haber líneas de crédito abiertas para programas de rehabilitación y reinserción para los llamados municipios libres de violencia. Siempre y cuando el gobierno presente un plan coherente y administradores diferentes de esos planes. Eso no ha pasado.
Lo de nuevos rostros que administren la segunda etapa de esta tregua es lugar común entre los interesados en Washington. Incluso desde las entrañas de la administración, incluso desde sus oficinas más críticas, se empiezan a oír ya, tímidas aún, preguntas sobre quiénes, desde el sector privado o el mismo gobierno Funes, podrían ser referentes alternativos. Quiénes además de Mijango, Colindres y el mismo Munguía, se entiende.
“Muchos pensamos que en estas reuniones conoceríamos un plan más elaborado sobre lo que sigue, sobre todo en el tema de los municipios, pero lo que escuchamos fue más explicación sobre la primera parte, sobre el pacto en sí mismo, y lo que oímos de esa parte no despejó las dudas”, me comentó uno de los funcionarios presentes en reuniones sostenidas por la comitiva salvadoreña la semana pasada. Desde el congreso, una apreciación similar de un asistente: “el problema no es la tregua; hay mucha gente aquí que puede encontrar una lección positiva, incluso replicable. El problema es que cuando alguien viene y te dice que en El Salvador no hay un problema importante de narcotráfico o de crimen organizado, y que todo se reduce a las pandillas, es difícil creerle algo de lo que te está diciendo”, dice este funcionario en referencia a conversaciones en que el ministro restó importancia al tema del narcotráfico en el mapa de la seguridad pública salvadoreña.
Está claro que, a estas alturas, el tema importante en relación a la tregua es el financiamiento. Pasó ya el tiempo político de trascender el balbuceo inicial sobre el pacto, desde la triple versión inicial sobre el traslado de los líderes de la cárcel de máxima seguridad a otros recintos -razones humanitarias, recomendación de consejos criminológicos y posible atentado a roquetazos contra los penales- hasta el retruécano aquel de no-negociamos-facilitamos-negociamos. Un analista centroamericano sobre tendencias de crimen organizado que trabaja en un tanque de pensamiento aquí lo explica así: “Esa parte del discurso es insostenible para ellos (el gobierno salvadoreño), pero si parten de aceptar que alguien debía de hacer lo feo para de ahí construir y hoy se concentran en eso pueden llegar a algún lado”.
Algún lado es, en esencia, dinero fresco que permita al estado salvadoreño, desde el gobierno central o desde las alcaldías, convertir a los municipios libres de violencia en algo más que una estrategia de comunicaciones o, como temen los más críticos, en territorios de paso libre para la droga. Esto lo explica un trabajador social del condado de Montgomery, en Maryland, uno de los sitios en que las pandillas salvadoreñas tuvieron una fuerte presencia criminal entre mediados de los 90 y el primer lustro de 2000: “No hay veredas mágicas aquí. Es simple. Cuando el tema de la calle está controlado, el estado entra con plata, con un montón de plata para programas sociales que permitan contener el riesgo entre los jóvenes”. Y un policía de Fairfax, condado de Virginia también conocedor de las pandillas salvadoreñas, el teniente Rick Pérez, me lo explicaba así antes de conocer sobre la tregua salvadoreña: “primero es fuerza, inteligencia y trabajo con la comunidad y luego la inversión social”.
Aun hoy, y a pesar del escepticismo, los departamentos de policía de estos condados siguen de cerca la tregua, y lo que esta puede haber implicado para la relación entre los liderazgos de las pandillas en El Salvador y en los barrios aquí en Estados Unidos. Después de todo, no fue hace mucho tiempo que desde las cárceles salvadoreñas se ordenaban asesinatos a ejecutarse en Maryland, Virginia o Nueva Jersey o que miembros de clicas aquí eran parte de redes de narcotráfico (la red de Juan Colorado, por ejemplo, usaba como mulas en Nueva Jersey y College Park, Maryland, a pandilleros locales, según el expediente judicial abierto en El Salvador).
En marzo pasado, a pocos días de revelado el pacto inicial, un policía del condado de Montgomery, en Maryland, me contó que la relación entre los liderazgos de Maryland y El Salvador era, como entre clicas en territorio salvadoreño, heterogéneo. “Es, a veces, un tema de relación personal. Hay quien aquí tiene un hommie allá al que le manda plata o con quien se hacen favores, pero sí hay relaciones y hay movimientos de dineros; es poca plata casi siempre, vía envíos...” La pregunta que este oficial se hacía, al conocer sobre condiciones carcelarias más relajadas, parecía lógica: “bueno, supongo que si estando en Zacatraz -lo decía así, con esa palabra, en medio de una conversación en inglés- hablaban por celular hasta aquí, hoy será más fácil”.
Ya en el nivel federal, es evidente que a las agencias policiales de Estados Unidos -las law enforcement- la tregua no les gusta nada. No le gusta al FBI. Tampoco le gusta a quienes, en el Departamento de Estado, manejan la minucia de CARSI, el programa estelar de cooperación en seguridad de la administración Obama con Centro América. En el evento de WOLA que mencioné, uno de estos funcionarios preguntó al panel, del que formé parte: “¿A quién pertenece esta tregua? ¿Le pertenece en realidad a los salvadoreños?” Mi respuesta: hasta ahora, en términos políticos, la tregua le pertenece a los mediadores, al general Munguía y a los líderes de las pandillas que están en las cárceles. Y aunque la baja en los homicidios es, sí, patrimonio del país, la transformación del pacto en política pública pasa por el presidente de la república y su capacidad de gestión.
Y está la otra duda, que viene también de algunas oficinas de la administración, pero sobre todo de oficinas del congreso que escucharon y apoyaron a Funes cuando, al inicio de su quinquenio, vino a Washington y a Nueva York con un fuerte discurso anti crimen organizado que partía de reconocer la infiltración del narco en el estado, no a las pandillas, como la amenaza principal a la estabilidad democrática de Centro América. “Sin una decidida vocación de combatir la infiltración del crimen organizado en las instituciones del estado no será posible enfrentar nuestras enormes metas... Comencemos por nuestra casa, limpiando las instituciones que, como la Policía, han sido presa de la corrupción y la compra de voluntades...”, escucharon los interlocutores más amistosos con la administración Funes, del partido demócrata todos, el discurso presidencial ante el pleno de Naciones Unidas en 2011. Hoy, los mismos interlocutores levantan las cejas cuando oyen al gabinete de seguridad decir que la Policía está limpia, que el crimen organizado es un mal menor y que el pacto entre pandillas es la solución unívoca.
La cita clave del presidente salvadoreño es, sin duda, con el secretario de estado, John Kerry, viejo conocedor de Centroamérica y El Salvador y uno de esos a quienes atentos asistentes informaron sobre el tono inicial del discurso de Funes. Por el formato protocolario de estas reuniones, pero sobre todo porque la situación financiera doméstica lo hace virtualmente imposible, es poco lo que El Salvador puede esperar del Departamento de Estado en términos monetarios. ¿En apoyo político explícito? Está claro que la palabra de un presidente vale mucho más que la de un ministro, e incluso puede ser que Funes logre una frase reproducible en comunicados de prensa. Pero, sin las explicaciones que le faltan entre los viejos aliados de su administración y sin el plan que le vienen pidiendo las multilaterales, poco logrará el presidente al final. Aquí de poco vale la bravata, el retruécano sabatino o la buena fe.
* El autor es Investigador Asociado del Centro de Estudios Latinoamericanos de American University en Washington, DC, y miembro del Consejo de Asesores del Center for Democracy in the Americas.