En primera persona
Me es difícil decir quién soy. Parte de las consecuencias de escribir y de meterte en personajes que son tan distintos a vos, con visiones del mundo tan distintas a las tuyas, es que se desequilibra tu aparato psíquico y esos personajes te permiten ver cosas de ti mismo que no sabías que tenías. Podés definirte, pero descubrís que estás dejando un montón afuera. ¿Quién soy yo? Soy mis libros. Todo lo demás, lo que no está ahí, o no existe o es una masa de contradicciones en la que en cierto momento soy uno y en cierto momento soy otro.
Aparte de mis novelas, escribo aforismos. Los aforismos revelan la naturaleza del ser humano, y en mi caso revelan algo que me disgusta profundamente de mí mismo: que nos repetimos. Creemos estar viviendo algo nuevo y no, nos repetimos. Estamos siempre dando vueltas, emocionalmente, mentalmente. Agarrás una libreta que escribiste hace tiempo y descubrís inmediatamente que estás preocupado o emocionado exactamente por lo mismo que hace seis años. ¿No he cambiado, no he mejorado? ¿No hay posibilidad de crecimiento interior, de más lucidez, de más madurez? Aceptamos el ciclo de las estaciones, aceptamos que los planetas dan vueltas alrededor del sol, pero no aceptamos que nosotros somos circulares y corremos como chuchos mordiéndonos la cola, sin sentido.
Aun así, tengo dos libros soñados, dos libros que deseo escribir algún día. Ocurren en El Salvador. Después de escribirlos, quién sabe, me haré surfista. Ja, ja, ja.
En San Salvador, a Horacio Castellanos Moya se le llama Horacio, a secas. Así le llaman sus viejos amigos, sus primeros lectores, y así le llama el micromundo cultural de la ciudad con un aprecio poco usual, porque en los países pequeños con ciudades pequeñas las envidias suelen cercenar los respetos entre escritores y ya no digamos los cariños. Pero esa cercanía al nombrarlo refuerza, en todo caso, la paradoja: el novelista salvadoreño de mayor proyección internacional en las últimas décadas no encajó en El Salvador. Vive y escribe en una suerte de autoexilio desde hace casi 10 años.
La distancia no ha resuelto la tormentosa relación emocional entre Castellanos Moya y Centroamérica -nació en Honduras, vivió también en Guatemala-. “16 años después de ʻEl ascoʼ tomo los dos principales periódicos de El Salvador y aquí no ha pasado el tiempo”, se lamenta. Y aunque en ocasiones se ha vestido con el disfraz del cínico, del indolente, ese estancamiento le importa. Le carcome lo que no sucedió, el cambio cultural que su periodismo no logró, el país que la revolución de sus amigos y la paz de los bandos de la guerra no pudo construir del todo. “¿Cuándo dejará la sociedad de ser tan autoritaria, tan vertical, tan macha?”, pregunta. Y el escritor, con legendaria fama de irreverente, vuelve a irse.
A mediados de mayo Horacio regresó por unos días a San Salvador para participar en el Foro Centroamericano de Periodismo y participar en un extenso coloquio con el escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa y el colombiano Mario Jursich. Con ellos reflexionó sobre las razones que esconde cada novela y exploró los ríos subterráneos que unen la literatura centroamericana y la realidad. “El escritor es un ciudadano”, dijo Horacio, y aunque ha negado en diversas ocasiones que la que él hace sea “novela política”, concedió que la política es, “a traves de la moral y la justicia”, un punto inevitable de paso para las letras de la región.
“Para que yo llegue a un libro tiene que haber algo de la realidad que me haya herido”, ha dicho Horacio Castellanos Moya en anteriores entrevistas. El Salvador es un país que no le cicatriza y esta conversación es un intento por ahondar en su herida.
Si el escritor centroamericano no puede escapar de la política, ¿qué tipo de arma política es la literatura? ¿Sirve para algo?
La literatura, como instrumento para la política, no tiene ninguna utilidad. La literatura refleja, reconstruye, imagina una realidad en la que hay elementos políticos, pero no puede ser de uso político para ninguna fuerza porque la esencia de la literatura son las contradicciones del ser humano y las fuerzas políticas se definen, básicamente, por no asumir esas contradicciones. Una obra como “Guerra y paz”, de Tolstoi, no sirve para defenderse de la invasión napoleónica, así como “Por quién doblan las campanas”, de Hemingway, no tiene ninguna incidencia a la hora de detener a las tropas franquistas. Y si vamos viendo los momentos álgidos de la historia, en la política cotidiana, la literatura retrata y recrea para adelante, únicamente te permite reflexionar o ver las cosas que han sucedido de otra manera.
“1984”, de George Orwell, sí tiene una intención política. Y en Centroamérica reflexionar sobre la historia es en sí mismo una postura política, porque es una región en la que casi nadie quiere reflexionar sobre el pasado.
Obras como “1984” tienen una incidencia política, pero no sirven como arma. Una cosa es la incidencia y otra cosa es la utilidad. ¿Qué fuerza política podría utilizar una obra literaria sin cometer en realidad un suicidio, si es una buena obra literaria? Si hablamos de un panfleto es distinto, claro. Una obra literaria puede incidir y en un momento dado ser muy importante porque permite una crítica al modelo estalinista, o una crítica profunda de todas las contradicciones que hay dentro de un bando revolucionario que está peleando… pero incide no por los mecanismos políticos directos, sino a través de una fabulación. En la literatura vos entendés que el ser humano es complejo y trabajás fundamentalmente en el ámbito de la mentira, que en la política no se encara tan abiertamente. La literatura te permite ver la mentira desde adentro.
¿Sus retratos literarios de El Salvador y Centroamérica tienen una intención?
La intención, en mi caso, nace de la medida en que esa realidad que luego convierto en literatura me ha afectado, trastornado, herido. Es la intención inconsciente e instintiva, del escritor, de sacar aquello que necesita sacar porque le está fastidiando, corroyendo, intoxicando. Aunque hay otro tipos de historias, porque no se puede creer que todos los libros se escriben de la misma manera y a partir de los mismos propósitos. Por ejemplo, “Tirana memoria”, que sucede en el año 44, por supuesto tiene una intencionalidad distinta a otras de mis novelas. No solo recoge lo que me está corroyendo a mí, sino también una voluntad de entender un período histórico y una realidad que me fue lejana, pero que me permite explicarme a mí mismo personajes que van a vivir hasta mi contemporaneidad, y que sin ese pasado, sin esa recreación histórica, quedarían como en el aire. Probablemente escribí un libro para contarme lo que mi padre no me contó, porque murió cuando yo era chico. Esa es mi intencionalidad personal, aunque el libro funcione en otras dimensiones.
¿Escribe pensando en cómo le leerá Centroamérica?
No, yo no escribo pensando en un público. Como me hice escritor en un país en donde la gente no lee libros, nunca tuve la retroalimentación que desde joven tiene un escritor en una sociedad que tiene un mercado literario, donde hay crítica, reacciones. Yo comencé a tener reacciones a mis libros cuando ya había publicado muchos y cuando estaba bastante adentrado en mi madurez. Y de dónde más tengo inputs de lo que escribo puede que sea de Argentina, Francia o España, pero no de Centroamérica. Es muy difícil que yo escriba pensando en la región... Pero tampoco puedo escribir pensando en Francia o en Argentina. Escribo desde una perspectiva totalmente egoísta, en cuanto a que se trata de una necesidad de expresión mía, sin pensar en un lector salvadoreño o centroamericano que quizás ni va a ver mi libro.
Pero se ha confesado ciudadano, y al fin y al cabo la literatura explica la historia, y en Centroamérica comprender la historia es antinatural. Hay pasajes de nuestra historia sin resolver, a los que nos enfrentamos constantemente.
La historia se explica a sí misma. La literatura ilustra y explica la historia desde otros puntos de vista, a partir de facetas de lo humano, mientras que la historia oficial se lee nada más desde las corrientes y desde los grandes hechos, no desde las subjetividades. Siempre pienso que ser un escritor salvadoreño es como tirar una botella estando en una isla perdida: no sabés si alguien la va a agarrar y va a encontrar lo que hay dentro. Todo es muy azaroso. Si el libro llega, si hay lectores... Sabés siempre que va a haber un pequeño grupo que tiene interés y que va a conseguirlo, más allá de lo que suceda, pero igual, vengo aquí y la gente que supongo, a veces, que está leyendo mis libros, me reúno con ellos y descubro que hace 5 libros que no me leen. Todo es una falsa ilusión.
En ese sentido, “El asco” es una novela que nos tiró a la cara hace 16 años y que sigue siendo una radiografía vigente de la sociedad salvadoreña. ¿Qué pasa, no sabemos leer un libro como ese o no hemos querido hacerlo?
No es que no leamos, es que los cambios culturales no tienen nada que ver con nuestras ansiedades. Los cambios culturales, si es que se dan y son para bien, toman mucho tiempo. 16 años después de “El asco” tomo los dos principales periódicos de El Salvador y aquí no ha pasado el tiempo. Habrá una modernización en cierto diseño, una mayor sofisticación política en cuanto al trato de ciertos temas, pero si se quita el concepto de maras y se sustituye por bandas, grupos o crímenes, lo que vemos en los periódicos es lo mismo. Y yo me pregunto, ¿cuál es el patrón cultural que hace que aquí, 50 o 60 años después, todo siga igual? José Emilio Pacheco decía que la gran virtud de la literatura es que le permite al lector ponerse en los zapatos del otro, pero la realidad es que se los pone un ratito y luego se olvida, vuelve adonde estaba. Hubo gente que con El asco tuvo el impulso de preguntarse “¿esto qué es?, ¿por qué somos de esta manera?”, aunque el libro tenga muchas exageraciones, pero eso no significa que fuéramos a cambiar.
¿Alguna vez intentó cambiar El Salvador?
Los miembros de mi generación queríamos, fundamentalmente, cambiar la sociedad autoritaria en la que nos tocó crecer, y la expresión política de esa sociedad autoritaria era el ejército como instrumento político único de la vida nacional, como el gran dictaminador. Esa intención la tuvimos; fue en realidad una intención nacional. Y se cambió eso, ya no es así. ¿Pero cuál es el equivalente cultural de ese cambio? Es una tentación preguntárselo. El cambio político se logró, pero ¿se acabó con la sociedad autoritaria? ¿Cuándo dejará la sociedad de ser tan autoritaria, tan vertical, tan macha? No lo sabemos. La literatura en ese caso solo va retratando los períodos, va dejando constancia... Ha habido una modificación de las élites en El Salvador, pero esa modificación no sé si se ha convertido en un gran cambio cultural del país.
¿Qué le falta a la literatura salvadoreña?
Ser escritor en El Salvador es muy ingrato. Se necesita resistencia, aceptar que lo que hacés es un sinsentido. Y eso solo lo podés hacer si lo necesitás. El principal problema es que hay poca obra, acá nunca se logró construir una vida literaria. Y no tiene que ver con lo pequeño y lo pobre, porque Nicaragua es igual de pobre, pero tiene vida literaria. ¿Por qué? Porque hubo algún personaje de las élites que se involucró en la literatura. Igual pasó en Guatemala. Aquí las élites durante mucho tiempo no es que no se involucraran, es que no les interesaba la literatura. Las artes estaban fuera de su mundo. Nuestra literatura refleja la naturaleza de nuestras élites, que eran eminentemente comerciales y no crearon los instrumentos para la cultura. El problema es que no se lee. Aquí la vida literaria se suple con festivales, pero los festivales son efímeros. La literatura salvadoreña se define por una gran soledad. Sé que hay otros escritores salvadoreños que se quejan de esto mismo que yo me quejo... pero bueno, si no hay algo en un lugar hay que buscarlo en otro.
El periodista de The New Yorker Jon Lee Anderson dice que el miedo al pasado ha creado una élite sin identidad, que El Salvador solo tiene identidad en lo rural, fuera de su capital, inundada de Dunkin’ Donuts. ¿Coincide?
Yo no estoy muy seguro de eso, porque cuando la gente que está en el interior viene a San Salvador van a Dunkin’ Donuts, y si pudieran poner uno en medio de Chalatenango, lo ponen. Creo que la cosa es más grave y tiene que ver con la estructura social del país, que tuvo una de las élites más rabiosas y más explotadoras y, en ese sentido, la guerra y la migración produjeron un cambio bien brusco. En países como México y Argentina las clases medias se crearon a través de modelos de acumulación propios que permitieron un mayor ingreso, exigieron una mayor distribución de ese ingreso y permitieron que hubiera clases medias lectoras, clases medias ilustradas. En El Salvador tenías ese modelo con un sectorcito medio muy pequeño y con una gran masa explotada y, de pronto, el sistema en vez de abrirse terminó matando a la gente. Hubo una guerra civil y la gente se fue a adquirir los valores del otro lado donde se fue. No es que la verdadera identidad esté en lo rural y lo urbano esté corrompido porque representa lo que se dice en “El Asco”: una especie de Los Ángeles de mala muerte. Es más complejo. Y eso no significa que no exista una sociedad salvadoreña; lo que significa es que el crecimiento y el desarrollo de esa identidad ha sido producto de procesos violentos y poco regulares.
Aparte de la violencia como evidente forma de comunicación, ¿qué otros rasgos atribuye a la identidad salvadoreña?
Hay dos valores fuertes. Uno es la resistencia, el sentido de la sobrevivencia, que solo pudo ser producto de una situación extrema. Y creo, y esto te va a parecer probablemente subjetivo, que hay un sentido del coraje, del valor, de la audacia, que está metido en la gente. Si no, no te explicás la guerra. Porque pobreza y explotación también hay en Haití o en República Dominicana, y la gente no se fue a la guerra. Hay otras combinaciones históricas y otros liderazgos, pero hay un sentido de la aventura sin colchón. Sobrevivencia y coraje. Sin esos valores, esta nación estaría completamente aplastada.
Habla del coraje, de la aventura, y viene a la mente el valor positivo que la venganza tiene en las películas japonesas. ¿Es algo parecido lo que sucede en El Salvador?
Creo que la necesidad llevó a tener un sentido de aventura, de exploración, imposible sin un sentido del valor y del coraje, porque tenés que resistir siempre condiciones adversas. Al principio quizás fue nada más irse a las bananeras, o al canal de Panamá, o al golfo de México, y llegar sin colchón, y defenderse. Es una paradoja muy delicada: la vida vale bien poco en este país y eso te hace consciente de que es todo lo que tenés y has de defenderlo con todo. En una sociedad con más comodidades, con un mayor respeto a la vida, no tenés que defenderte.